Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

SOLEMNIDAD DE MADRE ADMIRABLE 
Lc 1,26-38   (GEP 17/10/99)

Sermón

¡Hablamos con tanta facilidad de Dios! Como si su ser fuera llanamente asequible o, al menos, definible. "Dios tal cosa"; "Dios tal otra", dice con ligereza la gente y, con muchísima más prosopopéyica seguridad, hablamos de Dios los curas: "Dios te pide esto"; "Dios es de tal manera"; "la voluntad de Dios es que..." Nos olvidamos de esa antigua afirmación que recoge Tomás de Aquino de que "de Dios sabemos mucho más y mejor lo que no es que lo que es". ¿"Quien ha conocido a Dios"? dice la sagrada Escritura.

Si a duras penas nuestra razón puede alcanzar la seguridad de la existencia de Dios a partir de la realidad que nos rodea y de la historia del universo, una vez que trabajosamente reconocemos que existe ¿qué podremos decir de cómo es? Existe si, pero ¿de qué manera existe? ¿cómo es?... Este nuestro cerebro, apenas apto para analizar y conocer este mundo mediante nuestros ojos, microscopios y ordenadores, casi inepto para comprender verdaderamente aún a las personas que nos rodean, ¿cómo podrá salir de su objeto extendido en el tiempo y el espacio y pensar lo que no tiene tiempo, lo que no ocupa lugar y al mismo tiempo todo lo contiene?, ¿cómo, desde lo finito, especular sobre lo infinito? Por más que El sea el creador y sus obras descubran algo de su ser -ya que todos, de una manera u otra, nos manifestamos en nuestras obras; también Dios- siempre quedará aquello que sostenía el Concilio IV de Letrán "no se puede notar tanta semejanza entre el Creador y la creatura sin que se advierta una desemejanza mayor".

Cuando nuestro lenguaje, formado en contacto con la vulgaridad de la realidad cambiante que cae bajo la percepción de nuestros sentidos y nuestros instrumentos, se eleva, por mero cálculo intelectual, a afirmar el existir divino y pensar en Él, allí caducan las palabras, nuestros términos apenas apuntan lejanos significados, nuestras afirmaciones solo Le señalan sin comprenderlo... Los términos y conceptos chiquititos con los cuales dominamos nuestra realidad humana se vuelven incapaces, impotentes para expresar adecuadamente lo que es Dios. El quedará siempre muchísimo más allá de nuestras fórmulas y definiciones. Nuestras voces solo lo mencionan, pero si pretenden aprisionarlo en conceptos claros y distintos, lo reducen a nuestra medida, lo achican, lo transforman en ídolo y en fetiche, nos llevan a la superstición.

Pero ¡oh! ¡constante pretensión del ser humano! aún en medio de titubeos y errores, el hombre se empecina en conocer Aquel o aquello que está en el origen misterioso de todas las cosas y de nuestras propias vidas. Y Dios, a pesar de la imposibilidad radical del hombre para verlo en esta vida, no se ha negado a ir revelando -más allá de lo que lejanamente podemos conocer de El mediante las creaturas- algo de su ser, algo de lo que vive en la esplendente luz de su intimidad -para nosotros encandilante oscuridad-.

Narra el libro del Exodo que, cuando Moisés está por iniciar su viaje hacia la Tierra Prometida y recibe de Dios la promesa de su constante compañía, esto a Moisés no le basta, le pide más: "Enséñame tu gloria" -le dice- "Muéstrame tu rostro". Y Dios le responde , "Mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida". "Sin embargo haré pasar ante tu vista toda mi bondad ... concederé mi favor a los que quiero y misericordia a los que quiero ."

Si: "misericordia a los que quiero". Toda la historia de Israel esta construida sobre esta misericordia de Dios que supera su justicia. Más allá del juicio implacable del juez, superando los delitos de su pueblo, allende la estricta retribución de los extravíos de Israel, luce en la sagrada Escritura, el atributo divino de la misericordia. Si: Dios no mostrará su rostro, pero se hará conocer sobre todo, por sus actos de misericordia.

Palabra llena de reminiscencias, misericordia, en hebreo, 'rahamim'. Este término curiosamente deriva de la raíz raham - que significa directamente entrañas, más específicamente seno materno, cuando no directamente muchacha, mujer. De tal manera que, en hebreo, la misericordia con la cual Dios se revela y se hace conocer, toma su imagen del vínculo indisoluble de amor que une a una madre con el retoño de sus entrañas, con aquel al cual ha dado vida. Amor de madre que da la vida sacando al hijo de la suya propia.

Es sobre todo con esta palabra 'rahamim', misericordia -que califica al actuar de Dios en el antiguo testamento- como se corrige el matiz puramente varonil, patriarcal, de Dios considerado en masculino, como padre. La paternidad de Dios no queda ceñida a la de la pura imagen del varón sino que se equilibra con esta misericordia entrañable de la madre que termina dominando su figura y su acción. Tanto que el profeta Isaías pone en labios de Dios esta bellísima exclamación dirigida a su pueblo: "¿ Acaso olvida una madre a su niño de pecho, deja de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella te olvide, yo no te olvidaré ".

El amor de madre lleva en si una simbólica del amor mucho más convincente que la del varón. El varón ama, e incluso da la vida, desde fuera: el hijo permanece como exterior a él, ha puesto solo una semilla, lo formará luego desde el exterior con su palabra, con su ejemplo... La mujer no solo da semilla, da su substancia, tanto cuando dentro suyo hace crecer a su hijo con su propia sangre y su propia carne, como cuando lo alimenta de su propia blanca linfa, abrazado el niño a su pecho, en ese abrazo materno al cual retornará tantas veces, hijo o hija, cuando sienta necesidad de amor, de ese querer entrañable que solo puede brindar la madre, en consuelo y ternura, en besos de dilección y de vida. Madre a la que siempre se vuelve; puerto ajeno a los tormentas; abrigo de hogar; cobijo para hambres, tristezas y soledades; reposo y cura del cansancio y heridas de la vida…¡A cuántos varones y mujeres sufrientes, aún ancianos, he escuchado llamar en su lecho de dolor, semiconscientes, a su madre muerta ya hace tiempo: "¡mamá! ¡mamá! ", como cuando pequeños corrían a guarecerse en sus brazos o la llamaban angustiados desde sus fiebres y sus miedos!

Ya sabemos que Dios está mucho más allá de lo puramente masculino o lo puramente femenino. Aún así cuando la Escritura habla del hombre como hecho a imagen de Dios, no lo reduce solo al varón. La antigua afirmación bíblica del Génesis está perfectamente equilibrada: "Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra lo creó".

Y si, en el antiguo testamento, el Dios del cual no podemos conocer el rostro se manifiesta en obras de misericordia y de amor, en el nuevo testamento, se descubre como amor, no ya solo en su actuar, sino en su mismo ser: " Dios es amor ". Amor de padre, amor de esposo, amor de amigo, pero sobre todo, todavía más que en la antigua alianza, amor de madre, amor que se da en el santo Espíritu, que es propiamente materno amor, dador de vida, alimento, cobijo, consuelo...

El misterio trinitario nos insinúa elocuentemente ese amor materno que es propio de Dios. Aún en el interior de lo divino el Padre engendra y acuna a su Hijo, al Verbo, en el seno materno de su amor, en ese amor que es el Espíritu, el santo Espíritu. Hace nacer al Hijo de su propia substancia, de la ternura entrañable de su querer, espirado y mecido en el Espíritu de su maternal amor. "De Patris utero Filius genitus est", "del vientre del Padre ha nacido el Hijo", dice un antiguo Concilio español del siglo VII (DS 526). El Espíritu Santo, el amor nocional, vientre, seno, pechos maternos de Dios en donde se engendra eternamente el Verbo.

Y si está permitido acudir a lo que hay de más humano para conocer al Espíritu que es de arriba y que nada puede describir, se puede decir que existe una analogía privilegiada entre la mujer madre y ese Espíritu de amor. La mujer que da desde adentro mismo de su ser, que entrega su propio ser.

Y la imagen humana perfecta del Espíritu y del amor materno de Dios, en su papel generador del Hijo, es la Virgen María. Ella ha sido asumida en la fuerza de ese Espíritu: " el espíritu santo descenderá sobre ti ". María es extasiada en el torbellino del divino amor materno, en el misterio del Santo Espíritu, en el cual eternamente el Padre engendra al Verbo, haciéndose de ese modo madre terrena del Hijo eterno. En la concepción del Hijo ella fue la réplica terrena del Espíritu; desempeñó terrenalmente la función que en la Trinidad corresponde al Espíritu santo.

Espíritu de amor materno reflejado en el rostro de María, nuestra admirable Madre, aspecto materno de ese nuestro Dios que es a la vez Padre y Madre. Porque si solemos llamar a Dios 'Padre', Padre de Jesús y Padre nuestro, porque es en la iniciativa paterna donde comienza la generación de un niño, cuando se quiere subrayar que Dios es el Padre esencial, Padre permanentemente y por todo su ser, amor que se da constantemente, misericordia, 'rahamim', infinita ternura, el recurso al modelo materno, llamarlo Dios madre, es mucho más elocuente. Porque, más que el padre, es la madre la que se ve implicada y asociada siempre al gestar y al crecer del hijo, a quien concibe y lleva largo tiempo en su seno, en una unión que no se olvida ni se pierde nunca. Madre que, el hijo una vez crecido, se transforma, para él, en vaso, en vientre de amor, unidos por ese cordón umbilical invisible del materno querer que ningún bisturí puede cortar.

Así, indisolublemente unida a Jesús y para siempre, está María, receptáculo del mismo espíritu de amor que también a nosotros en el bautismo nos hace renacer como hijos. Hijos de Dios e hijos de María. En ella, transida de espíritu santo, nos engendra Dios y sigue siendo para nosotros receptáculo de amor y de vida. En ella crecemos a imagen del primogénito, Jesús. En ella recibimos el Espíritu de su Hijo, que como dice Pablo a los Gálatas en nuestra segunda lectura, clama ¡Abba!, ¡Padre! , en nuestros corazones, haciéndonos hijos por adopción.

"Quien me ve a mi, ve al Padre", dice Jesús a Felipe. Pero el rostro materno de Dios lo vemos en María. Ellos, Jesús y María, son, finalmente, ese rostro de Dios que, adaptado a esta tierra, responde al pedido de Moisés. "Muéstrame tu rostro".

Madre Admirable. Ternura, misericordia, entrañas de Dios. María de Belén, María de Egipto, María de Nazareth, pero, sobre todo, María al pie de la Cruz, María acunando en sus brazos el cuerpo bañado en sangre de su hijo Jesús... Angustia, rahamim , entrañas conmovidas de Dios por nuestras penas y extravíos. María, nuestra Señora del dolor... Madre Admirable.

Ahora que todo pasó, ahora madre que eres Reina en el cielo a la derecha de Jesús, ¡admirable Madre!, sigue mostrándonos en tus brazos a Jesús, llévanos al Padre, haz que las madres cristianas, a tu imagen, sepan amar a sus hijos con el mismo amor de Dios que late en tu corazón. Ese amor que hace crecer y que alimenta, que se da y entrega, que es refugio y caricia, entraña y pechos, y que conduce a los hijos a Jesús.

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