LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/97)
Lc 1, 26-38
Para el hombre contemporáneo un árbol es un árbol, una mujer es una mujer y una serpiente es una serpiente. Si le cuentan la historia de una serpiente enroscada en la rama de un manzano y una mujer que come su fruto eso es exactamente lo que imagina a la manera de un relato de la selva o de Tarzán que finalmente matará a la serpiente y salvará a Jane.
El hombre primitivo, en cambio, ve la realidad que lo circunda, misteriosamente preñada no solo de fuerzas sino de sentidos ocultos. Un búho que canta de noche, un ave de presa que cruza el horizonte, una nube que oculta el sol, no son solamente fenómenos biológicos o meteorológicos sino presagios, augurios, signos...
Pero hay realidades que a la mente humana se han impuesto más que otras, vaya a saber porqué, han suscitado más respeto o miedo o asombro y se transformaron en símbolos arquetípicos, universales, de realidades mistéricas, sagradas y que aparecen en todas las religiones. Por ejemplo el árbol, no nuestros escuálidos árboles, casi todos jóvenes renuevos de talados bosques, sino los añosos árboles de la antigüedad, rectamente elevados hacia arriba, como una especie de eje marcando un centro. El árbol primordial, hundido en la tierra y apuntando hacia arriba, es ubicado en todos los mitos, en el centro del mundo o del paraíso, y representa el vínculo capaz de unir el cielo con la tierra, lo de arriba con lo de abajo, lo inmortal con lo mortal y por lo tanto, sus frutos, capaces de dar la vida. El árbol de la vida. Pero vida en realidad que desde las raíces es capaz de alcanzar por el tronco la misma naturaleza: no una vida más allá de la naturaleza que entregue gratuitamente lo divino a lo humano. Y por eso para la Biblia el árbol erguido es la imagen de la soberbia, de una pretensión de vida que, en realidad lleva a la muerte.
También la serpiente aparece como símbolo sagrado en casi todas las religiones conocidas. Desde las antiguas religiones egipcias, cananeas y mesopotámicas, hasta las azteca y maya. No es solo la víbora venenosa, el animal que serpeante aparece y desaparece entre las piedras o las ramas, presencia pérfida capaz de morder sin aviso al que pasa con sus pantorrillas al descubierto, es la encarnación misma de la malignidad, de todo lo que desde la naturaleza se opone al hombre.
Su ideograma en las escrituras jeroglíficas es la línea, la recta que en realidad no tiene ni principio ni fin. Solo vemos de ella la parte próxima, presente manifiesta, pero en realidad se sabe que se prolonga adelante y atrás hacia el infinito. Es el fondo mismo de la naturaleza conocida ya que la realidad -como explícita Pitágoras- está compuesta de líneas, líneas que se recurvan, que se cortan, que forman ángulos, volúmenes, formas. De allí que la serpiente, en la simbología mítica, es una manifestación, una hierofanía, de esa línea que todo lo crea: también ella se enrosca, serpea, se arrastra, se yergue. La serpiente visible es símbolo de la línea primordial, de la serpiente cósmica que está en el fondo de toda realidad. En diversos mitos indios y chinos es la serpiente enroscada la que sustenta el mundo. Pero así como del espacio la serpiente es también figura del tiempo, del tiempo que, para el hombre primitivo, es inacabable, eterno, nunca empieza, nunca termina. Por eso su gran símbolo es la serpiente que se muerde la cola, el uróboros de la cábala, donde el inicio se identifica con el fin, la cabeza con la cola. Pero en última instancia, también es el símbolo del bien que se identifica con el mal ya que la víbora al morderse, ella misma se inyecta su veneno.
Animal extraño en si mismo, diferente al resto de los animales: no tiene vello, ni plumas, ni patas, ni calor. Por eso, en el hombre, representa su lado malvado, frío, insensible. Es el aspecto imprevisible del hombre y, como la serpiente Kundulini del yoga tantra que descansa en la parte inferior de la columna vertebral; surge de las profundidades oscuras de la naturaleza, es la fuerza sombría y a la vez poderosa de la tierra; de allí que sea el atributo de las diosas madres, de Atenea, de Isis, de Inana, de Perséfone, de Cibeles... el poder de la natura, de los instintos, del inconsciente... Porque, como no decirlo, en el mito la mujer no es solo una hembra de nuestra especie, también ella es símbolo de la tierra, de la materia, de la matriz que da vida pero también que mata, porque al muerto se lo vuelve al vientre de la madre tierra. Por eso su parentesco con la serpiente.
Pero a pesar de su ser repugnante en el símbolo de la serpiente también hay algo capaz de atraer. La Víbora pelecha, cambia de piel y la deja aparte como un cadáver de si misma. Eso hacía creer a los antiguos que renacía de su propio cuerpo muerto. Como la naturaleza misma que renace en la primavera de la muerte del invierno. De ese renacimiento, de esa inmortalidad quería hacerse dueño el hombre y su símbolo era precisamente la serpiente.
Pero no solo ello, se atribuía a la sierpe una sagacidad y perspicacia diferente a la de la sola inteligencia: sus ojos grandes fijos sin pestañear, hipnóticos hablaban de una sabiduría más allá de la razón humana que venía de la memoria la tierra, del inconsciente del hombre, de sintonías con saberes ocultos. De esta ciencia oculta el hombre quiso siempre apoderarse por medio de la magia, de la adivinación, del tarot, del espiritismo, de los transes. De hecho la serpiente es el gran símbolo de la adivinación, del oráculo, de aquello que es capaz de ver más allá de la mente, en el sueño, en el éxtasis, en lo parapsicológico, en la droga, en la macumba, en las asambleas extáticas, pentecostales, en donde los cuerpos y las manos se mueven y se retuercen como serpientes. El antiguo testamento está lleno de admoniciones contra estas prácticas que finalmente llevan a la demencia, a la locura y confunden lo divino con lo oscuro, lo oculto y lo sobrenatural con lo raro, con lo parapsíquico, con el desvarío y el frenesí, con las locuciones y visiones.
Divinidad antigua, representante de las posibilidades ocultas de la naturaleza, de la tierra, del fondo indiferenciado del cosmos y de la conciencia, se pensaba, pues, que la serpiente era capaz de dar al hombre la inmortalidad y el saber. Así aparece en las viejas representaciones mesopotámicas: arqueada sobre los reyes sumerios, con su sombra transmitiéndoles su divinidad. Es también la serpiente, el ureus, que surgiendo de la doble corona de los faraones, simboliza su poder y sapiencia divinos. Es la serpiente símbolo de fertilidad y de vida y, a la vez, de adivinación, que adoran fálicamente los campesinos cananeos entre los cuales Israel tiene que vivir y evitar el contagio. Es la serpiente que se enrosca en el caduceo de Mercurio, o en los árboles de la vida de las distintas religiones ofreciendo un falso puente a la inmortalidad. Es la serpiente que, finalmente, arrebata en el mito de Gilgamesh la planta de la vida.
El antiguo relato que hemos escuchado en la primera lectura con elementos muy arcaicos y míticos, ha sido compuesto posiblemente durante el reinado de Salomón, 950 años antes de Cristo. Ese Salomón que se ha casado con -entre tantas- una hija del faraón que se ha venido con su serpiente de oro en la frente y sus correspondientes sacerdotes; ese Salomón loco por las mujeres y en cuyo multitudinario harén, compuesto de decenas de legítimas y centenares de concubinas, conviven también princesas cananeas, fenicias, adoradoras de la serpiente, que obligan a su real consorte a ser tolerante con su culto en Israel.
Los sabios de la corte se agarran la cabeza: las mujeres van a perder al Rey, el Rey va a abandonar a Dios Jahvé y el pueblo se va a dejar arrastrar por la idolatría cananea y egipcia. Es en este contexto histórico en donde se cuenta, en los rincones del palacio y en las calles de la ciudad, a modo de crítica al Rey, este relato, en donde ciertamente la mujer -seducida por la serpiente y que lleva a su marido al pecado, representante de las esposas de Salomón- no queda muy bien parada, y en donde, para burlarse del culto a la serpiente, se recurre a una vieja fábula que -a la manera como se explica que el elefante tiene trompa porque el demiurgo se equivocó y le puso la cola en la boca, o que el tigre tiene rayas porque azotado por las ramas vengadoras de una selva- así se explica el que la serpiente no tenga patas por haber sido castigada por Dios. De hecho, mientras está tentando a la mujer se supone que todavía tiene sus cuatro piernas.
Pero, cuando cinco siglos más tarde se redacta definitivamente el pentateuco, es decir, los cinco primeros libros de la Biblia, se incluye este relato mítico, con algunas correcciones, a renglón seguido del más moderno poema de la creación como una magistral presentación de la naturaleza del hombre y su situación frente a Dios en el permanente drama de tener que elegir entre reconocerse creatura y obedecerlo, alcanzando así la felicidad, o cerrarse en su propia naturaleza, declararse autónomo, querer realizarse por si mismo y así precipitarse a la ruina y la desgracia.
El cuento moralizante de la época de Salomón se ha transforma ahora en una magnífica pintura de la elección que ha de hacer todo hombre en todos los tiempos de la historia y hasta el fin de ésta, por Dios o por lo que representa la serpiente. Por eso está en el pórtico de la Biblia; explicando y resumiendo todo lo que vendrá luego; por eso en hebreo Adán no es ningún nombre propio, sino un sustantivo común que designa simplemente al hombre o a la humanidad. No es un reportaje periodístico de lo que sucedió a un primer hombre llamado Don Adán y su mujer, Doña Eva, sino el drama permanente y más profundo que ha de enfrentar todo ser humano. Hoy diríamos que en ese arcaico pero sabio relato tenemos una profundísima reflexión sobre el hombre, una filosofía o teología del ser humano, una antropología escrita no al modo abstracto de nuestros tratados modernos sino con los elementos plásticos, sugerentes y riquísimos del mito.
El hombre y la mujer de los capítulos dos y tres del Génesis, Adán y Eva de la tradición eclesiástica, representan pues al hombre seducido por su propia naturaleza, dando la espalda a Dios, sin la gracia, queriendo ser ellos mismos como dioses y decidiendo por su propio cuenta donde está el bien y donde el mal.
De hecho la historia de Israel interpretada por el antiguo testamento verá cómo la historia de Adán se repite constantemente y la infidelidad del hombre, su apartarse de Dios y de la ley, es lo que sumerge constantemente a autoridades, pueblo e individuos en los males y la desgracia.
Pero el relato no es en última instancia pesimista. Aún su primer redactor sabe que si las víboras son capaces de morder la pantorrilla, el talón del hombre, éste en cambio puede aplastarle la cabeza. Al fin y al cabo como bien se lamentan los ecologistas, es la víbora la que frente al hombre lleva todas las de perder.
Pero ese tema, en el simbolismo del relato, lleva en el Génesis a una esperanza más alta: aún en la vida del hombre, las fuerzas del mal representadas por la serpiente terminan por no prevalecer sobre las del bien. El bien y los buenos triunfarán.
De hecho esta dialéctica se resolverá en los tiempos históricos con Cristo Jesús, ya no representación de todo hombre ni personaje mítico, sino realísimo hombre, individuo y al mismo tiempo realísimo Dios; hombre asumido a la persona del Verbo. Y así como adán es figura de lo humano que quiere bastarse a si mismo haciendo caso omiso del querer de Dios; Cristo es su contraréplica histórica, aquel quien, en su conciencia humana se hace tan obediente a Dios, como en su conciencia de Verbo se deja eternamente decir por el Padre.
La obediencia de Cristo al Padre, en el árbol de la cruz, se hace camino de vida, así como la autonomía de Adán suscitada por la serpiente en el árbol que le promete falsa vida en realidad se hace camino de muerte.
Pero así como el ser humano es varón y mujer y el viejo mito hace salir del costado, de la mitad del primer hombre a la mujer, transformándolo en varón: así la nueva raza instalada en el definitivo paraíso del cielo no se cierra en el Cristo varón sino que se despliega también en María mujer.
Y en nuestro evangelio los viejos símbolos del Génesis sirven ahora para explicar las realidades históricas de la encarnación: a las fuerzas oscuras de la naturaleza y su falsa sabiduría representadas por la serpiente y por el árbol elevando soberbio sus ramas al cielo, se oponen ahora la figura del Ángel que anuncia la sabiduría que viene de lo alto y el árbol de la cruz que extiende humildemente en súplica los brazos de Cristo. Al varón y la mujer buscando ser dioses desde su sola naturaleza, desde lo solamente humano y pretendiendo ser libres para decidir por si mismos el bien y el mal, el evangelio enfrenta la obediencia de Jesús y la aceptación sin condiciones de María de la palabra de Dios.
A la mujer sin la gracia seducida por la serpiente, la historia de la salvación opone a María llena de gracia y figurada por la tradición cristiana aplastando su cabeza.
La Inmaculada Concepción es una especie de Navidad anticipada, es el instante en que la vida de María empieza a latir en el seno de Ana su madre. La Iglesia ha descubierto que ya desde ese momento María es triunfadora de la serpiente, a semejanza de Cristo unido al Verbo desde el primer instante de su concepción. María, a diferencia de todos nosotros, que necesitamos del bautismo, ella ya está en estado de gracia, inundada de ella. María, la llena de gracia, sin pecado concebida, es así el origen de la nueva humanidad.
Nosotros ajenos a Dios de nacimiento hemos de renacer a la gracia por el agua y por el espíritu. De nuestro estado adámico hemos de ser elevados a nuestro ser actual de hermanos de Cristo. María porque había de ser la madre de Jesús, el nuevo Adán y junto con él la nueva Eva, pertenece desde el comienzo a la definitiva humanidad.
Desde esa su plenitud de gracia y de vida a la manera como Eva alcanzó al hombre el fruto de la muerte, ella, aplastando la cabeza de la serpiente, nos alcance el fruto de la vida, el fruto bendito de su vientre, Jesús.