Don maravilloso el de la existencia. Apenas lo apreciamos porque estamos acostumbrados a él: desde que tenemos conciencia de nosotros mismos vivimos, y eso ya no nos sorprende. Nos sorprenden las cosas inhabituales, sorpresivas, inesperadas, pero no nuestra vida, ni que tengamos dos ojos, dos piernas, dos oídos. Y, tan acostumbrados estamos, que cualquier carencia de salud, cualquier signo de vejez, cualquier amenaza de muerte, nos viene como un balde de agua fría, como algo que no tendría que interferir con la normalidad de nuestra vida, con lo ordinario, con lo común.
Y, sin embargo, cualquiera que se pusiera a pensar en serio sobre su existencia, tendría que darse cuenta de que se trata realmente de un hecho maravilloso, irrepetible, único. No solo la vida humana en si, con la combinación maravillosa de moléculas que es nuestro cerebro y el equilibro casi milagroso de nuestra complicada biología, sino el hecho de la existencia de cada uno. ¡Que cadenas complicadas de casualidades entre nuestros antepasados para arribar a nosotros! Un solo tatarabuelo que se hubiera arredrado en el momento de declararse a su mujer, un cambio de idea en algún noviazgo de nuestros predecesores, y ya no hubiéramos sido. En un cálculo matemático de probabilidades somos prácticamente "cero". Uno entre un millón de gametos, uno entre miles de óvulos... y se encontraron... ¡y allí vinimos nosotros! La lotería. El prode millonario.
Esa pregunta de la cual afirmaba Heidegger que era el centro de la filosofía: "¿ Porqué el ser en vez de la nada ?" Pero, más particularmente: "¿ Por qué somos siendo más probable que no fuéramos ?" "¿ Porqué existo, pudiendo perfectamente no haber existido ?"
¡Yo, centro del mundo, única persona que conozco en directo, adentro, ombligo de mi universo, yo, justamente, producto de la casualidad! ¿Puede ser? ¡Me resisto a creerlo! Y de hecho no lo creo, porque se que, a través de todas esas aparentes casualidades, Dios me piensa desde su eternidad más atrás y más allá del tiempo y es solo Su amor el que me sostiene en la existencia.
Por un acto único, exclusivo, privilegiado, distinto al que utiliza para crear a los demás, me modela sobre la nada de mi criaturidad y me sustenta en mi ser. ¡Regalo maravilloso el de esta vida, a la cual, al menos que algo falle en nuestra mente, por más miserias que nos aquejen todos nos aferramos!
Pero, afirmaba Santo Tomás de Aquino, Dios no se conforma con dar la vida, sino que generosamente quiere compartir el 'poder dar vida' con su misma criatura; de tal modo que le regala no solo la existencia sino la facultad de ser el mismo hombre causa de la existencia de otros hombres, ser dadores de vida. Más aún: Dios vinculó de tal manera al varón y a la mujer a su obra creadora que Él mismo se ha vedado crear nuevos hombres sino mediante la acción del hombre.
De tal modo que, si en última instancia debo a alguien mi vivir, además de a Dios, es a aquellos quienes, dentro del marco del amor matrimonial, por una entrega libre del uno al otro abierta a la procreación, fueron mis progenitores. A la pregunta de "¿ Porqué existo pudiendo perfectamente no haber existido ?" puedo responder también: " Porque mis padres lo quisieron ".
¿Quién, empero, dudará que el nacimiento se debe a un poder mucho mayor que la mera decisión de los padres de tener hijos ? Ninguno de ellos conduce el entretejido de sutiles mecanismos biológicos que, desde el embrión, regulan la autoformación de un ser humano, por más ingeniería genética que pueda realizarse.
Pero continúa siendo verdad que, para formar a un hombre auténtico, no basta ni el ciego engranaje del instinto, ni la programación del ADN, ni la cirugía molecular. El hombre no es un mero artefacto biológico: es un ser que, una vez nacido, ha de ser modelado en aquello que tiene de más digno y más humano -más aún: en aquello que lo define como hombre- que es su capacidad de pensar y de amar. Y nadie necesita estudiar demasiado psicoanálisis para saber que esa personalidad pensante y amante se cincela no solo en el vientre de la madre sino en el vientre de la familia, fundamentalmente en el amparo de su padres y en su relación con ellos. La calidad de amor, de afecto, de tiempo, de diálogo, de instrucción, de juego, de ejemplo que los padres brinden al niño redunda directamente en la formación de su personalidad.
Ser padres no se agota en el acto genésico. Ya lo sabemos: cuatro millones en latinoamérica de niños de la calle, y millones de otros con problemas gravísimos de personalidad y de conducta, atestiguan dolorosamente que ser padres, dar la vida, es mucho más que ser capaces de engendrar; que el engendrar se hace realmente paternidad cuando se realiza en el marco del amor y santidad matrimonial.
¿Y quién dudará de que en todo este proceso le cabe un papel especial a la madre? Si el varón puede desvincularse inmediatamente de aquello a lo que da vida, la madre no puede dejar de estar unida a su hijo ¡al menos durante nueve meses! ¿Quién no sabe del lazo tierno y permanente que este compartir la misma carne y la misma sangre origina entre madre e hijo?
Salvo una acción o repudio que vaya contra la misma naturaleza, ese cordón umbilical ya no podrá cortarse más. La mamá queda indisolublemente unida al hijo en dependencia mutua, gozosa, pero al mismo tiempo de pesada responsabilidad, de fatigosa atadura. La madre da a su hijo dos veces la vida: la más fácil cuando lo engendra y hace nacer; la más honda y humana cuando lo amamanta en el cariño, el afecto, la protección y el cobijo durante toda la vida. Cariño de madre que aún para los mayores, una vez ya partida al cielo, sigue alimentando no solo los recuerdos bellos de la infancia sino los resortes más hondos del afecto con que cada uno somos capaces de amar a los demás.
Ser padre, ser madre; no hay poder comparable que pueda poseer el hombre, ni siquiera el de llegar a las estrellas, el de dominar el átomo, el de ser dueños del mundo por medio de la ciencia, el de construir puentes y ciudades, el de crear obras de arte... Dar vida y formar a una persona humana es el poder más estupendo y fascinante que haya concedido jamás Dios al hombre. La mujer podrá alcanzar quizá a través del feminismo muchas formas de autorrealización, y lugares conspicuos en el mundo de la política, de la ciencia, del arte o de lo que fuera, pero nunca logrará ningún diploma superior y más digno que el título de "madre".
Que esto lo comprendió siempre la humanidad viene desde que hay memoria escrita de la historia. Desde los decretos del emperador Augusto contra la soltería y la infertilidad, pasando por la valoración de la mujer según su número de hijos en todas las culturas primitivas, hasta la vergüenza a la cual condenaba a veces tan injustamente el Antiguo Testamento a la mujer estéril, así como la conmiseración que despertaba la que moría virgen, antes de poder engendrar hijos. Ana, la que será madre de Samuel, reza amargamente porque era estéril y no podía tener hijos: " Señor -protesta- mira la miseria y humillación de tu servidora " Y Raquel, mujer de Jacob, exclama, una vez que Dios la cura de su esterilidad: " Dios me hizo precioso regalo y mi marido me honrará, porque le he dado ya seis hijos ".
Por eso era inconcebible en Israel que alguien renunciara voluntariamente a ser madre, y menos a poner en acto aquel poder maravilloso que Dios había dado al hombre de engendrar la vida.
El propósito de virginidad de María que hemos escuchado en el evangelio no tiene nada que ver pues con una especie de pureza mal entendida que considerara el uso legítimo de los actos procreativos como algo de cualquier manera pecaminoso o inferior. Todo lo contrario. Lo que hay aquí es la necesidad que Dios tiene de encontrar a alguien que libremente renuncie a dicho poder humano, a esto que constituye una de las riquezas más personales y propias del hombre, para abrirse a El en total y gozosa entrega. Porque lo que Dios quiere ahora crear, la existencia que pretende transmitir al hombre, ya no es la puramente humana sino la que el mismo Dios vive en su intimidad. El hombre nuevo al cual apunta toda la historia de la creación y la salvación, el hombre asumido a lo divino, la Palabra hecha carne, el mismo Hijo de Dios, no puede nacer -como dice el prólogo del evangelio de San Juan- "d e la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que solo puede ser engendrado por Dios ".
La virginidad de María se transforma así en el signo de esa renuncia al poder de lo humano, para que pueda obrar sin trabas el accionar creador de Dios. Renuncia María al más grande poder que le haya dado Dios naturalmente, para hacerse instrumento dócil y dichoso del puro poder divino. Y, de esta manera, María se transforma también en dadora de vida, pero dadora de Vida divina, a su hijo Jesús, a nosotros sus hermanos adoptivos.
Así como la virginidad del varón y de la mujer se hacen signo de esa reserva de si mismos que se hará plena entrega de amor en el matrimonio, así en María su virginidad perpetua es signo de la entrega plena de si misma a Dios, que la hace por ello madre y dadora de vida por antonomasia, de la "virginidad del corazón" que le llamaba San Agustín y que, aún sin la biológica, es la actitud que todo cristiano ha de tener frente a Dios, para que Él haga en nosotros su obra transformadora.
En nuestro evangelio de hoy María recibe con alegría el anunció del Angel, la aceptación dichosa de la misión que Dios ahora le encomienda. Pero éste no es un acto improvisado, ni un sí imprudente. Ella ha madurado su darse a Dios en las enseñanzas recibidas desde su niñez, en la gracia que trabaja en ella desde el instante de su concepción, en la educación que recibe de sus padres, del maestro de su sinagoga y, finalmente, según la tradición, en el templo de Jerusalén.
Allí la quiere retratar, niña, nuestra devoción a Madre Admirable, representada en el cuadro que pintara en Roma hace más de un siglo y medio, la religiosa del sagrado Corazón Paulina Perdreau.
Una madre, una dadora de existencia, ciertamente no se improvisa y, mucho menos, una madre de Dios. María, que fue elegida por su hijo desde toda la eternidad, supo vivir desde el comienzo de su vida esa virginidad del corazón que, creciendo en su interior en amor a Dios y expectativa de cielo, la hizo dócil para ser instrumento de la obra más grande realizada por mujer alguna en esta tierra: ser madre de Dios. Que lo fue no solo en su sí a la concepción y al nacimiento, sino en su preparación y, luego, en cuanto supo modelar en ternura, instrucción y afecto la personalidad de Jesús, y acompañarlo en su madurez a la Cruz y, de allí, a la gloria de su Asunción.
Que ella, Madre Admirable, madre también nuestra, dadora de vida, nos enseñe también a nosotros a dar vida, para que, si somos o seremos padres y madres biológicos, ello no quede en el puro dar a luz para esta tierra, sino en el engendrar a nuestros hijos para la eternidad, y si no lo somos ni seremos porque de alguna manera Dios nos ha conducido por el camino de la carencia de hijos o de la soltería o del celibato, en nuestro corazón virgen abierto al poder de Dios, seamos lo mismo dadores de vida, en palabras de fe, en ejemplos de esperanza y en obras de amor.