Cuando, en los primeros siglos de nuestra era, pasados los años y asentándose la fe católica, la curiosidad -legítima, por cierto- de los cristianos se volcó a intentar saber más sobre la vida terrena de la santísima Virgen, la verdad es que nuestros relatos evangélicos poco nos dicen de ella. Más que notas biográficos, son cuadros intensamente teológicos que miran a definir, desde el punto de vista de la salvación, cuál ha sido el papel de María. No les interesa a los evangelios los hechos exteriores. Como en toda vida humana, para los evangelistas es mucho más importante el interior de María, que sus actividad exterior.
Es decir que, desde el ángulo de lo que sería una biografía a la moderna, la sagrada Escritura prácticamente no nos dice nada respecto de la santísima Virgen: su aspecto físico, sus dotes intelectuales, su lugar de nacimiento, sus padres, sus actividades cotidianas, su formación, sus años muchos o pocos de vida después de la Resurrección del Señor... En cambio, sí, están perfecta y profundamente definidos, su figura y su papel impar, desde el punto de vista de la teología, de la vida interior, de su rol excelso en la historia del perfeccionarse final de la raza humana.
Pero la curiosidad, como dijimos, pudo más que la estricta espiritualidad y es así como, desde los primeros tiempos, cuando ya estaban fijados nuestros evangelios canónicos, los fieles quisieron saber más, de los aspectos cotidianos de la vida de María, y aún de Jesús. Y, poco a poco, fueron naciendo profusamente, historias, más o menos legendarias, más o menos verídicas, que pretendían recoger acontecimientos no registrados en la sagrada escritura de esas vidas.
Esas relaciones están recogidas en los llamados evangelios apócrifos, escritos a partir del siglo segundo, varias decenas de años después, de los acontecimientos que pretenden narrar.
Es en esa literatura, no del todo fidedigna, a veces fantasiosa, donde se recogen datos tales como el de los nombres de los padres de la Virgen, Joaquín y Ana, el número y nombre de los reyes magos, el nombre del soldado que atravesó el costado de Jesús, la edad provecta de José y otras escenas, que incluso llegaron a entrar en el arte y la piedad cristianas.
Uno de esos hechos, descrito en el llamado Protoevangelio de Santiago , escrito probablemente por un cristiano egipcio hacia comienzos del siglo IV, es el ingreso y estadía de la santísima Virgen en el templo de Jerusalén.
Según este relato, la santísima Virgen, fruto de una promesa hecha por sus ancianos padres a Dios, habría sido presentada por éstos en el templo de Jerusalén a los tres años. El sacerdote la recibió -cuenta el relato- la bendijo y la hizo sentar sobre la tercer grada del altar. Y prosigue -vean el tono de la redacción- "el Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó con sus piececitos, haciéndose querer de toda la casa de Israel"
Según el mismo legendario relato, la santísima Virgen, en compañía de otras niñas, permaneció en el templo hasta los catorce años, siendo alimentada por un ángel. A esa edad los sumos sacerdotes decidieron buscar a alguien para custodiar su virginidad y, para ello, llamaron a todos los viudos disponibles de Jerusalén, pidiendo a Dios que señalara al escogidos. A José le floreció el bastón que llevaba en la mano -era un hombre de cerca de ochenta años ¡pobre José!- y de la flor se desprendió una paloma. Esa fue la señal del Dios. Así fue elegido José como custodio de la santísima Virgen.
Esta piadosa leyenda ejerció un vasto influjo en el medioevo; y el arte se complació en pintar a José como un hombre anciano y se multiplicaron las imágenes de la niña virgen rezando en el templo o realizando allí tareas domésticas, o leyendo. María sería así, el modelo de la perfecta educanda, en lectura y labores, bajo el amparo del templo. Lo cual, por supuesto, en el fondo, es totalmente cierto.
La historicidad, empero, de estos supuestos hechos no resiste demasiados análisis. No existe el más mínimo indicio de que en el templo de Jerusalén vivieran mujeres o pudieran educarse niñas; más bien se piensa lo contrario.
Más aún, era general en Israel el que las mujeres tuvieran poca instrucción. La mayoría de los rabíes judíos se oponían a la educación femenina. Por tanto, si María aprendió a leer y escribir, debió de hacerlo en casa, guiada por su padre o por su madre. Y de hecho se conocen algunas mujeres judías, que llegaron a ser famosas como verdaderas intelectuales, al principio de la era cristiana.
Lo normal sin embargo era que recibieran una cuidadosa formación en lo referente a las tareas domésticas y sobre todo en aquellas cosas en las cuales cada familia debía abastecerse: el tejido, la costura, la higiene y la cocina.
Pero, en el peor de los casos, aunque no recibiera una educación formal, María, como mujer de su clase, debió de conocer profundamente la historia del pueblo escogido y las profecías mesiánicas que le habían sido confiadas. Asistiría, seguramente, a la sinagoga en las fiestas judías y todos los sábados; allí donde se rezaban los salmos y se leía y comentaba la escritura.
De lo que podemos estar seguros es que su vida espiritual estaría alimentada sobre todo por su devoción privada, por su interioridad. Se daba por supuesto que toda buena judía oraba con frecuencia, y que empezaba y terminaba el día levantando su corazón a Dios. Se rezaba antes y después de las comidas, se recitaban los salmos en privado, y existía una plegaria aplicable a cada acontecimiento de la vida.
Pero estas generales de la ley tocan a María sobre todo en lo formal. El misterio de María, pasa por su interior, en el orden de la gracia, allí donde no llega la cámara del periodista ni la descripción del historiador.
La gran tradición de la Iglesia supone que María superó con creces esos ya altos ideales judíos y que estuvo adornada con las más sublimes formas de la oración mística y de las gracias sobrenaturales. No hay santo que no haya, intuitivamente, en contacto filial con María, ponderado su perfección humana y cristiana. "Nadie podrá nunca ponderar a María suficientemente", "De María nunquam satis", sostenía San Bernardo. Pero baste mencionar los dogmas de su maternidad divina, de su perpetua virginidad y de su Inmaculada Concepción. Hoy, elevada a los cielos, cumple en el universo, al lado del Señor, Cristo, el papel de reina y señora de toda la creación.
Lo que es cierto es que nada de esto se basa en las historias piadosas que se tejieron alrededor de su vida, aunque ellas hayan contribuido también a la edificación de los fieles.
Precisamente la advocación que nuestra Parroquia lleva como timbre de honor, se basa en una pintura al fresco hecha por una religiosa del Sacre Coeur, en 1844, en su convento de Roma, representando a María a los 10 o doce años, en el templo. Esta imagen, que todos conocemos, se transformó en una de las devociones preferidas de las alumnas de los Colegios del Sagrado Corazón, una de cuyas exalumnas, Doña Concepción Unzué de Casares, donadora a la Iglesia bonaerense de este templo de Madre Admirable, pidió se lo construyera bajo ese patrocinio.
La imagen pues, estrictamente, no fotografía ningún hecho histórico, ya que es plenamente legendario el que María haya vivido de pequeña en el templo y, sin embargo, la realidad profunda a la cual la pintura apunta sigue siendo ciertísima.
Porque templo -del griego témenos , que significa separar, cortar- designa el espacio acotado, cortado, separado del uso profano, cotidiano, destinado a encontrarse allí con lo divino. Y una de las primeras definiciones teológicas de María, hecha por el evangelio de San Lucas, es considerarla precisamente como templo de Dios, arca de la alianza. Ella es el verdadero lugar donde el Verbo irrumpe en nuestro tiempo y nuestro espacio; ella sigue llevando esa presencia cada vez que se la invoca y se hace calor materno dentro nuestro. María ya no es el templo inmóvil al cual debemos dirigirnos trabajosamente, desplazándonos como los antiguos peregrinos al templo de Jerusalén, María es la palabra bellísima, que invocada con fe, trae inmediatamente a nuestros labios y corazones la presencia de Jesús. Es el rostro sereno, reflejado en todas sus imágenes, que despierta espontánea en nuestra ternura la sonrisa misma de Dios. Es la madre Admirable cuyos rasgos, distinta y mil veces repetidos por el arte, velan y a la vez revelan la belleza del cielo.
Y no por nada sus santuarios se multiplican por todas partes, como si quisieran llenar la tierra de presencia de Dios y el mensaje de Cristo; no por nada cualquier cristiano puede acceder a su pequeño templo privado y portátil con solo tomar en sus manos el rosario.
María, Madre Admirable, es el templo de todos los templos. No es el templo de Jerusalén quien cobija y santifica a María niña, sino ella quien le da su último significado y preanuncia su caducidad. Es quizá por ello que la artista que ha compuesto su retrato rompe en la imagen de Madre Admirable el muro del fondo y lo abre a un panorama inmenso de prados y montañas y de cielo, como si quisiera rasgar esas paredes cerradas del templo y llevar la presencia de Dios a todos los confines de la tierra. Una nube oscura -como en el anuncio del ángel- que cubre a María con su sombra, y un rayo de Espíritu, más una corona de estrellas, dan a la imagen su proyección trascendente, su apertura a lo definitivo y celeste; mientras la rueca y el huso, la canasta y el libro, y su vestido de paisana francesa -como la artista que la pintó- nos la hacen nuestra hermana: mujer de oración y de obligaciones cotidianas, de reflexión y de trabajo, no de primeras planas, ni de revistas de chismes, ni de televisivas pantallas; mientras que las flores blancas que se encuentran a su costado, nos hablan de esas virtudes que resumidas en su 'fíat', 'hágase en mi según tu palabra', a la vez gracia de Dios y mérito de María, han unido para nosotros el mundo de esta tierra, con la suprema y perenne belleza de lo divino.
Que María, Madre Admirable, nos enseñe a unir, también en nuestras vidas, nuestros compromisos y actividades de todos los días, nuestros estudios y tareas, nuestros humanos dolores y alegrías, a nuestra vocación de santidad, y que, en oración y vida interior, ella nos abra el camino hacia su Hijo y, junto con él, nos reciban un día en el templo sin fronteras de la eternidad.