LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/77)
Lc 1, 26-38
En El Banquete de Platón, cuando el personaje Aristófanes expone su teoría del amor, describe el conocido mito del andrógino. El ser humano original –afirma- contaba con cuatro piernas, cuatro brazos, dos caras, dos sexos. Pero, como así resultaban demasiado fuertes y poderosos y por tanto adversarios peligrosos de Zeus y los dioses, éste, para debilitarlos, mandó cortarlos en dos, naciendo así el hombre y la mujer actual. De allí que, desde entonces, estas dos mitades sienten constantemente el deseo de volver a unirse, de recomponer la perdida unidad.
Es verdad que, para Aristóteles y otros pensadores, el prototipo del ser humano era el varón. La mujer, en cambio, un ingrato accidente de la naturaleza, un ‘varón fallido’ –‘mas occasionatus’-. Es verdad también que en muchas civilizaciones esta manera de pensar se concretó en formas sociales aberrantes en donde la mujer era –y lo es aún en algunas sociedades y falsas religiones- considerada como un personaje de segunda categoría, con derechos no digo distintos, lo que podría estar bien, sino inferiores a los del hombre, incluso propiedad o esclava de éste. Tolerada solamente por su único importante servicio que era el de engendrar varones. Sin embargo, aún en medio de estas deformaciones del pensamiento, suelen encontrarse afirmaciones y prácticas en donde queda claro que el varón sin la mujer es incompleto, que el hombre es ‘varón’ y ‘mujer’. Lo que expresa justamente el mito del andrógino.
Esto lo aclara definitiva y paladinamente la Biblia cuando al encuentro de sociedades que despreciaban a las mujeres afirma, al comienzo del Génesis, hablando de la creación del hombre: “Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó, macho y hembra lo creó”. Ambos de igual dignidad, ambos cargando conjuntamente sobre sus espaldas la responsabilidad de llevar adelante la esencia humana.
El hombre no es solo Adán, el hombre es Adán y Eva. Y cuando la Biblia descubre en la sociedad la concreta situación psicológica y sociológica de inferioridad de la mujer con respecto al hombre, la atribuye no a la constitución primigenia y esencial de la raza humana, sino al pecado. Etiológicamente la refiere como castigo del primer pecado. La famosa maldición “con trabajo parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará”.
Pero el hecho es que ‘hombre’ no es solo el individuo masculino sino conjuntamente el femenino. Cada género con sus particularidades biológicas, morfológicas, psicológicas, pero ambos complementándose, enriqueciéndose mutuamente, iguales en dignidad.
El varón necesita de lo femenino. La mujer de lo masculino. Sociedad de ambos. Y es así que ambos sexos son el hombre: el Adán y Eva que Dios creó.
Pero que aún hoy permanece entre nosotros la mentalidad de que el verdadero ser humano es el varón lo demuestran harto ciertos movimientos feministas actuales y ciertas pseudo-conquistas de la mujer, que, en lugar de afirmarse en su idiosincrasia femenina que es lo que constituye su riqueza –defendiendo por supuesto sus derechos como personas tantas veces vulnerados-, se precipitan entusiastas a copiar actitudes, a adoptar oficios, a realizar tareas propias del varón. Sin darse cuenta de que, por una parte, siguen así halagando el faso orgullo del macho y, por la otra, hiriendo mecanismos delicadísimos de su constitución psíquica y biológica y por ende sacudiendo engranajes fundamentales de la humana sociedad.
¿Qué vamos a hacer en una ciudad deshumanizada vaciada del principio femenino –éste reducido quizá a su parte más grosera: la pura atracción sexual-?
No: en igualdad de básicos derechos, varón y mujer deben vivir como tales y solo así podrán enriquecerse mutuamente y configurar íntegramente lo humano.
Pero no solamente lo humano y natural, sino también lo sobrenatural. Porque, en el proceso de acercamiento y diálogo de Dios al hombre que culminará en la Encarnación, Dios respeta la manera específica de nuestro ser de hombres. Y cómo lo hemos ya dicho, esto se afirma claramente desde el principio en el Génesis. Y cuando el hombre, ensoberbecido, se alza contra Dios, se declara autónomo, se cierra en su inmanencia, no es solo el varón quien peca sino que son Eva y es Adán.
Y quien recorra aún ligeramente la Sagrada Escritura, podrá darse cuenta de que los hechos de la historia de la Salvación no son protagonizados providencialmente solo por varones sino que, en su línea, es tanto o más importante el papel de la mujer, desde Rebeca y Raquel, pasando por Ruth y Judith, por Salomé, hasta las grandes mujeres macabeas. Historia de gracia y de pecado, historia de lealtades y traiciones, historia de sumisiones a Dios y rebeldías, siempre varón y ‘varona’ –como le llama la Biblia- representando ambos la grandeza y la bajeza del hombre, la permanente lucha entre el no del hombre y el don de Dios.
De allí que, cuando en su intervención definitiva Dios ofrece al ser humano la posibilidad plena de la salvación, no es solamente el varón a quien se la ofrece, ni por medio de quien la realiza, sino también y conjuntamente a la mujer.
Así, si Adán y Eva representan la autoafirmación soberbia y desmedida del hombre en el pecado y por tanto su condenación, así no solamente Cristo, sino Cristo y María, son los supremos representantes del hombre abierto a Dios, los protagonistas por antonomasia de la salvación.
Adán y Eva, Cristo y María, son dos pares contrapuestos que de ninguna manera pueden escindirse. Tal lo entendió siempre la santa Iglesia. Cristo, el nuevo Adán. María, la nueva Eva.
Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción.1628-1630, Prado, Madrid, Francisco de Zurbarán
Es verdad que Cristo es Dios y María no es confesada por la Iglesia como Dios, pero esto de ninguna manera dice nada en desmedro del sexo femenino, yo diría antes bien, al contrario. Jesús, en cuanto hombre, no es sino hombre. María, en cuanto mujer, es madre de Dios.
Más: Cristo debe su ‘ser Dios’ a María, la mujer. María debe su ‘ser madre’ solo a Dios.
Más todavía: es la mujer, María, no el varón, quien se hace voz de la humanidad para responder a Dios. Es Ella quien habrá de enfrentar la tremenda responsabilidad de decir ‘sí’ o ‘no’, ‘hágase en mí según tu palabra o no se haga’, en nombre de todos.
Cuando Jesús en Belén se refugia, pequeño, impotente y lloroso, en los brazos de María y hasta el momento de comenzar su vida pública, ya hace tiempo que su madre, en su ‘sí’ silencioso de entrega y donación ha ‘previvido’ al hijo la obra de la Redención.
Y así pues como por más que brille el sol y caiga la lluvia nada germina y florece sin la tierra, así como aunque brame el padre no hay hijo sin la madre; así no hay salvación, no hay Cristo, sin María.
El hombre viejo nace con Eva y con Adán. El hombre nuevo con María y con Jesús. Ellos son el comienzo de una nueva línea genealógica que, más allá de lo puramente humano, más allá de la carne y de la sangre, va engendrando al nuevo pueblo de los hijos de Dios.
Y si la línea de Adán y Eva engendra al hombre cerrado en sí mismo, en el pecado; Cristo y María lo abren a Dios, lo abren al amor sobrenatural.
Y si Adán y Eva los paren a la tierra, Cristo y María los conducen a la eternidad.
Cristo, pues, y María, son el inicio de la nueva Creación, la del hombre pleno y definitivo. Inauguran la línea de la gracia, de la superación de lo natural y, por eso, ninguno de los dos lleva pecado. Los que debían exceder a Eva y Adán y llevarnos a la Jerusalén celestial no podían ni por un instante estar sometidos al pecado.
El comienzo absoluto, la novedad total, la buena nueva de la creación del prístino linaje, de la estirpe de los redimidos, superando infinitamente a la humana estirpe, exigía la creación inmaculada de los iniciadores de la nueva humanidad. De allí que Cristo es sin pecado, de allí que María, la nueva Eva, la nueva Mujer, también lo sea.
Esto es lo que proclama el dogma que hoy festejamos de la Inmaculada Concepción. Desde el instante mismo en que los cromosomas de Joaquín se unieron a los de Ana para gestar a María, ella fue preservada del pecado. Ni un instante, ni un suspiro, ni un batir de pestañas, pudo el pecado echar su sombra sobre María. Desde su concepción María está con su pie aplastando la cabeza de la serpiente.
Y por eso hoy, alborozados, más fuerte que nunca, le aclamamos “¡Llena de gracia!”
Y por eso hoy, más que nunca, volvemos confiados a Ella nuestra mirada.
Y por eso hoy, más que nunca, le decimos “María, Madre nuestra, qué bella eres, cuánto te amamos”. “Ruega por nosotros Santa Madre de Dios”.