Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/92)

Lc 1, 26-38

            En el relato que hemos escuchado en la primera lectura, compuesta hacia la época salomónica, es decir unos mil años antes de Cristo, es fácil ver la reminiscencia de un antiguo relato mitológico que, como en todas las concepciones no judeocristianas, veían en lo material, identificado con lo femenino, el origen de todos los males. Todos recordamos, por ejemplo, de nuestras lecturas juveniles, el famoso mito de Pandora, la mujer, que Zeus envía al hombre como castigo por haber querido robar el fuego del cielo mediante Prometeo. Es ella, la mujer, a la vez representante de la tierra, de la materia, la que desata so­bre el varón todas las calamidades que se derraman sobre el mundo.

            Esta concepción que tiende a identificar lo femenino con lo con­trario a la razón, con la pura sensibilidad, con la pasión, con la debilidad, y atribuir, en cambio, a lo masculino la inteligencia, la fuerza, la autoridad, es fruto de una trágica confusión que, desde los orígenes del pensamiento humano, se difundió por todas las culturas. Una desdichada ignorancia, recién esclarecida contemporáneamente por la fisiología moderna, parecía confirmar esta creencia de la inferioridad de la mujer, al hacer pensar que ella era pura receptora de la semilla del hombre. Lo único que hacía lo femenino era dar al germen puesto por el varón el nutriente, el material, pero ningún gen, ninguna información. Y, si algo salía mal, no era nunca culpa de la semilla viril sino de la mala tierra de la mujer. El varón, el padre, era el sol, el cielo, la luz; la mujer, la madre, era la tierra, la luna, la oscuridad. Y materia justamente, viene de 'mater', madre. El mal pues se originaba en la materia, representada por la mujer; el bien venía del espíritu, propio del varón.

            Estas concepciones han justificado el machismo y el sometimiento de la mujer en todas las culturas y falsas religiones no cristianas. Y huellas de eso quedan en cosas tan comunes como, por ejemplo, el len­guaje, aún en lo religioso. Dios no es varón ni mujer, sin embargo le atribuimos gramaticalmente el género masculino. Si he de hablar a mujeres solas, en español, les digo vosotras, pero si entre ellas aparece un solo varón, aunque haya mayoría de mujeres inmediatamente tengo que usar el vosotros. Aún en la Misa las mujeres se tiene que tragar que yo les diga "el Señor esté con vosotros", en masculino. Y todavía queda que la especie hombre, que es común al varón y la mujer, se atribuya antonomásticamente al varón y sea de género masculino.

            La primera cultura que, mediante la revelación, reivindicó la humana igualdad del varón y de la mujer fué la hebrea: "Y Dios creó al hombre -a 'ha adam', en hebreo-: varón y mujer lo creó." Eso está en el prólogo mismo de la Sagrada Escritura, como para evitar desde el comienzo todo equívoco, en el poema de la creación, del primer capítulo del Génesis, 500 años posterior al relato de la serpiente que hemos leido hoy.

            Pero ya en este relato, o cuento, o mito, aunque más antiguo, se ve como la mujer es valorizada en su igualdad con el hombre. Ella es el costado del hombre, la mitad complementaria del ser humano, y es frente a ella cuando el varón clama alborozado "¡está sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos!", no frente a los animales que le habían presentado antes.

            Aún así, es posible que, para componer este relato, el autor -como dije, de la época de Salomón- haya utilizado un mito más antiguo que, como el de Pandora, echaba a la mujer la culpa de los males del mundo. En realidad aún en nuestra narración algo queda de eso: es la mujer la que come primero y luego hace comer al varón. Pero el rela­tor, al introducir a la serpiente como la verdadera tentadora, ex­culpa, al menos en parte, a la mujer.

            Más aún, en lo que hoy hemos leído, hay como una burla al torpe intento del varón de echarle el fardo de la infracción a su compañe-ra, cuando el cuentista hace gimotear a Adán como un calzonudo: "La mujer que tú has puesto a mi lado, ésa me ha dado de este árbol". Bobamente no solo el varón acusa a la mujer sino que incluso está como acusando a Dios: "la mujer que Tu pusiste a mi lado". (En eso si que son maestros los varones, en el arte de no asumir sus equivocaciones y tratar siempre de culpar de sus yerros y fracasos a los demás.)

            Pero, en fin, el relato admite múltiples interpretaciones. Porque también es cierto que insinúa lo del inmenso poder que tiene la mujer sobre el varón. Por supuesto que no solo para mal. Todos conocemos el dicho de que "detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer". (Aunque la frase es todavía algo machista: no se ve porqué hay que po­ner a la mujer detrás.)

            Y así es: son las grandes madres, más que los grandes padres, las que producen los grandes hijos -o hijas-. El varón, el padre, cumple sobre todo una función modélica (para bien o para mal); pero es la mu­jer la que directamente esculpe el material del hijo, lo moldea, le da forma y consistencia (también para bien o para mal).

            Y no digamos nada de lo que la mujer significa para el marido: ayuda, apoyo, estímulo, fuerza, consuelo, ética; o todo lo contrario. En un influjo sutil que, aunque de alguna manera es mutuo, es más po­deroso desde la mujer al varón que desde el varón a la mujer. Una mujer puede ser una gran mujer aún con un marido felón y desastroso. Di­fícilmente un varón pueda ser un gran hombre con una mala mujer. Es más fácil que una mujer creyente convierta a su marido no creyente que al revés. Si un varón cristiano se casa con una mujer no cristiana es casi imposible que los hijos salgan cristianos. En cambio si la mujer lo es y el varón no, los hijos pueden serlo.

            El hombre podrá enfrentar muchísimas dificultades en el estudio, en el trabajo, en la profesión, si tiene una mujer al lado que lo apoya, que confía en él, que no rezonga, que no le exige, pero que a la vez lo alienta, que lo insta a ser más y no a ganar más, que no busca tontamente status social, puras mejoras económicas... Si al revés: es un tormento y una máquina de degradar y hacer infeliz a su marido.

            Es verdad que el papel de la mujer hoy tiende, en muchos rubros, a no ser tan definido como antes; pero estas cosas que acabo de decir -y muchas más que hoy no hay tiempo de desarrollar- siguen siendo fun­damentalmente válidas.

            Este papel determinante de la mujer en la realización del hombre, y cuando digo hombre, me estoy refiriendo al varón y a la mujer, está insinuado en nuestro relato, no solo en que, al fin y al cabo, se ad­mite que sea ella la que alcanza el fruto pecaminoso del árbol a su varón, sino que la esperanza de vencer la debilidad que lleva al extravío, a comer del fruto, y que está representada por la serpiente, no será llevada a cabo por un varón, sino por esa misma que ahora es ocasión de pecado: la mujer.

            Ella es la que ha hecho desviarse al hombre; pero es ella también la que será capaz de pisarle la cabeza a la serpiente, no el varón. Es la mujer -dice nuestro relato- la enemiga de la serpiente; es su linaje el que se opondrá al linaje de la víbora.

            Sin más que es este un texto fabulosamente feminista. El varón aquí aparece como un imbécil: es la mujer la que peca y hace pecar; pero también es la mujer la que vencerá al pecado y hará al varón va­rón.

            Esta intuición profética del texto de Génesis se ve finalmente realizada en María. Si Eva es el símbolo de lo que puede haber de imperfecto, vano, tentador y débil en toda mujer; María, personaje ahora real, no mítico, es el ejemplo de lo que, la que quiere ser mujer en serio, ha de tratar de imitar.

            Eva es la que ha querido declarar su independencia frente a Dios, promover un falso feminismo que, rechazando la palabra de Dios, in­tenta lograr una mendaz liberación. En este su extravío también arras­tra al hombre, a toda la sociedad y, en vez de encontrar la liberación que por caminos errados pretende, se encuentra -como luego dice Géne­sis- más sometida al varón que nunca. Algo así como cierto feminismo actual que, a la vez que intenta destruir los fundamentos morales de la familia, desterrando a la mujer de su casa, declarándola dueña de la vida de los hijos por nacer, la lanza a la competencia despiadada del mundo de los varones o la transforma -como nunca ha sucedido antes en la historia- en puro objeto de uso sexual.

            María es todo lo contrario. Es la que asume, totalmente, la pala­bra, el querer de Dios, en su vida. Toda su existencia es un tener por Norte el decir que sí a la voluntad de Dios. Aplastando firmemente con su talón la cabeza de sus debilidades, será la mujer fuerte que, aún frente a la cruz, permanecerá de pie. Y por esto es capaz de alcanzar a la humanidad, al varón, al marido y al hijo, no el fruto del árbol prohibido que lleva a la muerte, sino el fruto de su vientre virgen que da la Vida.

            Ella es, pues, la auténtica Eva, es decir la madre de todos los vivientes. A partir de esa su rectitud inmaculada, su acatar a Dios desde el comienzo y su aplastar sin defección a la serpiente, -que este es el sentido de la fiesta de hoy- ella se hace el contacto, el canal, por donde entrará en el mundo la vitalidad divina. Por eso es la "kejaritomene", la "llena de gracia", capaz de hacer llegar esa Vida a todos nosotros.

            Curioso y sintomático, en un mundo aparentemente dominado por los varones, que, para hacer ingresar en lo humano la dimensión divina, Dios haya tenido que pasar primero por la mujer. Pero ¿quién si no su Creador podía saber el tremendo poder de la mujer para corromper o promover a sus hombres?  En María lo usó para traer a la humanidad de­finitiva salvación.

            Quieran todas nuestras mujeres, madres, hermanas, esposas, hijas, novias, amigas, ser, no nuestras Evas corruptoras, enemigas, sino, como María, nuestras inspiradoras, nuestras dadoras de vida y fortaleza, para el heroísmo, para la grandeza, para la santidad.

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