Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/96)

Lc 1, 26-38

            En la cuarta escena de la magnífica versión de "El Oro del Rhin" que se está representando en el Colón, cuando Wotan, tentado por el poder, pretende negarse a entregar el anillo de los nibelungos a los gigantes, de pronto la escena se ilumina con una luz fantasmagórica verdeazulina y surge de la tierra, para convencerlo de que deponga su actitud, Erda, la diosa de la sabiduría, madre de las nornas que tejen los destinos de dioses y de hombres, elevándose del suelo como una cobra. De hecho, en alguna representación de Wieland Wagner, nieto del compositor, la identificación de Erda con la serpiente se insinúa incluso en el vestuario. Algo de eso hay en la puesta en escena del Colón.

            Es que, en el mito, siempre la tierra -Erda viene de Erde, earth- la mujer, tiene que ver con la serpiente. La serpiente suele ser justamente una de las representaciones de la madre tierra, su doble. Quizá porque vive siempre tan pegada a ella.

            Porque, contrariamente a lo que uno podría suponer, la antigüedad incluso bíblica, consideraba a la serpiente no como símbolo del mal, ni mucho menos, sino como divinidad dadora de vida. El hecho de que las víboras dejen su piel, pelechen, como renaciendo de su propio cadáver, las había transformado en signo de inmortalidad, de vida que surge de la muerte; sus ojos sin párpados, de mirada fija, le concedían imagen de perspicacia, de visión, de sabiduría; el que fácilmente pudiera formar reptantes anillos, incluso el que le sea posible morderse la cola, las convirtió también en la imagen del eterno retorno, el principio que se hace fin, lo último que se identifica con lo primero ...

            En el yoga, es la serpiente mística Kundulini, que sube por los chakras de la columna vertebral, y termina por asomarse en la frente como el tercer ojo, el de la sabiduría, la flor de loto. El ojo tuerto de Wotan.

            Y hasta bien entrada la monarquía se conservaba en el templo de Jerusalén, pacíficamente, una serpiente de bronce que recién el piadoso rey Ezequías mandó destruir como idolátrica.

            De hecho en la Biblia se conserva una antigua leyenda que justificaba la presencia de esa imagen en el templo. Se contaba que la había mandado fundir Moisés para curar a los hebreos que habían sido picados por víboras verdaderas. Y el mismo Jesucristo elevado en la cruz, es comparado por Juan a esa serpiente de bronce que daba la vida.

            Pero ya el viejo mito de la primera lectura del Génesis que hoy hemos leído ve con malos ojos a la serpiente. Hay que pensar que ese relato se compuso en la corte de Salomón en una época en la cual el sistema de alianzas y matrimonios del monarca hacía que el eclecticismo religioso imperara en Jerusalén. De las más abundantes del harén salomónico eran las princesas cananeas y egipcias. Y ya sabemos que tanto en Canaán como en Egipto la serpiente era considerado personificación de lo divino y como tal se le rendía culto.

            Todos conocemos la famosa tiara de los faraones, con la cabeza de la serpiente saliendo de su círculo hacia adelante prestándole su sombra divinizante; y recordamos también la famosa escena de los adivinos egipcios frente a Aarón transformando sus bastones en serpientes.

            El término hebreo nahash, para denominar a la serpiente, es homófono al término adivinación, de tal manera que el verbo adivinar, en hebreo suena algo así como serpentinar, viborear.

            Por otro lado, entre los cananeos, la serpiente -freudianamente- era también un símbolo fálico; representaba el poder generador y vitalizador de la naturaleza, la fecundidad progenitiva de la tierra, el poder vivificador de lo puramente terreno, biológico, humano. Los cananeos escandalizaban a los antiguos profetas con sus procaces y serpentinos cultos a la fertilidad.

            En su origen literario inmediato, pues, el relato de Génesis es una enseñanza que tiende a advertir a Salomón contra el peligro que en su corte representan estas mujeres extranjeras que se dedican a prácticas mágicas y al culto a la serpiente, y que están pervirtiendo al rey y a sus funcionarios. Salomón en el relato viene a ser Adán; Eva es figura de estas mujeres idólatras; la serpiente el símbolo de sus cultos falsos.

            Pero en su ubicación actual en la Escritura, después del poema mítico de la creación, el pasaje tiene una intención mucho más amplia. La serpiente no es simplemente el mitologema de esta o aquella representación religiosa, sino la representación del poder que surge de la naturaleza. De la naturaleza entendida como fertilidad de la tierra y de la vida; pero también la que se expresa en los poderes de la mente humana, de su consciente y subconsciente, de su ciencia y de su parpsicología, de su saber racional y de sus pseudopoderes carismáticos, paranormales, mediúmicos...

            La serpiente es la figura del hombre pretendiendo bastarse a si mismo, intentando lograr la vida con su solo saber humano, mediante el dominio técnico o mágico de la naturaleza, y negando, por consiguiente, la necesidad de toda directiva trascendente, de toda finalidad que vaya más allá de su universo y de su natura, de toda fuerza superior, de toda gracia. Es el hombre cerrado en si mismo, idolizado, divinizado, y manifestando esta su idolatría en negación o rebelión al Dios trascendente, al Dios que no se identifica con él ni con su conciencia, al Creador del universo.

            Pero. para la Escritura, este estado y querer del hombre, descansando, afirmándose a si mismo, es un estado trunco, incompleto, errado, ya que el ser humano se realiza no deteniéndose en si mismo ni con el solo poder de sus fuerzas, sino saliendo de si mismo, afirmando y tendiendo a Dios, con el poder de Su gracia.

            Errar en latín se dice peccare, pecar. Por eso a ese estado equivocado, trunco, se le llama estado de pecado.

            El relato afirma que, en su desvío, el hombre encuentra su castigo: cerrado en la naturaleza, en el poder de la serpiente, en el pecado, en la ignorancia, el hombre solo encontrará la muerte y, mientras está en esta vida, fuera del gobierno divino, tribulación y dificultades. Un mundo sin Dios o, mejor dicho, él mismo declarado único, divino, no solo lleva al inevitable morir, sino que ni siquiera funciona bien; será acechado constantemente en su talón por el veneno de la serpiente.  

            La escena que hemos leido del evangelio es la contraparte plena del relato del Génesis. En vez de la serpiente, que representa la pura naturaleza, aparece ahora la figura del ángel, que en la escritura se utiliza precisamente para significar la irrupción de lo trascendente, lo que supera las fuerzas de la sola tierra, de Erda, lo que viene no del hombre, sino de Dios.

            Al hombre y a la mujer confiando en sus puras luces y poderes, en su sola ciencia y en la naturaleza y, por eso mismo, destinados al desorden y la muerte, el evangelio opone la nueva humanidad llamada a la Vida verdadera que confía su realización definitiva al poder de Dios, a la recepción del mensaje y de la vida de lo alto, en donde, para que no quede duda de que el hombre a esos efectos de por si nada puede, ni siquiera interviene esa fertilidad procreativa que es la máxima capacidad natural del hombre. Por eso María no conoce semilla de varón. Todo lo hará en ella Dios.

            Es verdad que, dentro de la naturaleza, el hombre puede y debe hacer muchísimas cosas, pero en orden a su realización definitiva no le queda sino renunciar a la cerrazón de su autonomía, de su pecado, y abrirse, en gozosa obediencia, al saber y a la gracia de Dios. "Yo soy tu servidor, hágase en mi según tu palabra." Ni siquiera, farisaicamente, "haré lo que dices": sino "hágase en mi lo que dices".

            María es la primera representante de esa nueva humanidad abierta a la palabra de Dios, en esa apertura que es todo lo contrario de la oclusión del pecado. Más aún: porque de Ella había de nacer el varón en quien Dios recrearía el universo, infundiendo a la historia del cosmos y de lo humano la vitalidad del mismísimo Dios, por eso María nace, es concebida desde el vamos, en dirección a ese sí perfecto que será capaz de pronunciar libremente ante la manifestación de lo alto que nos dibuja el evangelio de hoy.

            Ese pecado, esa cerrazón que se instala innato en el corazón de todo hombre y que debe ser vencido por la gracia, en María, que debía ser la nueva Eva de la humanidad rescatada del limite del mundo y elevada a Dios, jamás existió. Es lo que declara el dogma de la Inmaculada Concepción que hoy celebramos.

            También Cristo será desde su concepción un pleno darse al Padre que culminará en la cruz; pero con María, de pie frente a él, llevando a plenitud -en la entrega de su Hijo- su propia inmaculada concepción.

            El drama de Génesis se entiende plenamente ahora a la luz de la revelación. La opción entre el veneno de la serpiente y el árbol de la vida se aclara ahora en la opción entre el hombre viejo y el hombre nuevo, entre Adán y Cristo, entre Eva y María.

            Cerrarme en mi mismo, en mis opiniones, en mi ciencia, en mi conciencia y prescindir de Dios y usar a los demás -Caín es la otra cara de Adán-; o ponerme a la escucha de Dios, dejar que realice su obra en mi, y abrirme a él en entrega y en servicio a los demás.

            Si elijo lo primero recibiré la herencia de Adán y la de Eva; si lo segundo, la de Cristo y la de María.  

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