1996. Ciclo A
SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-96)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.
SERMÓN
La solemnidad de Santa María, Madre de Dios, con la cual comenzamos el año, no es simplemente una conmemoración más de la Santísima Virgen, ni una piadosa devoción introducida después del concilio para reemplazar la fiesta de la Circuncisión de Jesús, o solo para poner bajo el amparo maternal de María el año que comienza: se trata de afirmar una de las verdades más fundamentales del cristianismo, en la indisoluble unión del misterio de Cristo con el de María.
Hoy, de tanto repetirlo a los cristianos nos suena cotidiana, poco llamativa la frase Santa María, Madre Dios; pero en las primeras épocas del cristianismo tal título, sonó a los oídos de algunos eruditos como algo estrafalario. ¿Cómo era posible que Dios, eterno, inmutable, infinito, origen de todas las cosas, tuviera madre? Eso podía no ofrecer problemas a los simples, a los poco instruidos, a los paganos -que admitían, en su imagen equivocada de lo divino, tantos nacimientos y maternidades de dioses- pero, para la gente culta, aquellos que sabían que Dios no podía tener principio ni fin, ni mutación alguna, hablar de una madre de Dios parecía un verdadero dislate. ¿Y acaso la revelación judía no había demostrado terminantemente la trascendencia absoluta de Dios a todas sus criaturas? Si El era el Creador y por lo tanto anterior a todas sus criaturas, ¿cómo una mujer, criatura ella, iba a ser madre del Creador?
De hecho en el siglo V, en una de las ciudades más sofisticadamente intelectuales de la antigüedad, ex capital del reino de los seléucidas, Antioquía, donde se había fundado un centro de estudios que pretendía rivalizar con la gran capital intelectual del mundo, Alejandría, se especulaba que, en realidad, entre el hombre Jesús y el Verbo no existía sino una unión moral, dinámica, pero de ninguna manera una verdadera unidad; de tal modo que, entre otras cosas, María, de ninguna manera era madre de Dios, sino solo madre de Jesús, del hombre.
En Alejandría, al contrario, se tendía a afirmar que la naturaleza humana de Jesús se había como disuelto en la naturaleza divina, identificado totalmente una con ella. Error también grave, porque o hacía de Dios algo mutable, plástico, capaz de mezclarse con lo creado o, en la transformación, hacía desaparecer lo humano, lo creado, haciendo esfumarse la naturaleza humana en la divina. Es lo que luego se llamó la herejía monofisita: una físis, una naturaleza.
Mientras las cosas se debatían a nivel teológico y académico la cosa pareció no importar demasiado. Pero de pronto se tocó la piedad popular, justamente en uno de los títulos en esa época más populares de María: la theótokos, se le decía en griego, la engendradora o madre de Dios. Cuando un monje antioqueno, Nestorio, que luego llegó a ser patriarca de Constantinopla, allá por el año 428, no en las aulas de los eruditos, sino en el púlpito, empezó a predicar al pueblo que María no era theótokos, madre de Dios, sino solo Cristótokos, madre de Cristo, allí se armó la de San Quintín. La gente lo quería linchar. El emperador tuvo que poner guardia permanente en su vivienda.
A pesar de las cartas furibundas de Cirilo, el patriarca de Alejandría y del papa Celestino I, Nestorio seguía empecinado en sus convicciones teológicas y no perdía oportunidad de defender sus puntos de vista.
De tal manera que finalmente hubo que pedir al emperador de Oriente, Teodosio II y al de occidente Valentiniano III, que ayudaran a montar un concilio ecuménico. Este se reunió finalmente, en el año 431, en la prestigiosa ciudad de Éfeso, en Asia Menor, lugar no solo apto por sus instalaciones para este tipo de congresos, sino que se decía que había sido el lugar donde la Virgen había pasado sus últimos años de vida en este mundo.
Allí, solemnemente, a pesar de las terribles discusiones y acusaciones mutuas, debiendo comparecer siempre Nestorio con sus guardaespaldas para que no lo apedreara el pueblo, finalmente se lo excomulgó y, entre otras, se aprobó esta proposición: "Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios -theótokos-, sea anatema".
Cuando se conocieron estas declaraciones el pueblo llevaba en andas a sus obispos en medio de fiestas y jolgorios. Éfeso estuvo una semana iluminada por los festejos que continuaron día y noche.
En Roma el papa, que ya era Sixto III, hizo colocar en el arco del ábside de Santa Maria Mayor los mosaicos de la Virgen María que todavía hoy subsisten, aunque malamente restaurados en el Renacimiento.
Más tarde en el Concilio de Calcedonia del 451 se hubo de precisar que, de todas maneras, la unión se hacía sin ningún desmedro de la naturaleza humana y sin ninguna mutación o cambio de la divina, porque no se hacía en la fisis o naturaleza, como enseñaba heréticamente el monofisismo, sino en la hipóstasis, en la persona, de tal manera que Jesús era ciertamente una sola hipóstasis, una sola persona, pero dos naturalezas, perfectamente distintas, la divina inmutable, y la humana creada.
De todos modos nadie sostuvo nunca que María -como en realidad ninguna madre- era creadora de su hijo, sino que sencillamente lo había engendrado y dado a luz, de tal manera que siendo madre de la persona, de Jesús, lo era también de su naturaleza, tanto divina como humana, aún cuando Dios fuera el Creador eterno y siempre igual y el mismo, y María criatura, cambiante y temporal. Pero ya esas disquisiciones quedaban en manos de los teólogos. Lo importante era que la denominación María, madre de Dios, que le daba la gracia y el privilegio incomparable de ser la mujer mediante la cual Dios había nacido como hombre entre los hombres, no solo quedaba para siempre en la plegaria y piedad de la iglesia sino que sera por todos los tiempos y en el cielo, el mayor título de gloria que pueda jamás tener una criatura, y prerrogativa exclusiva de la Virgen Madre.
Sin más que nadie puede merecer semejante gracia y que tamaño regalo solo puede venir de Dios, pero no es menos cierto que María no fué simplemente el canal biológico inerte mediante el cual el Verbo se hace hombre, sino que, como en toda verdadera maternidad, fué su libre opción de amor y de responsabilidad lo que permitió esa encarnación.
Es el sí despojado, entregado, virginal, es decir impotente desde el punto de vista humano y crucificado frente a Dios, de la respuesta abandonada de María en la anunciación, coronada al pie de la cruz, lo que se hace terreno fértil, materia adecuada, para que Dios plante en ella la semilla de la divinización del hombre.
Es la maternidad divina de María, asumida en la esterilidad humana extrema de su virginidad, la que, al permitir la irrupción de Dios en el tiempo y el espacio, nos hace capaces a nosotros de elevarnos por la gracia hacia Él y superar nuestro límite humano de creaturidad y de muerte.
Es la maternidad divina de María la que permite que nuestra vida terrena, desgastada en el decurrir del tiempo de nuestros relojes y en el caerse de las hojas de los almanaques, se transforme en posibilidad de verdadera vida y de eternidad.
Es por eso que la Iglesia ha querido que el inicio del año se coloque bajo la invocación poderosa de la maternidad divina de María, para que el paso del tiempo no sea en nosotros puro gasto y final envejecimiento, puro transformar hoy y mañanas en extinto pasado, sino por el poder de la encarnación y del misterio del verbo hecho carne en el sí virgen de María, posibilidad de realizar nosotros también libremente, la obra de nuestra propia redención, santificación, y hacer del tiempo no óxido que envejece y corroe, sino inversión de dicha futura y de eternidad.
Feliz año.