Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2000. Ciclo B

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-00)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

             Nacido en Crimea, de raza escita, hacia fines del siglo V, siendo muy joven, un tal Dionisio, hombre de menuda talla, se hizo monje y profesó en un monasterio cercano a Letrán, en Roma. Tenía una facilidad extraordinaria para los idiomas y era lector insaciable. Poco pasados sus treinta años, alcanzó tal renombre de erudito que lo llamaron a colaborar con la cancillería papal de la cual, pocos años después, llegó a ser jefe. Tradujo multitud de obras de padres griegos al latín, haciéndolas conocer así a los cristianos de occidente. Elaboró una recopilación de decretos pontificios y cánones conciliares, llamada luego Colección Dionisíaca, que todavía en el 774 fue regalada por el Papa Adriano I a Carlomagno y cuyo uso se implantó por varios siglos en Italia, Francia, España y África. A pesar de haber sido un personaje tan notable, para distinguirlo de otros Dionisios también famosos, tuvo que aceptar, por su corta altura, que lo designaran con el apodo de 'el Pequeño' o 'el Exiguo'. Y así lo conoce la posteridad, como Dionisio el Exiguo. Sin embargo, de todas sus realizaciones, la que le ha valido verdadera fama, es la de haber sido él quien fijó el año del nacimiento de Cristo y, desde la cancillería papal, inició la costumbre de fechar cartas, acontecimiento y documentos a partir de esa fecha.

            Es sabido que hasta entonces no había en el mundo un sistema uniforme de datar los acontecimientos. Hay que decir que ni siquiera había demasiada noción de tiempo transcurrido, ni de historia como tal. Los hechos conspicuos del pasado se ubicaban más o menos en relación a otros hechos. Los griegos, por ejemplo, como, desde el 776 AC, cada cuatro años celebraron ininterrumpidamente sus famosos juegos en Olimpia en honor a Zeus -las olimpíadas- (hasta que fueron suprimidas por el emperador Teodosio I en el 394 DC), fechaban las crónicas oficiales según ellas: 'por la época de la décima Olimpíada' -decían-, 'durante el año de la trigésima'... Los romanos en cambio ubicaban los sucesos designándolos con el nombre de los dos cónsules que compartían durante el año el poder. Así se decía, "siendo cónsules Marco Silano y Lucio Norbano" o "durante el consulado de Léntulo Getúlico y Cayo Calvisio". Todavía no estaba inventado el número arábigo y los sistemas numerales con letras, sin los decimales y el cero, no permitían una ágil datación en cifras. Así y todo, desde Julio César comienzan, en todo el imperio romano, a fecharse los acontecimientos a partir del supuesto y mítico momento de la fundación de Roma: tantos años 'ab urbe cóndita' -se decía-, 'desde la creación de la urbe'. Todos estos sistemas griegos y romanos y otros más -como por ejemplo: 'en el año segundo del pontificado de tal Papa'- fueron utilizados por la Iglesia en los primeros siglos. Pero, este uso se mostró cada vez menos confiable y poco preciso. Por otra parte era conciencia viva de la Iglesia el que la encarnación del Verbo había marcado una novedad tal en la marcha de la humanidad, un hito tan fundamental, que era obligada la referencia al antes y después de semejante acontecimiento. Y no se trataba solo de un antes y después temporal, sino cualitativo: después de Cristo las cosas habían mudado de tal suerte que todo podía considerarse nuevo. Se había inaugurado otra era, un tiempo inédito.

            La cuestión entonces fué determinar la fecha del nacimiento de Cristo. Y el Papa Juan I tenía en su curia a la persona adecuada para hacerlo: su erudito canciller Dionisio el Exiguo. Después de cuidadosos cálculos éste determinó que Cristo había nacido el año 753 'ab urbe cóndita'. Ese año, pues, fue tomado como primero de la nueva era cristiana y, poco a poco, el papado comenzó a fechar de acuerdo a él sus documentos oficiales. En el siglo IX dicha datación era, en la Iglesia, praxis generalizada y, ya en el siglo X, la nueva cronología se extendía por todo Occidente -y hoy por casi todo el mundo, aunque los judíos ortodoxos hayan comenzado a fechar, en reacción al cristianismo, a partir de la supuesta fundación del mundo y los mahometanos a partir de la Hégira-.

            El único pequeño problema es que Dionisio el Exiguo, a pesar de toda su erudición, fijó la fecha, confundido por datos ambiguos de Lucas y Mateo, por lo menos cuatro años después de los reales acontecimientos. Para hacerla corta: con los pocos y embrollados datos que nos transmiten los evangelios y las fuentes extrabíblicas hay que decir que no es posible fijar con exactitud la fecha del nacimiento de Jesús. Ciertamente no lo hizo después del año 4 AC -cuando muere Herodes-. Tampoco antes del 10. Por lo cual la máxima aproximación a la que podemos llegar es decir: Cristo nació en algún momento entre el año 4 y el 10 ¡antes de Cristo!

            Pero ni esto, ni el hecho de que el segundo milenio en realidad concluya el 31 de Diciembre del 2000, pueden hacer disminuir el significado simbólico que esta cifra redonda del 2000 -que tanta polvareda anda levantando en nuestros días- representa para la Iglesia y para la humanidad. El hombre vive de símbolos y de signos: celebra bodas de oro, festeja bodas de plata, le gustan las cifras redondas, aunque todos sepamos que el que se trate de 49, 50 o 51 años no cambia la cosa en si. El mismo día fijado para la Navidad, 25 de Diciembre, la Iglesia lo ha señalado desconociendo el día preciso en que nació Jesús y, circunstancialmente, en el siglo III, para cristianizar una celebración pagana al sol.

            Que el mismo comienzo de año sea el primero de Enero también es fortuito. En realidad el calendario romano que básicamente usamos tenía como primer mes a Marzo, puesto bajo el patrocinio de Marte, por eso septiembre era el séptimo mes, octubre el octavo, noviembre el noveno y diciembre el décimo, como lo indica la etimología de su nombre, y no, respectivamente, el nono, el décimo, el onceno y el duodécimo como ahora. Pero resultó que los cónsules -que como dijimos, daban su nombre a los años- asumían en Enero y, poco a poco, resultó más cómodo empezar el año alli.

            Pero la matemática del tiempo medida por el girar de la tierra alrededor de su eje y el orbitar de ella alrededor del sol, no es una pura medida física. El año terrestre adquiere, por la presencia del ser humano, una distinta densidad a la del girar de cualquier planeta o satélite o estrella vacíos de vida y de pensamiento y por lo tanto sin verdadera historia.

            Una cosa es el tiempo que miden cuantitativamente nuestros relojes, la clepsidra, el péndulo, el cronómetro de cuarzo en la regularidad aritmética de su frecuencia,... y otra el tiempo cualitativo, vivido, marcado por acontecimientos, por decisiones: 'desde que me recibí', 'desde que me casé', 'desde que me convertí', 'desde que la conocí'... Al tiempo puramente cuantitativo -suma de segundos y de minutos y de años-, los griegos lo llamaban cronos; al tiempo humano, vivido, marcado por densidades y vacíos, encuentros y desencuentros, luces y sombras, lo llamaban kairós.

            La historia no se rige exclusivamente por la regularidad boba del calendario, sino por escalas, por paisajes, por convergencias, por coyunturas, por profundidades esenciales... No por abscisas y ordenadas sino por acontecimientos e irrupciones. No necesitamos fijar fechas cuando decimos 'el período romántico', 'el clásico'. Tampoco importa descubrir la datación precisa del nacimiento de Alejandro Magno o de San Benito o del estallido de la Revolución Francesa: son personajes y hechos cuya proyección desborda la cronología... Tampoco las eras, las civilizaciones, se encuadran en el esquema de la pura materialidad del tiempo. Todas estas cosas de por si se ubican en su propio kairós -dirían los griegos-, no en el crónos, que es un mero telón de fondo rutinario y sin alma de la auténtica vida...

            Pero cuando la misma eternidad, dimensión divina, se introduce puntualmente en el tiempo, cuando determinadas coyunturas terrenas se hacen translúcidas al panorama trinitario, su fijación mecánica en un instante medido se torna irrisoria, porque esos hechos desbordan todo límite y son capaces de llegarnos y tocarnos en los 'ahora' de todos los tiempos y lugares. La encarnación es uno de esos acontecimientos que rompen las fronteras de los relojes y las geografías. Más aún: se ubica en un kairós, en una dimensión que trasciende no solo este o aquel siglo, sino toda la historia del universo: "al llegar, no tal fecha -dice Pablo a los Gálatas- la plenitud de los tiempos (¡La plenitud de los tiempos!) envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, (...), (...) para que recibiéramos la condición de hijos".

            Pero la cifra mil para toda la antigüedad designaba un número fabuloso que servía para designar máximos valores: "¡mil años de paz!", "¡mil años de felicidad!" eran formas de desear al otro, entre los hebreos, paz y felicidad sin fin. Mil años de dominio de Cristo resucitado sobre la tierra, preanuncia el Apocalipsis.

            Sea lo que fuere pues de la cronología exacta del nacimiento del Señor y de los años y días precisos que nos separan de él, la Iglesia nos invita, en el marco simbólico del doble milenio, a reencontrarnos especialmente con el acontecimiento de la encarnación, acaecimiento no pasado sino constantemente presente en el transcurrir de nuestra historia desde la inauguración de la plenitud de los tiempos, en una presencia que se hizo carne también en nosotros en el kairós del día de nuestro bautismo cuando recibimos la condición de hijos; que se hace pan en el altar, cuando lo invoca la palabra recreadora de la consagración, y eficacia sanante en el sacramento del perdón... Con el poder de las llaves el Papa ha querido, mediante el jubileo, densificar el transcurrir de este año que comienza con especiales reclamos y ofertas de perdón. Quiere condensar en él más vivamente la presencia del nacer vivificante de Jesús. Oportunidad para encontrarnos con el verdadero sentido de nuestro tiempo, y aprovecharlo para lo único que importa, hacerlo camino de eternidad. No lo vivamos solo cuantitativamente, como 365 días medidos por 24 horas de sesenta minutos, con la sola particularidad del salto del uno al dos y los tres ceros, como si el cambio de cifra, fruto casual del error de Dionisio el Exiguo, tuviera algo de importante o mágico de por si, hagamos de este año jubilar -milenio simbólico, sacramental, tiempo cualitativo, kairós- hagámoslo palpitante de decisiones, de cambios, de compromisos, de amores, preñémoslo de oración, de encuentros con Cristo y con los demás... Crezcamos de enanos a gigantes, de alfeñiques a atletas, de mediocres a santos...

            Que María, Madre de Dios, la mujer espléndida por cuya puerta lo eterno fecundó al tiempo y bajo cuyo patrocinio la liturgia coloca el primer día del año, así nos lo conceda.  

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