2001. Ciclo C
SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-01)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.
SERMÓN
Mucha gente pregunta "¿no podría Dios habernos creado directamente en el cielo?" "¿para qué hacernos pasar los dolores de las pruebas de este mundo, el esfuerzo del crecimiento, el riesgo de la muerte perpetua?" La respuesta no es tan fácil. Uno podría decir: "En realidad no, Dios no nos puede crear directamente en el cielo". Y estaría afirmando algo de verdad. Pero también podría decir: "Es que Dios ciertamente crea a los elegidos directamente en el cielo". Esta percepción de que nos estamos recién encaminando hacia Él es algo puramente humano y subjetivo. Desde Dios, que inmutablemente vive en la eternidad, la creación de Cristo y los salvados es instantánea. De hecho esa es la verdadera creación: esos nuevos cielos y nueva tierra en donde Dios habrá finalizado su obra y que, en su eternidad sin pasado ni futuro, puro presente, ya está realizada.
Lo que sucede es que el acto creador, que en Dios es eterno e instantáneo, cuando se refracta en el prisma de la creaturidad, del tiempo, desde nuestro punto de vista parece que se está realizando, que no está terminado, que falta acabar. Y así, desde nuestra situación temporal, la plena realidad de la creación está en el futuro. Así es falso afirmar "Dios creó al mundo". De ninguna manera: "Dios lo está creando", "lo creará". Por ello cuando nos dicen: "Si Dios es tan bueno y tan poderoso ¿porqué permite el mal, el dolor, el pecado, todo eso que afea el mundo y la vida de los hombres?", entre otras cosas, hay que responder: "Pero ¿quién le dijo a Vd. que Dios ya ha terminado su obra?" "¿Cómo le critica Vd. algo que todavía no ha acabado?" "¿Acaso puede Vd. reprochar al arquitecto, en las primeras semanas de su labor, el que el edificio no tenga paredes, falte la luz, llueva en las habitaciones, no haya agua corriente? Espere que la casa esté terminada y entonces recién critique". Así pasa con este mundo que solo está en gestación, en proceso de construcción, en columnas de hormigón con todavía el encofrado...
Sin embargo todavía podemos preguntarnos ¿porqué ha de pasar el actuar eterno e instantáneo de Dios, por la morosidad del tiempo y de la historia? ¿Porqué lo que es atemporal en lo divino debe hacerse miles de millones de años en la historia del cosmos, millones de años en la de la biología, cientos de miles de años en la de los primates, miles en la del 'homo sapiens', decenas en la de cada uno de nosotros? ¿No podría El, con una varita mágica, darnos todo terminado?
Es que la creación no es sino manifestación de la bondad divina. Intento de dar, fuera de Su existir trinitario, la posibilidad de ser a otras realidades. La creación es amor de Dios que se comunica en regalo. Él no la necesita, élla no le añade un ápice a su felicidad infinita. Nada puede aumentar la riqueza del vivir divino, ya, todo Él, desplegado en las procesiones trinitarias. Todo lo que innova hacia nosotros es generosidad, magnanimidad, don. Y parte del don es que, no solo da a la hermosa realidad el existir, sino, a la manera de Dios, también el causar, el realizar... E incluso el poder acceder a lo que nos regala como obtenido por nosotros. Por eso, ya desde el aparecer de la materia primigenia, Dios la dota, no solo de electrones orbitando u oscilando bellamente alrededor de sus protones y neutrones, sino de dinamismo, interactuación, posibilidad de combinarse, de crecimiento, de plasmación de otras realidades. No solamente ser, sino causar, producir más ser... Y parte de esa actuación esta vectorizada por el tiempo. No necesitamos recurrir a las intuiciones geniales de Einstein para darnos cuenta de que la temporalidad es dimensión constitutiva del realizarse y crecer de la materia. Ya los antiguos hebreos extendían la obra creadora en una cronología simbólica.
Pero esa riqueza del ser, reflejo lejano del trino existir divino, que se dilata en don y en poder de engendrar y luego de crear, se hace especialmente patente cuando aparece la vida. Ahora si que vivir no es solo aislarse en la existencia recibida sino darla: procrear, crear hacia delante, producir nuevas especies, forjar la vida de nuevos individuos, ser progenitores, padres, madres...
La creación de Dios, pues, se despliega en el tiempo concediendo a sus creaturas el poder ser no solamente creadas, sino, a su vez procreadoras, de alguna manera creadoras...
Esta riqueza de la creatura se hace especialmente fecunda, cuando aparece el ser humano, dotado de libertad, capaz de inventar conscientemente, de crecer en el conocimiento, de crear cultura, de transformar el mundo mediante la técnica y el trabajo, "llenad la tierra y sometedla, transformadla". El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, no mágicamente, sino con el esfuerzo de millones de años de bríos causales y concreadores de la materia cocinándose en hornos de estrellas y bullendo en la sopa primigenia de los mares y en el entrevero de las plantas, de los saurios, de los insectos... (¡Belleza de Dios! ¡Riqueza de sus dones!) Pero, desde entonces, es el hombre quien ha de tomar el timón de la creación, gerente de tierras y de mares, un día también explorador y dueño de estrellas y galaxias...
Sin embargo no solo para ello nos ha creado Dios, ni para engendrar hijos -en la obra más maravillosa del hombre que es, en el amor matrimonial, regalar vida y acrecerla en afecto y enseñanza-. Todo este despliegue de existencia, proexistencia y propagación de la existencia de lo humano no son más que prolegómenos a lo que Dios quiere conceder -y ya ha concedido y terminado en su eternidad-: quiere dar no solamente la multiforme manera como sus dones reflejan lejanamente su plétora divina, sino su mismo infinito ser, sobrecogedora belleza, sinfonía de arpegios sin fronteras, comunión extática de trinitario amor... En realidad el prólogo, la introducción, que en el fondo es esta creación tal cual inacabada, no ha sido hecho sino para recibir, en el hombre, esa locura del divino amor que quiere darse todo, sin reservas, a él.
Porque ¿cómo y a quién dar Dios, embriagado de amor, la infinitud de su ser? Aún para Él es imposible crear otros dioses. El absurdo, lo contradictorio no entra en las luminosas perspectivas del poder divino. Pero sí puede formar una creatura, limitada, falible como toda creatura -riesgo que ni Dios puede evitar- capaz de gozar de las riquezas divinas mediante lo único apto para hacernos comulgar con la felicidad de otros: el querer, el amar. Es el amor de la creatura a Dios, posibilitado por la gracia que los pone al alcance, el que hará que, sin ser Dios, el hombre, mediante el amor a El, pueda participar de su divino existir.
¡Ah si! ¡Pero no existe el amor impuesto, forzado, comprado! Al menos el verdadero amor... Si Dios quiere hacer compartir su vivir ilimitadamente intenso a una creatura, ha de hacerla libre, capaz de optar enamorada, pero también de rechazarlo en la indiferencia, tanto más que, como cualquier objeto de amor, para gozarlo y apreciarlo hay antes que elegirlo y Dios, antes de ser percibido en su fascinante e irresistible belleza, solo puede manifestarse en signos, en anticipos que no siempre nos atrapan, en las huellas que deja en la creación, en el rostro crucificado de su Hijo...
Y porque puede ser rechazado, ese tiempo -que es la elasticidad de la creación vista desde nuestra perspectiva en desarrollo- se transforma en aliado de Dios. El tiempo es para el hombre oportunidad de crecer, de ver, de entender, de aprender a amar -como ha de amar a Dios- amando a los demás, desilusionándose también en el choque con el límite, con el dolor, con lo inacabado, intuyendo la imposibilidad de saciar su hambre de amor en este mundo, encontrándose con la palabra de Dios, no solo en el acontecer del cosmos y de las vicisitudes de sus jornadas, sino en la que resuena desde la Iglesia o en el amor que reflejan las sonrisas y acciones de sus santos.
Y entonces el perfecto acto de amor de Dios, identificado con su eterno ser, se refracta en nuestro tiempo en juego de seducción, de galanteo, de búsqueda de nosotros sus amados, en desesperado juego intentando extraer de nuestros labios un si de amor que nos proyecte más allá de esta vida a sus abrazos cálidos de Padre, de Hijo y Esposo, de Espíritu santo.
Y así estamos nosotros, en el tiempo de este mundo inacabado, buscados incansable e inconsolablemente por Dios, que no puede sino crearnos desde su eternidad mediando nuestra libertad, nuestras acciones, nuestros amores... y corriendo el riesgo de nuestros desaires, de nuestros errores y desamores, llamándonos tenaz, porfiadamente, desde su horizonte de luz, para que alcemos nuestra vista de las distracciones y fijaciones en lo que solo son etapas.
La fecha convencional de un nuevo año que comienza -un lugar cualquiera de la órbita que recorre la tierra alrededor de su sol-, es buena ocasión para reflexionar sobre el sentido del tiempo, lugar de encuentro, de divino noviazgo, donde, desde que aparece el hombre, se desarrolla el bíblico poema de amor del Cantar de los Cantares.
Dios realiza su creación mediante las facultades creadoras que concede a la materia "Y dijo Dios: produzca la tierra verdor, frutos con sus semillas dentro". Semillas de vida, semillas de amor, poder nuestro de hacer de nosotros lo que queramos... Ayudar a la construcción de este bello pero caduco mundo, antesala del nuevo, para que sirva de escenario a las obras de amor que harán que la obtención de aquel que perdura para siempre, también sea obra nuestra, obra de nuestra libre y viril respuesta al amor de Dios.
Que María, la madre de Dios, cuya libertad enamorada fue la primera que se hizo plena recepción al requiebro divino, en su Si, que resuena vivo para siempre desde los espacios estables sin confines, nos soporte en nuestra debilidad y nos haga también a nosotros, ambulando torpemente a través del tiempo, concreadores del hombre y la mujer definitivos que seremos en la consumada creación. Y que ya somos para Dios.
Feliz año.