Ya sabemos de la lucha de los principios cristianos por superar los inveterados prejuicios respecto de la inferioridad de la mujer frente al varón que asolaron todas las culturas desde que el hombre tenga memoria. Terribles confusiones que identificaban a lo femenino con la tierra, con lo carnal, con la materia (fíjense que la palabra madre -mater- deriva del término madera-materia) y en cambio parangonaban a lo masculino con lo espiritual, lo celeste, lo racional, hicieron que, poco a poco, todo lo negativo que el ser humano percibía en lo material fuera atribuido, sin más, a la mujer. En el ámbito de la cultura occidental, recuerden Vds. el mito de Pandora, en el relato de Hesíodo, en su obra " Los trabajos y los días ", siglo VIII antes de Cristo. Pandora es la primera mujer, modelada por Hefesto para ser enviada al hombre, pero, lejos de ser un regalo de los dioses, está destinada por Zeus para su castigo. Zeus, en efecto, quiere vengarse de la raza humana por el intento fallido de Prometeo, que había robado para el hombre semillas de fuego a la rueda del sol. A Prometeo lo encadena a una roca del Cáucaso donde un águila le devora cotidianamente el hígado que durante la noche vuelve a crecerle; y, al hombre, le envía a Pandora, la mujer. Se la envía con una vasija conteniendo todos los males, advirtiéndole, a propósito, para excitar su curiosidad, que no la abra. Pandora no resiste a la sugestión y lo hace ¡y todos los males se derraman sobre la humanidad! De tal modo que, en el mito griego, es la mujer, el principio material, el origen de todos los males.
Pero no se vaya a creer que este mito sea privativo de los griegos: por todas las latitudes y culturas multitud de leyendas atribuyen el mismo papel a la mujer. Piénsese nomás, entre los Incas, la figura temible de la Pachamama , figuración de la tierra, pero también de lo femenino, de lo materno: dadora pero también consumidora de la vida. De la tierra madre nace todo, pero también a ella todo vuelve, todo lo devora.
También la figura de Kali en el hinduismo, al mismo tiempo adornada de ubres generadoras de vida, y su cintura de calaveras, símbolos de la muerte, la cual a todos atrae a su seno.
El mismo Freud en nuestro siglo hace cumplir, en el psicoanálisis, a la madre, una función ambigua: si bien es cierto que representa la matriz vitalizadora, el abrigo y el cobijo, solo aquel que es capaz, a imagen del padre, de liberarse de los lazos maternos, alcanza la verdadera personalidad y todo retorno excesivo a lo materno puede llegar a ser -según Freud- regresivo, mortífero, vuelta a la posición fetal.
En realidad, algo de estos arquetipos y mitos perviven en el mito adámico de nuestro libro del Génesis; como Pandora, es también la mujer, Eva, la que, en el relato genesíaco, se deja tentar por la serpiente y, a su vez, alcanza el fruto prohibido al hombre. Es verdad que este relato mítico está altamente corregido por la redacción del Génesis, ya que la mujer no aparece como castigo del hombre sino dada a él como su ayuda adecuada; y, en el relato más moderno del capítulo primero, se la equipara totalmente al varón: "Dios creo al hombre: varón y mujer lo creó". Pero no es menos cierto que, aún así, se trasluce el residuo mítico de una concepción secundaria y peyorativa de la mujer que no ha podido ser corregida del todo y que, mal leida, influirá negativamente en la historia del judeocristianismo.
Lo mismo que la famosa frase divina, ahora si consecuencia de los pecados de los hombres, dirigida a la mujer: "Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará", del capítulo tercero.
A ese respecto ese gran exponente del neopaganismo moderno que fue Federico Nietzsche hablaba de que jamás concedería al hombre y a la mujer derechos iguales en el amor. " Aún aceptando la monogamia -dice- esos derechos no existen." "La mujer cuando ama se abandona totalmente, en cuerpo y alma, sin consideraciones ni restricciones. Un hombre que amara así, en cambio", afirma Nietzsche, "no sería hombre. Un hombre que ama como una mujer se convierte en esclavo." "La mujer -siguen siendo palabras de Nietzsche- quiere ser tomada, aceptada como propiedad. Quiere fundirse en la idea de "propiedad", de "posesión"; por eso desea a alguien que la tome pero que no se de ni se abandone él mismo. (...) La mujer se da, el hombre toma." Según Nietzsche, ningún contrato social, ninguna ley, ninguna terapia podrá cambiar estos instintos que están arraigados en la naturaleza de los sexos y en la psicología de la mujer.
Descripción terrible como Vds. ven, que coincide en parte con la maldición bíblica del viejo mito adámico. Con la diferencia de que lo que en última instancia la Biblia atribuye al pecado y a la injusticia, Nietzsche lo hacer arraigar en la naturaleza misma de la mujer. Pero, aunque brutal y equivocado, en su descripción del modo abnegado de amar de la mujer, Nietzsche en algún aspecto tenía razón.
En realidad es muy difícil -no en lo biológico en donde las diferencias son obvias- en lo psicológico y lo social, establecer qué es lo que pertenece a uno y otro sexo innatamente, por programación genética, y qué es lo que se programa en las mentes y corazones de cada uno culturalmente, por influjo del medio.
De todos modos aún los más recalcitrantes amigos de la indeterminación de los géneros -como se dice hoy- no niegan la especialísima psicología que en la mujer la determina como madre respecto de sus hijos. Según los etólogos, el vinculo que liga a la madre con el hijo y la capacidad de abnegación de la primera con respecto al segundo es incluso una programación evolutiva absolutamente indispensable para defender la supervivencia de la especie. Si todo varón está programado para espontáneamente defender a la hembra con su cachorro, ésta lo está para defender como una tigresa a su hijo y para dedicarle cuidados que serían a los mejor insoportables de llevar por el padre varón. Es la madre la que está a la vera del lecho de enfermo de su hijo, no el padre. La madre y el hijo es el último y más importante eslabón de la cadena de la vida. En ese sentido es más determinante la ligadura de la mujer con su progenie, que la que tiene con su pareja. Y es a veces el mismo instinto de protección del hijo el que lleva a la mujer a esclavizarse o soportar al marido prepotente con tal de salvaguardar la protección que éste le brinda a la prole. Incluso ciertas formas de dependencia de la mujer con respecto al varón -y en algunas de las cuales se fija Nietzsche- no son sino proyecciones al marido de la forma de amar incondicional que la mujer por instinto tiene con respecto al hijo. Muchos psicólogos hoy sostienen que, contrariamente a lo que afirmaba Freud de que las relaciones de hijos a padres se calcan edípicamente de las relaciones entre varón y mujer, son las relaciones de varón y mujer las que imitan a las relaciones de hijos y padres. No es raro que la mujer tantas veces se convierta en madre de su marido -y en alguna medida siempre lo es-, otras veces en hija, y viceversa.
Pero hay algo más profundo todavía: en el papel progenitivo que cumplen dando su mensaje genético tanto el padre como la madre, el don de si implicado en este acto es mucho más raigal en la mujer que en el varón. El padre engendra desde afuera, su don le queda como exterior. La madre lo hace desde adentro y cuando da a luz lo que da es parte de su mismo ser, de algo que se ha hecho uno con ella. Por ello, constitutivamente, la mujer está mucho más dispuesta a amar en el don de si misma que el varón. Se hace don en su disponibilidad interior para aceptar al hijo dentro suyo, se hace don cuando se desprende de él en el dar a luz, se hace don cuando lo alimenta con la savia de su propia vida, se hace don en el cobijo perenne de sus brazos y su regazo, se hace don cuando ha de despedirlo hacia su vivir adulto e independiente.
Sea lo que fuere de estos papeles innatos o adquiridos, filósofos, psicólogos -y, aún con sus variantes, sociólogos- acuerdan sobre las características que definen lo femenino y lo masculino en nuestra civilización tradicional:
La mujer biológicamente llamada a la maternidad -la cumplimente de hecho o no- esta instintivamente preparada para la custodia, la conservación, la prolongación y la defensa de la vida. La mujer tiene mucho más que ver con la vida que el varón. Y no la vida en abstracto, en los papeles, en la estadística, sino en concreto, en la persona cercana, a imagen del hijo que es su propia carne. Y para eso cuenta con una sofisticado aparato psicológico preadaptado a la delicadeza, al detalle, a la afectividad. "Lo femenino" -afirmaba Ismael Quiles en su obrita Filosofía de lo femenino - "es más emotivo, más impulsivo, espontáneo, instintivo; lo masculino es más fuerte, más reprimido, más calculado. Lo femenino es más tierno, lo masculino duro."
Esto tiene sus trasuntos en lo espiritual: lo femenino es intuitivo, sintético, mira la totalidad -no puede solo curar un brazo, siempre se desborda hacia la totalidad de la persona-. Lo masculino es más racional, discursivo y analítico. Lo femenino es más místico, lo masculino es más especulativo. Los neurólogos hablan incluso de una mayor desarrollo en uno y otro sexo de los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro. Pero todas estas cualidades deben conformar complementariamente una sociedad que se llame tal. La igualdad de las personas no debe menguar la diferenciación complementaria y enriquecedora de los sexos.
Sea lo que fuere de la condición natural o adquirida de estas diferencias, la realidad es que, en sociedades injustas o prejuiciadas, heridas por el pecado o la ignorancia, la mayor fuerza bruta del varón comparada a la de la mujer hace a ésta fácil víctima de su prepotencia. En realidad la mayor fuerza bruta del varón es una necesidad de la especie: así tiene que ser, porque el papel ancestral de éste es defender a la madre y a la prole contra los enemigos exteriores. El es el que ha de arriesgar la vida, él es el prescindible, de ninguna manera la madre con su hijo. Pero que tenga más fuerza muscular no significa mayor fuerza moral ni siquiera mayor resistencia física: la mujer es mucho más fuerte a la larga, en situaciones prolongadas, precisamente porque adaptada a la dependencia total y constante de su prole a sus cuidados.
Lamentablemente esto mismo es lo que la hace más vulnerable a la fuerza bruta del varón. El varón es capaz de manejarla chantajeándola consciente o inconscientemente en la protección que instintivamente ésta entrega abnegadamente a sus hijos y aún en esa mayor sensibilidad -y por esto mayor capacidad de ser herida- con que Dios la ha dotado para cumplir su oficio de madre.
Es claro que todo esto es también la base, cuando funciona y la dejan, de su verdadera fuerza. La 'mujer mujer' se transforma en el centro de coherencia de la familia, en su estabilidad, en su eje vital y fortificante, en el abrigo permanente, en el refugio siempre abierto, en las manos consoladoras del triste y del enfermo, en el perdón regalado de antemano, en el sólido cimiento de la casa, tanto es así que si el padre falla, la familia aún puede andar, si la mujer se quiebra se pierde todo.
Frente a la sociedad machista, patriarcal y androcéntrica de la antigüedad, Jesús trae un viento refrescante de igualdad, en la Iglesia comunitaria que él funda y en donde -como dice San Pablo- "ya no hay más judío ni gentil, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer". ¡Aunque ya sabemos cuantas generaciones se necesitaron para que este principio se llevara a la práctica en el caso de la abolición de la esclavitud!
Pero el principio cristiano enunciado por San Pablo se hizo mucho más mordiente en el caso de la mujer porque encarnado en la figura impar de la Madre por excelencia, María, la madre del Señor.
Es la devoción a María la que va forjando en los pueblos romanos y luego bárbaros a los cuales alcanza el cristianismo un nuevo respeto por la mujer, la consideración de su dignidad, la caballerosidad para con la señora y con la dama. El caballero cristiano ya no será nunca más el dominador prepotente de la mujer, sino su enamorado servidor, su protector y paladín, el padre de sus hijos. Tampoco ahora la mujer será la Eva seductora, Pandora, o la Pachamama o Kali, donadoras de una vida que llama de entrada a la muerte. La madre cristiana, desde Cristo, añadirá a su maternidad humana la maternidad en la fe, y engendrará hijos capaces de superar la muerte en la vida divina. Es madre que, a imitación de María, engendra a su hijo no solo en su vientre sino en la palabra de Dios que hace crecer en ella y que va infundiendo en él desde que, de pequeño, en cuanto sabe musitar dos palabras, al pie de la cama le une las manos y le enseña a rezar.
María, en su figura ascendida al Cielo, coronada Señora de toda la Creación y entregada por Jesús como madre nuestra a Juan al pie de la cruz, descubre el aspecto femenino de Dios, tan excesivamente patriarcalizado en el antiguo testamento. María despliega en su actividad materna el torrente del amor divino hecho mujer: regazo de Dios, consuelo de Dios, cobijo de Dios, de Dios disposición permanente a comprender y perdonar.
Así como sin madre perece la personalidad y la familia, sin auténticas mujeres no hay sociedad ni Iglesia y sin María no puede haber verdaderos cristianos y mucho menos santos.
Que nuestra Madre Admirable proteja a nuestras madres para que sepan realmente ser madres hasta el fin de sus días; que Ella enseñe a todas las mujeres, casadas o solteras, madres biológicas o no, a que vivan auténtica femineidad cristiana en cualquier puesto ocupen en la Iglesia y en la sociedad; y que a todos nos alegre María con su sonrisa buena y nos serene con la maternal seguridad de su mirada.