LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/03)
Lc 1, 26-38
Nadie dudará de que la Iglesia, a través de la bonhomía del actual Sumo Pontífice, y respaldada por algunas indicaciones poco precisas de algunos documentos del Concilio Vaticano II, ha realizado ingentes esfuerzos para acercarse no solo a las iglesias cristianas orientales separadas del catolicismos por cismas ya milenarios, y erizadas de odios y resentimientos contra Roma, sino de las 'comunidades eclesiales', -no 'Iglesias', recordaba recientemente la declaración Dominus Iesus -de cuño protestante. Ese protestantismo que, más allá de lo cismático, resultó el gran foco de todos los errores que, luego en el ámbito filosófico y político, se expandieron por todo occidente y encuentran plena virulencia en nuestros días.
No solamente: el intento de acercamiento llegó, quizá más allá de lo que permitía la gran tradición bíblica y cristiana, tanto al judaísmo talmúdico como a cuanta falsa religión o idolatrías se enseñoreaban sobre vastas y desdichadas porciones de la humanidad. De las consecuencias de ese llamado 'diálogo ecuménico' e 'interreligioso' juzgará, con el tiempo, la historia. Es verdad que, de parte de los católicos, significó, en muchos casos, una vuelta a la caridad evangélica, un limar viejos resentimientos y prejuicios, un espíritu de tolerancia que, mantenido en sus justos niveles, no hacen sino prolongar el mandato del amor de Cristo capaz de llegar hasta a los propios enemigos.
No se ve, empero, excesiva reciprocidad en este cedimiento de la Iglesia. En muchísimos países, ella sigue siendo, cruel y sangrientamente, perseguida por los mismos que, en diversos lugares, son sus interlocutores. En otros, el diálogo solo ha desembocado en tediosos documentos conjuntos que, salvo alguna excepción, no aclaran nada ni logran ningún acercamiento profundo. Por otra parte, en algunas comunidades eclesiales con las cuales parecía haber suficientes elementos comunes para intentar una cierta unión, se han tomado decisiones que, cada vez más, los alejan de la verdadera Iglesia, como la ordenación de mujeres -inválida, y teológicamente inadmisible- y, peor, la de homosexuales, directamente infame e inmoral.
Para peor, este llamado diálogo, en gente no preparada, ha producido una enorme confusión, ya que, viendo a representantes de cuanta superstición, error o idolatría andan sueltas por el mundo rezando junto con los católicos, el cristiano poco instruido y el no cristiano pueden llegar a pensar que todas las religiones son iguales.
Esto se ve agravado por el hecho de que, en este tipo de encuentros, para lograr un lenguaje 'orante' admitido por todos, es necesario evitar cuidadosamente mencionar lo que nos identifica como católicos y, por lo tanto, lo que es rechazado por ellos. Y, cuanto más amplia la convocatoria, más verdades hay que silenciar. Finalmente, solo nos podemos poner de acuerdo en un vago moralismo, en donde ni siquiera se puede defender todo el espectro de la ética y la ley natural, como, por ejemplo, la ilicitud del divorcio o de la poligamia, y tantos otros aspectos puntuales en los que no todas las falsas religiones están de acuerdo.
Esta mentalidad ya entra de tal manera en el espíritu de muchos obispos y predicadores que, cuando se trata de hacer declaraciones públicas, pocas veces se tocan los temas que son propios del evangelio, haciendo solo mención, por ejemplo, de 'la corrupción', de la plaga de 'la familia destruida', de 'la injusticia social', y otros tópicos que más pertenecen al orden de lo político, que a los específicamente cristianos.
El problema de la apostasía, de la falta de fe, de la descristianización, de la ignorancia de los católicos, de la disminución del número de cristianos practicantes, de la deserción de los sacramentos, del desconocimiento de Cristo y de Su llamado a la salvación y a la Vida eterna, suelen ser, en aras del diálogo con todos, olímpicamente dejados de lado, o mencionados a la pasada.
Pero esto resulta gravísimo. Porque lo específico del cristianismo y del misterio de Cristo de ninguna manera consiste en la construcción de 'una sociedad más justa' y, mucho menos, 'democrática', ni en la 'formación moral de los individuos', sino en el anuncio del acontecimiento estupendo de que, con Jesús, Dios ha introducido en la historia -para ponerla a disposición de todos aquellos que se acerquen a él con fe- su propia Vida. Lo que se llama la vida 'sobrenatural', la vida de la 'Gracia', la 'Gracia santificante'.
La ética, la moral, dejadas a si mismas, no sirven nada más que para lograr, quizá y no siempre, en el mundo de lo humano, un vivir más ordenado, pacífico y feliz, pero, de por si, son incapaces de llevar al hombre más allá de lo humano, es decir, más allá de su inevitable caducidad y muerte.
El cristianismo no es una moral: es la oferta que Dios hace, en su hijo Jesucristo y su prolongación en la Iglesia Católica, de su propia Vida; ella sí plena, infinita, desproporcionada a cualquier posibilidad del hombre, capaz de sobrevivir al deterioro de la fisiología humana, y, últimamente, de resucitar lo humano, elevarlo, santificado, divinizado.
Por eso el citado documento Dominus Iesus bien distingue entre las 'creencias' que hacen a la adhesión de la gente a las diversas ofertas religiosas del supermercado de los obscuros intentos del hombre por acercarse a lo divino, y 'la fe teologal' exclusiva del cristiano, y que lo conecta infaliblemente con la central de energía sobrenatural y divina de la Gracia.
Tener la Gracia o carecer de ella es lo que hace a la diferencia abisal que puede encaminar al hombre a la Vida Divina -inmortal, trinitaria, plena- o a la atrocidad de la Muerte definitiva, de la pérdida inconsolable del acceso a la felicidad de Dios.
Por eso el gran enemigo no es la inmoralidad, ni la injusticia social, ni la violación de los derechos humanos y otras banderitas que se agitan por ahí, incluso en nombre de Cristo, el gran enemigo es el pecado, la pérdida o la carencia de la Gracia, de la vida sobrenatural. El quedarnos librados a nuestras puras fuerzas y posibilidades humanas.
Los actos perversos, ilícitos, malos, inmorales, deterioran al hombre y a la sociedad, pero, en si mismos, no tendrían más importancia que hacer más dura la vida de los hombres, si no fuera que, para el cristiano elevado por la fe y por la vida sobrenatural, cometidos libremente, implican, al mismo tiempo, la pérdida de la Gracia. ¡El volver a quedar en manos de nuestra fisiología y psicología humanas; el regresar al estado mortífero de lo no agraciado ni vivificado por el Espíritu de Cristo!
En realidad todo hombre nace desposeído de la Gracia, de la vida sobrenatural. Los genes que transmiten los gametos solo pueden transmitir vida humana; de ninguna manera Vida divina. Son complejas programaciones capaces de construir -con la ayuda del material suministrado, a través del ombligo, por la madre- un ser corpóreo dotado de estómago, brazos y manos, corazón, cerebro, ojos... Pero nada más. Su única diferencia con el resto de los animales no humanos es que su cerebro está capacitado para abrirse libremente a los demás, al mundo, al ser en general y por lo tanto, a Dios ¡si a Éste se le ocurre acercarse, para ofertarle su propio vivir! y aceptarLo, en diálogo de fe y de amor, transformado, desde ese momento, en caridad.
Más aún: ya sabemos que el único motivo por el cual Dios crea al hombre y, en el desarrollo maravilloso del universo, lo ubica como la obra suprema de su evolución, es para poder tener a quien regalar su Vida divina.
Y también sabemos que es el Bautismo el que permite esa transformación, ese milagro, de hacernos pasar del vivir puramente humano al imperecedero existir de Dios.
Por eso decimos que todo hombre, antes del bautismo, se encuentra en estado de pecado. No solo zaherido por sus encontradas herencias genéticas, reptílicas, límbicas, sino influido, casi seguramente, por programaciones culturales y familiares no siempre rectas -[buen descubrimiento del psicoanálisis es haber señalado todo lo de artificialmente inconsciente bebido en la niñez que grava, luego, el actuar adulto del hombre]-. Solo, pues, el Bautismo, y, luego, la educación en la fe y en las virtudes evangélicas, podrán elevar al hombre de su claudicante condición humana, pecaminosa, insidiada por 'la serpiente' -símbolo de lo puramente natural-.
Eso es lo que predica la Iglesia, no cualquier 'moralina', no solo imposible de cumplir con las solas enfermas fuerzas humanas, sino, de por si, ineficaces e inútiles para todo lo que se refiere a la vida de la Gracia.
Pero, a esta condición común de todos los seres humanos -la de nacer en estado de pecado, carentes de la Gracia- escapan dos excepciones. Precisamente la de Aquellos que debían ser los mediadores de la Gracia divina ofrecida a todos los hombres. Divinamente predestinados y, por ello, libérrimamente dueños de si mismos, para asumir la misión, para ser los portadores del Espíritu, los dadores de la Gracia, de la Vida divina, de la existencia sobrenatural, de la Gracia santificante.
Ellos han sido, por la Gracia de la Unión Hipostática, Jesús, el Cristo, y, por la Gracia paralela de la Inmaculada Concepción, la Santísima Virgen María.
Ellos son, de entrada, el hombre -varón y mujer- plenamente realizado, elevados, llenos de Gracia.
María, desde el primer momento de su concepción, tan pronto en la matriz de Ana se unieron uno de sus gametos con otro de Joaquín, en vistas a su libre y permanente acto de libertad y de entrega concentrado en la frase 'hágase en mi según tu palabra', desde ese mismo instante, es aGraciada, elegida por Dios, como la primer mujer del Nuevo Hombre que, con su hijo Jesús, darían nacimiento a la consumada humanidad.
Jesús y María son el ser humano llevados a insuperable perfección. En ellos se realiza privilegiadamente el desbordarse del amor de Dios tratando de regalar al hombre su propio divino Vivir. Todas las líneas ascendentes que, en la materia, desde hace 17.400 millones de años, convergen hacia la aparición del hombre, hoy alcanzan su plena realización -acabada totalmente en la Resurrección y la Asunción- en la Concepción de la primera Mujer llena de Gracia: la Inmaculada, la Madre del varón 'lleno de Gracia', unido a Dios.
Tanto la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María como la de la Anunciación -la concepción (inmaculada) de Jesús-, nos remiten al maravilloso misterio, acaecido en lo oculto de un vientre de mujer -el de Ana y el de María-, de la unión de lo humano con lo divino. El misterio, pues, de nuestra Redención, que se hará luminoso, epifánico, visible, la noche de Navidad, a la luz de la Palabra hecha carne adormecida en los brazos de María.
Y estallará gozoso para siempre cuando Ellos, Jesús y María, cabezas de la nueva humanidad, vencedores de la serpiente, junto con sus elegidos, en los nuevos cielos y la nueva tierra de la Resurrección, vivan sempiternamente el alborozo sin límites de la divina felicidad.