Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1980. Ciclo C

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-80)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

Hemos iniciado la novena década del siglo. Ya han comenzado a nacer los que dirán, algún día, mirando a estos tiempos como infinitamente distantes, “allá por los años setenta”, como nosotros decimos ahora “allá por los años treinta”.

¡Velocidad de los años!

Nos damos cuenta de lo rápido que pasan cuando los desgajamos de a diez como ayer a medianoche. Tiempo que, como todos sabemos, más rápido transcurre para uno cuanto más suman los años: Nunca llegamos a los veinte años, pero, después de superada la fatídica barrera de los treinta, enseguida cumplimos cuarenta, y cincuenta, y sesenta…

Todavía recuerdo la impresión que me causó cumplir los treinta; salir de los veinte pico. Los cuarenta me impresionaron menos.

Pero a todos les pasa. Porque, hasta más o menos los treinta, los cuarenta, en el hombre todo es esperanza, futuro, ilusiones. Todavía hay infinidad de caminos por delante; todos adornados con el optimismo de nuestros mejores sueños.

De pronto, la cuarta década nos coloca frente a la realidad de que ya hemos recorrido, probablemente, la mitad de la vida. La que no encontró marido ya comienza a perder las esperanzas. El que no se recibió, difícil que lo haga. Se han cerrado ya muchos senderos. No es fácil cambiar de ruta. Ya hemos probado la diferencia entre las lunas y mieles del noviazgo y la, a veces, dura realidad del matrimonio. Nos hemos topado con la fatiga o monotonía de nuestro trabajo y profesión. Muchos errores se han acumulado en el camino, muchas posibilidades perdidas que, a lo mejor, ahora, nos reprochamos. Frustraciones amargas –quizá no tan graves pero siempre dolorosas- han marchitado nuestro optimismo juvenil. Nos hemos topado con nuestras limitaciones, nuestras faltas de capacidad y, también, con la severa realidad de un mundo que tantas veces no nos reconoce, o es injusto o indiferente con nuestros valores y talentos.

Claro que uno, todavía a esa edad puede consolarse con la historia de Julio Cesar . Antes de llegar a lo que llegó, él mismo, teniendo treinta y tres años, enviado como oscuro cuestor a España -narra Suetonio- al desembarcar en Cádiz, viendo una estatua de Alejandro Magno cerca del templo de Hércules, comenzó a lamentarse, enojándose consigo mismo por no haber llegado a nada a una edad en la cual Alejandro ya había conquistado el mundo. Claro que Julio Cesar hubo uno solo. Además, habría que ir buscando otro consuelo para los cuarentones como yo porque a esta edad sí que Julio César ya había llegado a algo.


Julio César en Cádiz
Federico Godoy, 1894

El asunto es que el tiempo pasa y, es claro, sería terrible si solo sirviera para ir concretando y realizando los anhelos de nuestra adolescencia, de nuestra juventud, porque como, de hecho, solo en un puñado se realizan, la existencia humana sería el absurdo de una gran mayoría condenada a la mediocridad o penas de una vida pasajera llena de frustraciones y desilusiones alrededor de un puñado, apenas, de personajones satisfechos. Afortunadamente las cosas no son así. Primero, porque el hombre de sentido común, termina por darse cuenta de que no son sus ambiciones de joven realizadas las capaces de hacerlo feliz, sino otras realidades, mucho más simples y sencillas, quizá no explícitamente buscadas pero fuertemente arraigadas en lo inconsciente del querer humano y que pueden satisfacerse aún dentro de las limitaciones más estrechas en nuestras realidades familiares y amicales; y, segundo, porque el cristiano sabe que, más allá de las apariencias humanamente grandes o pequeñas de este mundo, la verdadera grandeza y el éxito están allende este tiempo, en lo sobrenatural, y se va gestando, aún en acciones sin ningún valor antes los hombres e, incluso, en los fracasos, con los dinamismos de la Gracia.

En vistas a este objetivo superador de lo humano el tiempo que pasa no interesa demasiado.

Para llegar a general es imposible comenzar la carrera militar a los treinta años, ya no puedo ni ingresar de cadete. Difícil llegar a abogado o ingeniero empezando a estudiar a los cincuenta. Pero –como dicen que sucede con el aerobismo-, para llegar a santo, no hay límite de edad. Siempre estamos a tiempo; siempre podemos empezar: a los veinte, a los sesenta, a los ochenta. Y para estos renuevos y renacimientos en cualquier sarmentosa etapa de nuestro existir en este mundo contamos con una gran aliada. Aquella que Madre de Dios, es la presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios entre nosotros.

Porque Dios nos ha dado a Su Madre como madre. En el orden sobrenatural es Ella la encargada, desde su influjo materno divino, de ir haciéndonos crecer como hermanos de Jesús.

¿Quién no sabe, hoy en día, que, en la educación de un ser humano, son coprotagonistas necesarios el padre y la madre? Los principios paterno y materno van temperando diversamente y aportando cada uno sus matices y riquezas al educando.

Sería largo describir sus respectivas características, pero, como Dios ha querido acercarse al hombre respetando su manera de ser y adaptándose a ella, en María, plasmando el orden de lo sobrenatural humano canalizándole a través de lo materno, no quiero dejar de pasar una de las tantas observaciones de la psicología contemporánea al respecto.


Bouguereau , William (Pintor francés 1825-1905)

Y es la de que, frente a la necesidad de ser amados que todos tenemos, el amor de la madre es el más plenificante. Porque es el más seguro, el más incondicionado.

Todos los demás amores y aprecio de la gente tenemos que ganárnoslos con nuestras cualidades, con nuestras virtudes, con lo que valemos. No así el de la madre. No tengo que hacer nada para que ella me quiera. Todo lo que necesito es ser su hijo.

Por eso el amor de la madre significa siempre dicha, paz, cobijo. No hace falta conseguirlo, ni merecerlo. En realidad el amor sin condiciones corresponde a uno de las ansias más profundas de todo ser humano. El que nos amen, en cambio, por nuestros méritos, porque uno se lo merece, siempre crea dudas, incertidumbres -¿complaceré todavía a la persona que quiero que me ame?-. Este tipo de amor corre el peligro de ser retirado y, en el fondo, me doy cuenta de que no me aman a mí, sino a mis méritos, a lo que yo puedo redituar a aquel que dice amarme. Mi seguridad existencial, mis pies en la tierra, necesitan de la solidez incondicionada del amor de la madre. En realidad el mismo matrimonio debería ser así. Tender a una mutua entrega definitiva de un amor sin condiciones, de puro compromiso y promesa. No de negocio sentimental o amoroso.

El padre representa un principio diferente –y estoy hablando de arquetipos ideales, porque, en concreto, no todo amor materno es de la naturaleza del descripto. Amén de que en los padres suele haber mucho de madre y en las madres, de padre.

El asunto es que, de acuerdo a los psicólogos, el amor paterno es percibido por el hijo como condicionado. Su principio inconsciente es “ te amo ‘porque' llenas mis aspiraciones, ‘porque' cumples con tu deber, ‘porque' eres como yo, ‘porque' respondes a mis expectativas ”.

De alguna manera, el amor paterno debe ganarse. Puede perderse si el hijo no hace lo que el padre espera. A la naturaleza del amor paterno débese el hecho de que la obediencia constituya la principal virtud; la desobediencia el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del amor del padre. El psicoanálisis acierta en muchas de sus concepciones.

El padre es, así, ley, orden, autoridad y, por tanto, posibilidad de castigo. La madre, en cambio, dice: “ no hay ningún delito, ningún crimen que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de que vivas y seas feliz ”.

Por eso ¡qué terrible, en la finitud de nuestras representaciones, una religión que mostrara a Dios solo en su figuración inevitablemente paterna y masculina! El Dios de la justicia, de la ley, de los mandamientos, que, si no cumplimos se enoja con mostros, si pecamos nos mira airados, si le fracasamos nos da la espalda. Algo de eso nos presenta de Dios el Antiguo Testamento. Por supuesto que Dios no es así. Pero nuestra psicología tiende inevitablemente a verlo de esta manera.

Por eso, para que no haya ninguna duda de que, en Dios, la misericordia es el ápice de Su justicia, y el amor –como dice Juan- el nombre que mejor Lo expresa, nos ha dejado como madre en la gracia a María, Su propia madre, con su bullente corazón materno todo para nosotros.

De allí que la liturgia quiera comenzar el año con esta solemnidad de María, la Madre de Dios y madre tuya. Para que sepas que, aunque ya hayan pasado muchos años, aparentemente perdidos, siempre puedes volver a empezar. Que aunque durante el año que comienza muchas veces falles y peques, siempre has de poder volverte a levantar.

Porque Ella, María, representante de la parte más importante del amor con que Dios te ama, nunca te dejará de querer, y de llamar, y perdonar.

Quizá tengas vergüenza, alguna vez, de presentarte fracasado y pecador delante del Padre. Nunca delante de María. Ella jamás te rechazará, no le importa lo que hiciste o dejaste de hacer, ni los pecados ni los mandamientos.

Ella, tu madre, te ama; y siempre te amará.


Bouguereau , William (Pintor francés 1825-1905)

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