LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/85)
Lc 1, 26-38
Primera Misa Cristián Ramírez;
"Que se cumpla en mí lo que has dicho”. “Hágase en mí según tu palabra” -“… kata to rema sou ‘dice el griego-. Y así se marcó, en la aurora de los tiempos definitivos, el surgir de la ‘nueva mujer', del ‘hombre nuevo y acabado' para el cual Dios crea el universo y hacia el cual encamina todos los hilos de la historia.
¡Ah loca Eva que vives en cada uno de nosotros y en lugar de escuchar la voz del mensajero celeste –como María- prestas oídos a los cavernosos y aromosos susurros de la serpiente de la tierra! Porque Eva no es tan solo la mujer, ni alguien que existió allá lejos y hace tiempo: es el oído permanente, la atención innata, el impulso pertinaz y obcecado que lleva constantemente a nuestra naturaleza a volver la atención al canto desentonado de la serpiente.
El mundo de hoy, desnudo de poesía y vestido, sólo sabe de definiciones prosaicas y literales, y de algoritmos de números y códigos binarios. Ha perdido la inteligencia de la realidad que presta el antiguo recurso de los símbolos. Por eso resulta a tantos difíciles de entender los primeros capítulos del Génesis. Y más cuando ciertos símbolos han adquirido ya una explanción unívoca. ¿Qué cristiano hoy entenderá, por ejemplo, que el símbolo de la serpiente dice mucho más -y quizá también algo menos- que su tradicional identificación con la figura, por otra parte no siempre bien entendida, del demonio?. ¿Qué cristiano de hoy no siente por la serpiente una repulsión instintiva y llana y no comprende cómo reptil tan desagradable y diabólico puede convertirse en motivo de tentación para nadie?
Pero, precisamente, el relato bíblico condena a la serpiente; y la muestra como origen de mal y de muerte, porque esto no estaba de ninguna manera claro en los esquemas culturales de la época. Bien por el contrario, en la simbología religiosa universal, la serpiente es una figura metafórica ambigua que, las más de las veces, adquiere significado bueno, positivo.
Y, antes que nada, porque la serpiente, que todas las primaveras muda de piel y la deja de lado como un cadáver del cual vuelve a resurgir nueva y brillosa, la serpiente es símbolo de la vida natural que se renueva. De la vida, fíjense, no de la muerte.
Además es el prototipo del animal terrestre, telúrico, ctónico, siempre en estrecho abrazo con la gran Madre, la tierra fértil, la naturaleza fecunda, desde dónde se alza –como entre los egipcios- ofreciendo en la boca la cruz ansada(1), ideograma jeroglífico de la vida.
O la serpiente que se muerde la cola, confundiendo el ‘principio' con el ‘fin', símbolo del ‘eterno retorno', de la metempsicosis, de la confusa e impersonal inmortalidad que pueden ofrecer las solas fuerzas del cosmos. Y las espiras de la serpiente alrededor del árbol nos hablan justamente de ese recorrido indefinido y perpetuo de las existencias en el mundo. Tal como lo hacen alrededor del Ónfalos délfico, o su habitación en los templos de Esculapio, o en las dos serpientes del caduceo de Hermes-Mercurio, que, aún hoy, en algunas partes se usa de logotipo de farmacia y de medicina.
Y hasta en la Biblia , la serpiente de bronce que Moisés erige en el desierto, da la vida a quien la mira. Imagen que aún el evangelio de Juan supo aprovechar para hablar nada menos que de la fuerza vivificadora del Jesús elevado en la cruz.
Y hay que hacer notar que, en arameo, -idioma de Cristo y tan afín al mundo bíblico- a la serpiente se la llama con un nombre: jiuá, que significa “vida” o “hacer vivir”, y que tiene exactamente la misma raíz etimológica que el nombre 'awá , ‘Eva', madre de los vivientes. Lo cual nos habla de la cercanía del papel simbólico que desempeñan la serpiente y Eva, en la reflexión de Génesis.
Pero más, la tierra donde se oculta la serpiente, es también el gran depósito de la sabiduría siempre asociada a la profundidad, a la oscuridad, al misterio. Aún la palabra griega ofis –de allí, ‘ofidio'– es afín a ‘ sophia ', sabiduría. La falta de párpados sobre los ojos, su vista penetrante y sus movimientos impredecibles y sinuosos, hacen de la serpiente un animal prototípico de la ciencia oculta y esotérica, de la alquimia y de la cábala, del saber por medio del cual el hombre pretende hacerse Dios.
La serpiente es, pues, símbolo de las fuerzas de la vitalidad cósmica, de las energías pulsantes de la materia, del verdecer y latir de cloroplastos y hemoglobina, de luchas por la supervivencia, la selección y el crecimiento, de aullidos animales que, desde el paleozoico, se disputan territorio, comida y hembra. Y es también símbolo de la chispa de luz que, en la línea de los primates, Dios enciende un día en el encéfalo del “homo sapiens”. Luz que lo embriaga de autocomplacencia, a pesar de que apenas aflora en el inmenso piélago de sus instintos, de su subconsciencia y de sus programaciones ancestrales. Luz que, en lugar de abrirse a las luminosidades para las cuales fue hecha, se encabrita en su tenue esplendor y se goza en las regresiones a etapas superadas, en el manejo inestable de sí mismo, de la naturaleza y del hombre; y hasta se declara autónoma. Eso simboliza la serpiente, y el árbol y sus frutos.
Y eso cuando todo este despliegue de la creación había sido realizado en orden a un crecimiento superior y esa luz que definía al hombre como ‘sapiens', como animal ‘racional' no era sino su condición de ser capaz de acceder a Dios, de abrirse a su regalo, a su palabra, a su vitalidad.
Pero a la Vitalidad y palabra de Dios recibidas el hombre prefiere la falsa vida que le ofrece la serpiente, la oscura ciencia que le susurra a sus oídos de Eva. En el fondo: a la Vitalidad de Dios otorgada, el hombre opone la vitalidad que él mismo, sus fuerzas y su ciencia pueden conseguir.
Pero la serpiente es un animal sinuoso e inasible. La vitalidad que ofrece, la sabiduría que dice poder transmitir, en el fondo son muerte y oscuridad. La naturaleza por ella simbolizada puede darnos sin duda muchas cosas, pero, si creemos que en ella podemos detenernos, que ella es capaz de hacernos divinos, de satisfacer todas nuestras ansias y deseos, de responder a nuestras preguntas últimas y darnos verdadero saber, nos toparemos, tarde o temprano, con la brutalidad y la ignorancia, con Caín y con Babel, con la enfermedad y la ineluctable muerte.
Porque la naturaleza arrastra reptante, en el espacio y en el tiempo, la ponzoña de su propia finitud y caducidad. La serpiente pelecha, pero lo mismo muere. Es engaño que su piel sea su cadáver, es engaño que mordiéndose la cola vencerá a su límite. Su pseudoeternidad no es más que la oscuridad final que apagará todas las estrellas, silenciará todas las frecuencias y aplanará todas las ondas.
¡Vuélvete, loca, insensata Eva, a la serpiente! Ella no puede darte sino veneno, y acechar constantemente tu talón.
Pero no es desde la serpiente, desde la pura naturaleza y de su corta sabiduría y menguadas fuerzas vitales, que el hombre habrá de realizarse. No por babélico intento, titánico asalto, el hombre alcanzará su plenitud. Es entrando en comunión filial y amical con el origen de toda felicidad cómo el ser humano, cómo cada uno de nosotros podrá acceder a la Vida que solo Dios, no la serpiente, puede dar.
Y, si hay mucho que conquistar en este mundo para hacerlo mejor plataforma de lanzamiento hacia el Señor y posibilitar el enamoramiento de muchos, lo definitivo, aquello para lo cual hemos sido creados, solamente lo podemos obtener recibiéndolo de Dios, como gracia, haciendo de nosotros una pura mirada, ofrenda, sacrificio, hacia Él. Porque, como Dios no cabe en nosotros, la única manera de poseerlo es zambullirnos, extasiarnos, en Él.
Pero nadie nace en éxtasis, totalmente arrojados hacia Dios. La cultura, el ambiente, la naturaleza, antes de recibir la gracia, es serpiente que nos imanta, nos enceguece, nos engaña, nos seduce. La libertad de hacernos verdaderamente personas está como aherrojada por todas estas pulsiones de afuera y de adentro, conscientes e inconscientes, que forman nuestra idiosincrasia aún antes de haber podido ejercer el primer acto deliberado.
Nacemos en poder de la serpiente, en nuestra pura e incapaz naturaleza, para peor, tarada luego por los defectos de nuestra educación y por el peso de culturas tantas veces no cristianas y hasta anticristianas. Dicho de otra manera: nacemos en estado de pecado.
Solo hubo una persona que, desde siempre, fue totalmente persona, liberada de la serpiente, liberada del estado de pecado y signada desde el vamos por la gracia. Nunca su libertad fue herida por la inercia de la serpiente, sino que fue un continuo crecimiento en la comprensión y acto de su propio éxtasis hacia Dios. No solo porque debía constituirse en ejemplo perfecto, contrapuesto a Eva de la que escucha al mensajero celeste y no al astuto mandadero de la naturaleza cerrada en sí misma. Es la que libremente acepta la palabra divina y no la que declara su autonomía en el ‘conocimiento del bien y del mal'. Ella misma, mujer, debía ser, con su hijo Jesucristo, varón, la perfecta humanidad elevada a Dios, desde donde se irradiarían a los hombres todas las gracias necesarias para lograr la plenitud.
Inmaculada Concepción. Privilegio de María, pero, a la vez, tremenda responsabilidad. Nosotros siempre tendremos la excusa de nuestra flaqueza, de nuestra condición adámica, évica, serpentina. Ella no. Ella fue un puro acto de libertad entregada, muerta a sí misma, regalada voluntariamente.
Pero es allí, en ese despojo, en ese estar frente a Dios en puro recibir, en la impotencia humana de la virginidad, en la oscuridad de la fe, donde Dios puede, ahora, ‘encarnar' Su Verbo, hacerse hombre. Y, por medio de esa inefable unión, derramar sus gracias a la humanidad, elevarla de su naturaleza desviada y destinada a la muerte, sanar las heridas de la serpiente.
Sí, tonta Eva, podrás ser como dios, tal cual te lo dice la serpiente y como claman el desesperado miedo a la decadencia y a la muerte de tu naturaleza, como lo exigen los horizontes de infinito que quiere iluminar tu chispa de inteligencia y de razón, pero no por tus propias fuerzas e inteligencia –como te sugiere la voz ronca y altiva de la serpiente. No a partir del árbol que hunde sus raíces en las energías del cosmos, sino a partir de la humilde aceptación del don: “Que se cumpla en mi lo que has dicho”; “hágase en mi según tu palabra”. Desde el fruto del árbol de la Cruz.
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Es desde esta perspectiva como puede llegar a entenderse en parte la profundidad luminosa y a la vez enigmática de la Iglesia y del sacerdocio cristiano.
Como Vds. se darán cuenta, quien hoy preside esta celebración de la santa Misa es alguien a quien la mayoría de Vds. conoce, al menos de haberlo visto durante muchos años ayudarme en las celebraciones de esta capilla del Carmelo. En una ayuda que era prolongación de la que, como pequeño acólito de pantalones cortos, junto con el bandido de su hermano –que también será sacerdote el año que viene- me venían prestando cuando yo estaba de vicario cooperador en la parroquia de San José de Flores.
Anteayer fue ordenado sacerdote. Y yo podría decir muchas cosas de él y de los suyos. De esos sus padres ejemplares que me enseñaron cómo una verdadera familia cristiana -a pesar del ambiente corrupto y de la televisión y de los diarios y de los mass media y de tantas cosas a las cuales muchos padres echan la culpa para quitarse la responsabilidad de no haber sabido educar a sus hijos- es capaz de formar verdaderos hombres e hijos de Dios.
Y también debería agradecer a esos padres no solo por sus hijos, sino porque también para mí, durante todos estos años han sido apoyo cristiano, crítica amical, e invariable ejemplo de sentido común y alegría en Cristo. Ciertamente podría contar muchísimas cosas respecto al nuevo sacerdote que hoy celebra aquí su primera Misa, porque, en el cariño que le tengo, su sacerdocio y su persona están muy estrechamente vinculados a mí y, cualquiera que me conozca, se dará cuenta del orgullo y contento que siento por él.
Pero no quiero detenerme en detalles personales que, a gran parte de Vds. no les dirán nada y que, en el fondo, desaparecen frente al misterio del sacerdocio en sí. Tengo que olvidarme de Cristián Ramírez y aprender a ver al Padre Ramírez, al sacerdote. Uno de los tantos que, a través de una sucesión bimilenaria que no pasa por la carne y por la sangre, sin dinastía ni estirpe, al modo de Melquisedec, no a la manera de los descendientes de Aarón o de Leví, en el misterio de la virginidad fecunda del sacerdocio católico, a la manera de María, por el espíritu santo, vienen prolongando, en la historia, el llamado del ángel, la lucha contra la serpiente, la voz y los gestos y la fuerza del Dios hecho carne en Jesús.
Porque es por medio de hombres cómo Dios sigue amplificando en el tiempo la obra de la encarnación. Es la Iglesia -laicos y religiosos, familias cristianas y sacerdotes- quien, en el mundo, tiene que seguir llevando adelante la obra de Jesús.
Pero al sacerdote toca una función especialísima. Si a todos, como a María, corresponde abrirse en aceptación, humildad, ofrenda y éxtasis a la palabra y fuerza vivificante de Dios, al sacerdote corresponde especialmente ser el mediador de esa palabra y fuerzas. Porque Dios no nos habla telepáticamente, ni por medio de ambiguas apariciones, ni nos insufla confusas fuerzas carismáticas en fervores y entusiasmo histéricos o en sentimientos espontáneos de excitación, ni ha quedado congelado en un libro escrito hace muchos años.
Dios ha querido seguir comunicando su Vida divina a través de hombres, de sus palabras y de sus gestos. Y, aunque ellos comparten en todo, con el resto de los hombres, la condición humana –aún el pecado, a diferencia de Jesús-, ya que un día aceptaron vaciarse de sí mismos –como dice la estampa del P. Ramírez- y adelantaron un paso para hacerse del todo de Jesús, por eso el Obispo, al imponerles las manos en la cabeza –“en nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo”- los ha apartado para Dios, los ha elevado al orden de la Vida divina, desde donde, ahora, a su vez, pueden regalarla a los demás.
Y vean, ya no es cuestión de sentimientos personales de Cristián. Él puede sentirse o no de Dios, él podrá o no ser fiel a esta su nueva condición, pero ya nada ni nadie le podrá quitar jamás su condición ontológica, constitutiva, de pertenencia al ámbito de lo sagrado, de lo divino, de lo sobrenatural. Podrá hablar y comportarse como hombre y como pecador –y lo comprenderemos porque somos todos hombres como él-. Pero siempre lo perdonaremos con tristeza, porque sabemos que ya no debería ser más puramente humano, y necesitamos, hoy más que nunca, que nos hable solo desde Dios.
Por eso hoy besaremos sus manos consagradas al final de la Misa, las del sacerdote, no las de Cristián. Manos de las que esperamos recibir las energías del mensajero del cielo no la de la serpiente. Manos que nos darán el Cuerpo de Jesús, el agua del bautismo, el perdón de nuestros pecados, la unción que nos fortificará gozosos en la lucha final… a pesar de que él pueda profanarlas con sus debilidades y pecados.
Y por ello, ¡cuánto debemos ayudar todos al sacerdote, pobre hombre y hermano pecador encargado de llevar la simiente divina! Porque no es de él la luz que han de predicar sus labios, la fe que tiene que enseñar, la ciencia que ha de tornar ridículo el saber anteojudo de la serpiente. Es luz que encandila y que está más allá de la sensibilidad de la retina humana. ¿Cómo no tolerarle que hable mediocre y que enseñe pobremente cuando la verdad que ha de transmitir es tan grande? ¿Cómo no excusarle si él mismo no vive como habla? Pero, no importa. No interesa el hombre. Si es fiel a la palabra de Cristo, es la verdad y la ciencia de Dios la que sale de sus labios.
De allí que tampoco nada valdrá si, en lugar de enseñar la fe, nos da sus opiniones personales, su propia ciencia del bien y del mal, o se mete en cosas que no le corresponden como ministro de Jesús.
Si, Padre Cristián, háblanos, háblanos de Dios y desde Dios. Pero sabe también que no necesitamos solamente tus conferencias, tus preparadas homilías, tus ‘palabras'. Necesitamos más –aunque comprendemos tristemente que no lo hagas-, necesitamos que vos mismo te hagas palabra, palabra de Dios, palabra con tu ejemplo, con tu entrega, palabra con tu caridad.
Padre Ramírez, danos también la fuerza de Dios, vos hombre de Dios ya, hombre sagrado. Pontífices, ‘hacedores de puentes', nos llaman. Porque, entre los romanos, legendariamente, construir puentes era tarea de los sacerdotes -herencia etrusca, parece-. Veían no se qué de sagrado en eso de unir orillas y salvar abismos.
P. Cristián -te pedimos- constrúyenos siempre el puente que nos permita salvar el abismo de nuestra nada, de nuestra naturaleza serpentina. ¡Condúcenos siempre a las orillas trinitarias! Pon los pies en el barro de nuestras miserias, de nuestros pecados, se indulgente con nuestras boberías humanas, comprende nuestras torpes risas y nuestras acerbas lágrimas, llora y ríe con nosotros, pero, al mismo tiempos, aférrate al cielo con tus manos, señálanos con tus ojos los horizontes dorados, llévanos a la verdadera Vida, la que viene del amor de Dios y no la que ofrece en su boca malévola la bífida lengua de la serpiente. ¡Ya hay tantos que nos llaman a la tierra, que imitan la voz insinuante de la víbora, abajan nuestros cuellos, desvían nuestras miradas!
Tu danos los sacramentos, ¡se vos mismo sacramento, puente, para los demás!
Mucho te pedimos, Padre Cristián. Pero vos diste anteayer tu libre sí. Y no tendrás más remedio que ser nuestro puente, en la tensión de las dos riberas, en el acechar tu talón de la serpiente, en el vértigo del abismo oscuro de la fe, en el peso y desgarro de los que transitaremos y hollaremos tus espaldas.
Sí, mucho te pedimos y mucho esperamos de vos. Pero también te prometemos que vamos ayudar con nuestra oración y nuestro fraternal apoyo y nuestros propios sacrificios… y también con nuestros reproches y quejas.
Y ahora, en el milagro de la Misa, cuanto tus labios transformen ante nosotros el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, vamos a pedir a Dios y a su santísima Madre, la Inmaculada Virgen María, que, al mismo tiempo, transforme tu corazón, para que nunca suenes a falso cuando al decir “Esto es mi cuerpo, esto soy yo” florezca en tus manos, por el poder de Dios, el corazón en trigo de Jesús.
1- Esa especie de cruz con un óvalo como extremo superior que aún usan algunas sectas anticristianas. Símbolo de la vida e inmortalidad puramente natural.