Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1975. Ciclo A

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
1-1-75

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

No solo los protestantes, muchos católicos, hoy en día, parecen ir perdiendo la debida consideración que, en la vida cristiana, ha de tener María. Su culto parece oscilar entre una vaga devoción sentimental sin asideros racionales –y a la cual todavía, gracias a Dios, todos nos aferramos por el magnetismo de su impar figura‑ y una fría y ecuménica aproximación bíblica a la que nos tienen acostumbrados los teólogos modernos y que, en el fondo, poco nos dice y hasta parece apuntar a desvalorizar y humanizar excesivamente el papel de la Madre de Jesús.


De las horas de Juan de Francia, Duque de Berry, Anunciación, 1404-1409, Metropolitan Museum, New York

Claro que todo esto es paralelo a la desacralización y horizontalización que, en estos aciagos tiempos de confusión, está sufriendo nuestra fe. Si el mismo papel de Cristo tiende a reducirse al de un desdibujado profetismo politizante y liberado, y la Trascendencia de su divinidad queda apagada en las aguas turbulentas y proletarias del tercermundismo ¿cómo no va a quedar disminuida la figura de María, su madre, a la de una buena mujer aldeana, sin más mérito que el de su basta fe, su pobreza de villera y sus maternos dolores frente al hijo revolucionario injustamente torturado y muerto por los opresores del pueblo?
No: no es desde categorías sociológicas o políticas cómo podemos entender a María, sino desde lo más profundo del misterio de la redención y de la encarnación del Verbo, segunda augusta Persona de la Santísima Trinidad.

María no ha sido simplemente la madre de un personaje histórico, de un benefactor de la humanidad, de un prócer, de un grande hombre, de un héroe internacional, de un prohombre. María es Aquella que al Dios omnipotente, creador de cielos y de tierra, puede llamar “hijo mío”.
Llevó a Dios en su seno, lo amamantó, lo acunó en sus brazos, le prestó su sangre y su carne inmaculada, lo arrulló en sus sueños, lo vigiló en su infancia, lo acompañó en su dolor y en su calvario.

Cuando, desde la eternidad, antes de los tempos, en el abismo insondable del infinito, Dios pensó todos nuestros nombres y apellidos –todos y cada uno de los hombres y mujeres de la historia‑ desde el hombre de Java hasta el ‘homo supersapiens’ de Alfa del Centauro y, en su proyecto de amor sublime, previó encarnarse, de entre todas las criaturas que excogitó en su mente ¡una! para Madre suya se eligió.
Y, entonces, desde que átomos y moléculas, en el albor de los tiempos, comenzaron a agitarse en la materia primigenia y se transformaron en planetas y en estrellas, y mientras se enfriaba la tierra y cuando surgía la primera chispa de la vida y cuando brontosaurios y pterodáctilos disputaban sus presas, y en el momento en que el espíritu irrumpió en la zoología y apareció el humano, y cuando surgían y caían civilizaciones y se construían pirámides y corrían los carros de guerra y se cantaban poemas y se comerciaba y filosofaba en los foros y las ágoras, mientras tanto, Dios –que todo eso plasmaba con sus manos de alfarero‑ una meta tenía, en María pensaba.

No solo porque Ella había de ser el cofre precioso, la bandeja gemada, áureo relicario, copón de filigrana, cuna de plata del hijo Dios, sino porque, en su misterioso respeto por la libertad humana, esa maternidad por la cual Dios se regalaba a Si mismo al mundo debía ser un acto libérrimo de María en representación de toda la creación.
María no es Madre de Dios porque éste ‘de prepo’ la haya tomado y usado como puerta fisiológica de su Encarnación. La maternidad de María no es solo cuestión de útero y de ovarios, placenta y parto‑ como dicen los protestantes‑. María preña su seno inmaculado después de haber preñado su alma.
No células y cromosomas solamente: es su ‘sí’ iluminado por el ángel de la anunciación; ‘sí’ de aceptación plena; ‘sí’ lúcido, en que el pavor de la misión tremenda que Dios le ofrecía abrazar aparecía con toda claridad en su mente alumbrada por la gracia; ‘sí’ que pudo –porque Dios la quiso libre‑ haber sido no; ‘sí’ del cual dependió mi salvación y la tuya y la de todos –y Ella pensaba en mi y en vos cuando lo dijo‑; es ese ‘sí’ el que la hizo madre de Dios –y madre mía y madre tuya‑.

Y por eso Dios la hizo perfecta, estupenda, maravillosa mujer, porque había de ser Su madre y porque sobre sus femeninos frágiles hombres debía descargar el peso de la responsabilidad de la elección suprema de la historia.
Y, entonces, allí, en Palestina, hace dos mil años, pisó la tierra la obra maestra, el ‘capolavoro’, la manifestación eximia del arte del Creador: María Nazarena. Ante la cual palidecen ángeles y arcángeles, querubines y serafines, héroes y santos.
María ha dicho ‘sí’ por nosotros y, a través de ese su ‘sí’ que la hizo madre de Dios y madre nuestra, ofrece a cada uno de nosotros la gracia de Cristo Salvador y, por eso, nuestra salvación depende de Ella y, por eso, es la Mediadora de todas las gracias.

Que en este año de nublados pronósticos y ominosos presagios que hoy iniciamos nos pongamos todos bajo la materna mirada de María. Ella no solo no nos niega ni se hace rogar para abundar en sus mercedes: Nos las ofrece a raudales, porque para eso dijo una vez el ‘sí’ que la condenó al martirio. Lo sigue diciendo ahora, dichosa, en el cielo, por toda la eternidad.

María, madre de Dios, excelsa Señora, augusta Reina, sublime Dama. Pero también madre nuestra, madre mía.
María, mamá, haznos santos. Llévanos un día al cielo con tu Hijo, Dios, Jesús, nuestro hermano.

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