LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
(GEP 08/12/98)
Lc 1, 26-38
Pío IX, cuyo pontificado duró 31 años, de 1846 a 1878, fue un papa de extraordinaria importancia en la historia de la Iglesia. Desde el punto de vista político sufrió uno de los cambios más grandes que haya conmovido al papado, a saber, la pérdida de los Estados Pontificios, es decir de su dominio temporal, como monarca, sobre extensos territorios de la que luego sería Italia. Desde el punto de vista religioso fue quien convocó al Concilio Vaticano I que, a pesar de la oposición de muchos obispos y de casi todos los gobiernos del mundo, definió, en 1870, la infalibilidad pontificia y su suprema potestad sobre todos los fieles, obispos e iglesias. Estas dos verdades fueron difíciles de tragar en una época cuando el liberalismo proponía que cada conciencia era libre de declarar como verdad lo que se le antojara y cuando antiguas iglesias, patriarcados y obispados reivindicaban su independencia para gobernar a sus diócesis sin intervención romana. De hecho esa suprema jurisdicción que reclama Roma sigue siendo en nuestros días uno de los principales obstáculos para la unidad con las confesiones disidentes.
En realidad lo de la jurisdicción hacía tiempo que se ejercía de hecho, y era, al menos tácitamente, reconocida; y lo de la infalibilidad era una enseñanza que se venía dando desde la ciencia teológica desde por lo menos el siglo XIII. Pero es verdad, en este sentido, que hasta entonces nunca un papa en toda la historia de la Iglesia había declarado formalmente un dogma. Los grandes dogmas eclesiásticos habían sido siempre promulgados por concilios ecuménicos. Pero precisamente algunos años antes del Concilio Vaticano I, en 1854, Pío IX, por medio de la bula "Ineffabilis Deus" se había atrevido a proclamar el dogma de la "Inmaculada Concepción de la santísima Virgen". Y, para que vean cuál es el estilo de una proclamación dogmática, se las leo en su parte principal: "Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles."
Vean Vds. el tono solemne de esta proclamación. Y es bueno saber que solo en estas ocasiones y con este estilo es cuando se juega la infalibilidad papal. No se vaya a creer que todo lo que dice el papa es infalible. De hecho la segunda y última, hasta ahora, ocasión en la historia de la Iglesia que el papa usó de su infalibilidad fue un siglo después, en 1950, cuando Pío XII, con una formula de proclamación más precisa todavía, definió la Asunción de la Virgen. Miren también el estilo: "... por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial".
Ahí pues están las dos únicas ocasiones, en dos mil años de historia de la Iglesia, que el papa ha utilizado plenamente su infalibilidad. Ni siquiera los amigos de la libertad mal entendida pueden protestar demasiado. Aunque debemos aclarar que también es cierto que el magisterio pontificio debe ser respetado aún en aquellas enseñanzas en las cuales no es infalible. Se supone que, en asuntos importantes, el Papa, sin llegar a la infalibilidad, goza, por su cargo, de especial asistencia divina. Pero no deja de ser sintomático, y digno del lugar egregio que ocupa en la Iglesia la santísima Virgen María, que, hasta ahora, la infalibilidad papal haya sido usada exclusivamente para Ella.
En un reconocimiento -el que celebramos hoy, la Inmaculada Concepción- que, a pesar de su proclamación reciente, no es un invento ni una novedad, ya que desde muy temprano la piedad popular, la teología y la liturgia proclamaron en María la carencia de cualquier pecado, la plenitud de su gracia en todos los momentos de su vida, es decir desde el instante de su concepción hasta el fin de sus días. Recordemos nomás, aunque sea un hecho relativamente moderno, que nuestra imagen de la Virgen de Luján es no otra que la imagen de la Inmaculada Concepción, importada desde Brasil y bastante más tarde arropada con su característico vestido triangular celeste y blanco. En realidad esta es una de las razones que esgrimió el flamante Arzobispo de Luján, Monseñor Ogñénovich, para solicitar que el día de hoy fuera feriado nacional: apoyar una devoción tan argentina que el año pasado, para esta misma fecha, llevó espontáneamente a Luján más gente que la que alcanza a juntar con gran propaganda la peregrinación juvenil de Octubre. Recordemos también nuestro tradicional saludo de campo: "¡Ave María purisima! ¡Sin pecado concevida!", que es también el que usamos cuando vamos a confesarnos.
Pero ¿qué quiere decir nuestro dogma de la Inmaculada Concepción? ¿Tendrá algo que ver, como piensa algún ignaro, con alguna forma especial o milagrosa de ser engendrada la Virgen por sus padres? Nada que ver.
Este dogma quiere simplemente diferenciar a la santísima Virgen de la condición común en la cual somos concebidos y nacemos todos los hombres. Que no es sino la forma natural de ser hombres. Nacemos como tales, naturalmente seres humanos. Gran dignidad sin duda, pero dignidad al fin sin mucho futuro ya que, por sus mismas condiciones biológicas, destinada a durar útilmente unos ochenta, noventa años, sin descontar la infancia ni la senilidad, y finalmente perecer, desaparecer. Esto además en mezcla desigual de grandes realizaciones, pensamientos y amores, con desgracias incontables, ignorancias, egoísmos, rivalidades, enfermedades, guerras... Gran parte fruto de los mismos errores y maldades de los hombres.
Si esto fuera la vida humana uno tendría bastantes motivos para dudar de la bondad y aún de la inteligencia del Creador.
Pero resulta que esta etapa de la creación, por más espléndida que sea la naturaleza humana, signada por la muerte y nimbada de males e infortunios y caducidad, no es la estación de llegada de la acción de Dios. Todo lo puramente humano no es sino preparatorio a lo que Dios pretende dar al hombre y que es, no la vida humana, sino la vida divina, que este animal racional no puede obtener por sus propias fuerzas, sino por la iniciativa gratuita e indebida de Dios. Por eso cuando Dios infunde su vida al hombre a ésta la llamamos 'gracia'. A esta gracia, o vida de Dios, o vida sobrenatural, como quiera llamársele, accedemos por la fe, la esperanza y la caridad. Y también podemos perderla, si nos apartamos de estas virtudes, mediante lo que llamamos pecado. Y ya sabemos que por el pecado cometido a sabiendas pasamos los cristianos de estar en 'estado de gracia' a estar en 'estado de pecado'.
Pero en 'estado de pecado', es decir, sin la gracia, con el estado puramente humano, podemos estar o porque habiendo tenido la gracia la perdimos pecando, o porque nunca la tuvimos. Que este es precisamente el estado en el cual todos nacemos: con la vida puramente humana, biológica, todavía sin la gracia, sin la vida sobrenatural, que recién recibimos por la fe, en el bautismo.
Pues bien esa gracia que transforma al hombre y lo eleva a la vida divina, Dios nos la ofrece mediante Cristo, el hombre unido a la Persona del Verbo por la encarnación. En realidad Cristo es el primer varón que superando su condición puramente natural es elevado a la vida divina. Pero esta función y dignidad no es exclusiva del varón, también lo es de la mujer. Dios ha querido que, junto con el varón, Jesús, la mujer, María, fueran los iniciadores de esa nueva raza humana de los que serán encumbrados y promovidos a la sempiterna vitalidad de Dios.
Y porque ambos serán la fuente de la elevación de aquellos que por el bautismo se conecten a su vida, ambos poseen la plenitud de la gracia desde el mismo instante de su concepción. El dogma de la Inmaculada no hace sino extender a la mujer, a María, el singular papel y privilegio de ser mediadora, junto a Jesús, cada uno a su manera, de la gracia que es capaz de cristificarnos, de hacernos cristianos, de asimilarnos a la vida divina.
Entender la Inmaculada Concepción como si fuera algo negativo, carencia de pecado en toda su existencia, 'sin pecado concebida', es disminuir el significado de este dogma, que no es más que un desarrollo del famoso "llena de gracia", 'kejaritomene' en griego, con el cual es saludada María en la anunciación. Y el verbo griego 'kejaritomene', en voz pasiva y desinencia causativa, dice mucho más que simplemente 'llena de gracia'. La frase más bien suena así: "Alégrate tu María que has sido transformada, llenada, recreada por la gracia". En una transformación que el verbo en tiempo perfecto remonta decididamente hacia atrás, y que la tradición cristiana ha entendido como desde el mismo instante de su concepción.
Lejos de pensar mezquinamente solo en la carencia de pecado, la Iglesia atribuye a María la plenitud de la gracia. Esa plenitud de gracia de la cual, junto a Cristo, todos podemos beber para crecer filialmente en nuestra condición de hijos, de hermanos de Jesús.
Que las gracias maternales de María, la mujer nueva, radiante de gracia y de hermosura, plena de bondad y espléndida en dones, colme nuestra pobreza, cubra con su manto azul y blanco nuestras falencias, consuele en su regazo nuestros dolores, nos devuelva la alegría con su sonrisa y nos amamante en la fe, esperanza y caridad que desbordaron para nosotros en Belén y en la cruz desde el corazón de su Hijo.