LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/86)
Lc 1, 26-38
Cuando, siendo yo un chico, mi padre me llevaba al zoológico, le gustaba contarme cuentos sobre animales –cuentos que él, a su vez, había escuchado de mi abuelo en similares circunstancias- como, por ejemplo, sobre el elefante y el por qué tenía trompa tan grande y al mismo tiempo una colita tan ridícula. Y me contaba que, cuando Dios estaba repartiendo las colas a los animales, los hizo poner a todos en fila dándole la espalda y Él les iba poniendo, a cada uno, su rabo. Cuando llegó el momento del elefante, éste, que era un bicho muy curioso, justo en ese momento, se dio vuelta para mirar y ¡pac! Dios le plantó la cola que le tenía preparada de acuerdo a su volumen en la nariz. Como ya el elefante era uno de los últimos en la fila y casi no quedaban más colas, la única que Dios pudo conseguirle fue esa que sigue usando ahora: chiquitita y desproporcionada, parecida a un plumero desplumado.
En realidad mi padre no hacía sino continuar una larguísima tradición que se hunde en el pasado de la humanidad y que es la de encontrar explicaciones legendarias -algo en broma, algo en serio- a hechos, sitios, personas y características. Como la leyenda de Faetón, entre los griegos, para explicar el color negro de los africanos. O los diversos cuentos sobre las rayas de las cebras o de los tigres. O los que explican el origen de ciertos lugares geográficos -como las columnas de Hércules-, o de santuarios famosos.
Los especialistas llaman a estas leyendas relatos ‘etio-lógicos'. De aitía , ‘causa', origen.
La Biblia no desdeña recoger estas leyendas, sobre todo en sus partes más antiguas y, transformándolas, da su mensaje religioso. Uno de los tantos ejemplos, las curiosas formaciones salinas que dieron origen al relato legendario de la mujer de Lot, que se convierte en sal al mirar para atrás desobedeciendo a Dios. O el de la escala de Jacob, para explicar la existencia del santuario de Betel.
Precisamente un relato etiológico de estas características, es el que recoge el antiguo pasaje del Génesis que acabamos de escuchar. ¿Por qué la serpiente no tiene patas, se arrastra y, aparentemente, come tierra con su lengua bífida? ¿Por qué esa repulsión instintiva del hombre con respecto a ella que le lleva -aún hoy en nuestros días- a intentar siempre matarla?, ¡y la experiencia terrible de este animal, que abundaba en Medio Oriente, y que inapercibidamente salta a morder al hombre en el talón!
Y el relato etiológico, explicatorio, corría de boca en boca, alrededor de los fogones nocturnos de los pueblos palestinos. De allí lo saca nuestro autor, allá, quizá, por los tiempos de Salomón, siglo décimo antes de Cristo, y lo integra en un relato más amplio, pintoresco, dándole más profundo significado. Intentando transmitir mediante su simbología, a su época, una enseñanza religiosa.
Enseñanza que, por supuesto, también es para nosotros. Pero, a nosotros, como estamos tan lejos de esos tiempos, mentalidad y categorías simbólicas, no nos resulta tan fácil entender el significado original de ese antiguo relato, ni de tantos otros que aparecen en la Escritura.
Para comprenderlos mejor es siempre preciso ubicar cada relato y pasaje de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en el ambiente original en donde cada libro, cada pasaje, fueron escritos. Tratando de averiguar cuál era el lenguaje, cuáles los símbolos, cuál la problemática de cada una de las circunstancias en donde y cuando hipotéticamente se escribió o reutilizó el relato.
Aunque la arqueología y la historia cada vez nos descubren más monumentos y escritos de la antigüedad que nos permiten, paulatinamente, una mejor comprensión de sus escritos, leer la Biblia con nuestra mentalidad del siglo XX, sin adaptarnos mentalmente a cada escritor, se presta, y de hecho se ha prestado, a muchas confusiones. La Biblia no es para cualquiera.
Pues bien, a grandes rasgos, el famoso pasaje del Hombre -hombre se dice ‘adám en hebreo y es tanto el varón como la mujer-, Eva y la serpiente, viene, como dije, de la época salomónica, cuando las primitivas tribus de Israel, más allá de su localismo, se ponen en contacto con el gran mundo. Después de creado el reino por David, éste conquista muchos territorios vecinos, entre ellos ‘cananeos' -o ‘fenicios' como les llaman los griegos-. Habiéndose transformado así en una pequeña potencia, descubre a sus vecinos, los grandes imperios de Egipto y Mesopotamia. Es, legendariamente, la época de más esplendor, poder y riqueza de Israel en toda su historia.
Pero ésto, para la antigua y sencilla religión yahvista, mosaica, representaba un peligro. Porque comienzan fácilmente a infiltrarse las ideologías de los pueblos integrados o vecinos, con toda la atracción de sus antiquísimos prestigios. Salomón, según esta tradición, se casa con princesas egipcias, cananeas, asirias –¡700 mujeres legítimas, 300 concubinas, dice la Escritura!- y todas ellas vienen con sus respectivos cultos paganos y supersticiones. El pueblo cae en la idolatría.
Para los observadores objetivos, la culpa de lo que pasa la tienen pues esas mujeres que le llenan la cabeza a Salomón. Pero la cosa es más compleja.
Recuerden la religión mosaica: Yahvé, un Dios que es distinto de la naturaleza, creador de ella y por lo tanto más poderoso que todas las fuerzas juntas de la natura y de lo humano. Él es quien garantiza la salvación de su pueblo, a pesar de la pequeñez y debilidad de éste. Su pueblo, para gozar de esta protección, ha de subordinarse a Dios en el cumplimiento de la Ley, tal cual una de las condiciones de la Alianza.
Las religiones paganas -egipcias, cananeas, mesopotámicas y las del resto de la humanidad- son todo lo contrario: Dios es la Naturaleza. Dios son las fuerzas de la tierra, de la naturaleza. Ellas son las que ‘salvan' al hombre con la fertilidad, la riqueza y el poder. Se personifican en las leyes de las sociedades humanas y en sus reyes. Para esas religiones, pues, el hombre no debe subordinarse si no a las leyes del rey y de las sociedades divinizadas. Y propiciar las fuerzas de la naturaleza por medio de la magia y los ‘ritos', que tratan de poner a esas fuerzas divinizadas al servicio del hombre.
Símbolo universal de esas fuerzas naturales -y que Freud ha caracterizado bien en su simbolismo fálico- es la serpiente. La serpiente es el gran símbolo de ‘lo natural divino', para los cananeos, los fenicios, que la adoran. La serpiente, como símbolo de poder, aparece muchas veces en la tiara que usan en la cabeza los faraones. O, también, como símbolo de divinización natural en antiguos sellos mesopotámicos. También lo era de inmortalidad. Todavía en épocas de Ezequías se conservaba en el templo de Jerusalén una serpiente de bronce que, como objeto de culto idolátrico, él manda a quemar.
Por supuesto que la serpiente no deja al mismo tiempo de ser un fetiche temible, ambiguo como el animal que representa. En el poema babilónico de Gilgamesh, 2000 años antes de Cristo, la serpiente que surge de las aguas es la que arrebata a Gilgamesh el fruto del árbol de la inmortalidad. Piénsese también, entre los aztecas, la serpiente emplumada, Quetzacoatl. O, entre los hindúes, Kundulini.
Justamente es este significado simbólico, siniestro, el que aprovecha nuestro autor para combatir a los cultos naturales, que ponen toda su eficacia para conseguir la prosperidad y la felicidad en las puras fuerzas de la tierra y del hombre. En la próspera y rica época salomónica, esta tentación representada por la serpiente de los cultos cananeos -en la corte por medio de las mujeres- está pervirtiendo la fe yahvista, mosaica.
Es aceptando la ley de Dios –quiere afirmar nuestro autor- y no insubordinándose para adorar este mundo y lo humano y el poder político, que el hombre logrará la verdadera felicidad, el paraíso, la plenitud para la cual fue creado. Cerrándose en la pura naturaleza, el hombre solo conseguirá la muerte, la desnudez, el recelo, la fatiga sin premio, la esclavitud.
El hombre no debe ceder a su debilidad –simbolizada en lo femenino- de buscar lo inmediato y lo aparentemente factible, sino poner virilmente sus esperanzas en Yahvé.
Porque lo que aparentemente -las manejables fuerzas naturales- es capaz de crear vida, placeres y riqueza, siempre termina en el desorden, la servidumbre y la muerte.
Y aquí se imbrica otro mito explicativo de la atracción y al mismo tiempo complementariedad mutua del varón y de la mujer. Porque , para la Revelación, contra antiguas concepciones depreciadoras de la mujer y que la cuentan -como aún todavía en muchos pueblos- como un bien más del varón, ¡casi un animal, un objeto! El relato dice ¡no! los animales no son verdadera compañía del hombre ¡ni la mujer ha de ser usada animalescamente! La mujer, como mujer, es la auténtica compañía, -afirma el mito- porque es su igual, porque es su costado, su mitad. El hombre es no solo varón, sino varón ‘y mujer'.
De todos modos, de alguna manera junto con la serpiente, la mujer es la gran representante de las fuerzas vitales de la tierra. La mujer, por medio del hijo, es la gran garantía de supervivencia. Es el símbolo mismo de la vida que se prolonga. La mujer y el hijo, en todas las antiguas religiones y aun en el reino animal, son la gran pareja que garantiza la persistencia de lo viviente, la salvación de la especie, la supervivencia de las sociedades.
Y por eso, la mujer, Isha , en hebreo, en este relato, recibe el nombre de Eva, ‘avvah , en hebreo, de la raíz ‘avá , vivir. (Raíz de donde también proviene el nombre de Dios, Yahvé, que quiere decir ‘el que vive', ‘el que existe', ‘el que es'.
Pero es curioso que la mujer – isha - reciba el nombre de Eva , ‘trasmisora de la vida', en el contexto de la afirmación de la pura naturaleza provocada por la serpiente. Como si el relato quisiera señalar que la salvación, la vida que es capaz de transmitir Eva y sus hijos, la mujer y su progenie, si cerradas en la naturaleza, en las fuerzas de lo humano y de este mundo, en el poder de la serpiente, en las riquezas de las naciones, será siempre acechada en su talón por esa misma serpiente, en su significación ambigua de mal inesperado y de muerte.
Y la vida transmitida por la mujer, engendrará siempre, si dejada a sí misma, ‘caines', constructores de torres babélicas, habitantes de Sodoma y de Gomorras, Lameks y candidatos al diluvio y, finalmente, siempre, muerte.
Pero, contra lo evidente, el autor bíblico sostiene fuertemente que el destino primitivo del hombre, el propósito creador divino, no es de ninguna manera la muerte, la fatiga, el odio, la guerra, el poder de los pocos sobre los muchos. Dios –afirma- ha creado al hombre para la vida. Y , lo dirá el Nuevo Testamento, una Vida que supera lo humano, porque es participación de la misma Vida de Dios, intuida simbólicamente por el autor véterotestamentario en el relato del Paraíso y de la primigenia familiaridad del hombre con Dios.
Es el cerrarse en lo humano, equivocarse y detenerse en lo cósmico, en lo terreno, en lo natural, en lo serpentino, lo que aparta al hombre de los planes de Dios y lo cierra en su destino puramente humano y, por ello, ‘inhumano', de muerte.
El verdadero hombre, el verdadero varón, la verdadera mujer y madre de los vivientes, no es el hombre, el Adán que se cierra en la inmanencia, ni la Eva que sólo puede transmitir vida adámica, acechada por la serpiente, sino la del hombre y la mujer totalmente abiertos a Dios, a la trascendencia, a su Gracia.
Históricamente, en la plenitud de los tiempos, esa final superación de lo humano e integración en lo divino, en lo trascendente, se da en el ‘nuevo hombre' y ‘la nueva mujer' o, como dicen los Padres de la Iglesia, el nuevo Adán y la nueva Eva que son Cristo y María Santísima.
Pero así como, de alguna manera, en el cerrarse a lo natural, lo femenino, Eva, símbolo de lo débil del ser humano, tiene una cierta prioridad temporal sobre lo varonil, en la Nueva raza humana divinizada que Dios recrea en Cristo y en María, primero es la mujer.
María, es su aceptación virgen, naturalmente infecunda, pobre, en su solo ponerse en manos de Dios sin recurrir ni confiar en ninguna fuerza de la naturaleza o de lo humano.
“ Hágase en mí según tu palabra ”. es ésta disposición de total apertura a Dios y desafirmación de sí misma la que la “llena de Gracia” y le posibilita ser verdadera Madre de Dios, porque madre de aquel, que también pura apertura al Padre –“hágase en mí, según tu voluntad”, “en tus manos entrego mi vida”- está unido a Dios, como dice el Dogma, mediante la hipóstasis del Verbo.
Es desde ese contexto y foco de irradiación de la unión hipostática de Jesús al Verbo -en cuyo ámbito se mueve al misterio de María la madre de Dios- es desde allí de donde nosotros, los cristianos, recibimos la Gracia para poder, a nuestra vez, superando lo humano, alcanzar la felicidad divina. Esa comunión trinitaria, preanunciada oscuramente como la definitiva vocación del hombre, como el primigenio propósito de Dios al crear el universo, en el relato simbólico del paraíso.
Con el Dogma de la “Inmaculada Concepción ”, hoy conmemoramos el nacimiento, en el seno de su madre Ana, de la que será la fuente de gracias maternas, femeninas, que junto con las viriles de Jesús, nos irán, poco a poco, -mediante la aceptación de nuestra fe y de nuestras obras- conformando a su imagen de hombre y mujer definitivos.
El Dogma de la Inmaculada Concepción afirma que, desde ese mismo instante de su concepción, María es la nueva Eva. Así como, desde el primer instante de su existencia intrauterina, Jesús es el nuevo Adán, el hijo de Dios.
Eso es algo que ellos no consiguen con su mérito porque, precisamente, es algo que está mucho más allá de lo que la naturaleza, la serpiente por sí misma, pueden conseguir. Ellos ‘merecerán', sí, luego, en sus vidas, en su pasión y muerte -en la cual María es corredentora- la Gracia de la Resurrección y de la Ascensión, y las que, desde su situación de Rey y Reina del Universo, cabezas de la Iglesia, nos alcanzan, varón y mujer, mediante nuestra fe. Pero así como la creación del mundo y del hombre es gratuita y precedente a cualquier merecimiento, también lo es la creación del Hombre Nuevo.
Hoy festejamos, pues, el nacimiento de la última maravilla de Dios, de la humanidad definitiva, de la nueva raza de la cual ellos serán, Madre e Hijo, los transmisores de vida. Adán y Eva, no aguijoneados por la serpiente, ni transmisores de caduca vida, sino nuevo Adán y nueva Eva pisoteadora de la serpiente, transmisores de una Vida que proviene de Dios, que ellos poseen desde el comienzo en máxima plenitud, y que nos alcanzan a nosotros, a través de la Iglesia. Iglesia a la cual, como varón y mujer, fecundan constantemente en nueva y definitiva Vida Divina.