1998. Ciclo C
SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-98)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.
SERMÓN
En el Campidoglio, en Roma, el antiguo Capitolio, se encuentra todavía una saliente rocosa llamada la roca Tarpeya, que era el lugar desde donde se arrojaba al vacío a los traidores a la patria.
La roca Tarpeya es así llamada a causa de la hija del mismo nombre de Espurio Tarpeyo, comandante de la custodia del Capitolio. Durante la guerra que, pocos años después de la fundación de Roma, siguió al rapto de las sabinas, el rey sabino Tito Tacio, se hallaba acampado con su ejército al pie del Capitolio. Tarpeya vio al héroe y se enamoró de él. Gracias a la complicidad de una criada, prometió a Tacio entregarle la ciudadela si acedía a casarse con ella y darle como regalo de bodas todo lo que sus soldados llevaran en su brazo izquierdo, adornados como estaban en su mayoría con pulseras y sortijas de oro. Tacio simuló acceder, pero cuando la traidora Tarpeya lo introdujo en el Capitolio con sus soldados, en vez de cumplir su promesa, Tacio mandó aplastar a la joven bajo el peso de los escudos de sus hombres, que era también lo que llevaban éstos en el brazo izquierdo.
La situación hubiera sido desesperada para los romanos si, cuando ya estaba Tacio a punto de rodear a los dormidos defensores, el dios Jano no hubiera hecho brotar ante los asaltantes un surtidor de agua caliente, que los asustó y puso en fuga. A partir de este prodigio, se decidió que, en tiempo de guerra, se dejaría siempre abierta la puerta del templo de Jano, para que el dios pudiese acudir en cualquier momento en auxilio de los romanos. Esta puerta sólo se cerraba cuando en Roma reinaba la paz . Curiosamente el único tiempo durante tantísimos siglos de la historia romana en que esas puertas estuvieron cerradas por un lapso más o menos prolongado, coincidió con el del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, bajo el imperio de Augusto.
Jano es una de las divinidades más antiguas de la mitología romana, más antiguo que Júpiter o Juno. Le estaba dedicada una de las siete colinas de Roma: el Gianícolo. Pero lo interesante de Jano es que era un dios bifronte. Una cara hacia el frente, otra hacia atrás, unidas por la línea de las orejas y la mandíbula. Una de las caras representaba a un anciano barbado, de ceño fruncido, la otra a un joven. Era considerado así el dios de todos los principios, el paso de una cosa a otra, porque marcaba el límite de lo viejo y lo nuevo, del final y del comienzo. Presidía así por ejemplo las puertas de entrada a las casas -de allí que en latín, puerta se diga "ianua"- y sobre el dintel de muchas de ellas estaba su busto: la cara vieja y amenazante mirando hacia fuera, ahuyentando a los intrusos, la joven y sonriente hacia adentro. Pero así también Jano era la representación del tiempo, como Cronos entre los griegos, el rostro juvenil apuntando al futuro, el vetusto, al pasado. No es extraño pues que presidiera el comienzo del año y así los romanos le dedicaron el primero de los meses: Januarius, el mes de Jano, de allí, algo deformado, viene nuestro término Enero, mes de Jano.
En realidad lo de marcar un comienzo del año, ya sabemos que es totalmente convencional. El año no; porque ya sabemos es el tiempo que tarda la tierra en cumplir un giro completo alrededor del sol. Pero el comienzo y el fin, sí; ya que para ello podría marcarse indiferentemente cualquier punto de la elíptica de su órbita, como en realidad lo han hecho otras civilizaciones distintas a la nuestra, como la china, la hebrea, la india, la azteca... El que la luna, el sol y las estrellas, volvieran periódicamente a ocupar aparentemente su mismo lugar, daba la ilusión a los antiguos de que todo volvía a comenzar una y otra vez, el mito del eterno retorno, o la famosa frase bíblica, "no hay nada nuevo bajo el sol".
Nosotros, en cambio, sabemos que no es así: el tiempo jamás vuelve hacia atrás, no gira sobre si mismo, no es una órbita, es una recta que apunta a lo interminable, estrictamente no hay posibilidad de retorno ni de volver a empezar, siempre se sigue hacia delante. No nos hacemos más jóvenes porque comience un nuevo año. La primavera no es la misma, es otra que la del año pasado; ya no puedo volver a tener dieciocho años.
Sabemos que no existen los retornos cíclicos, que, como se dice, "volver a empezar" es siempre un empezar más tarde; que el tiempo que pasa inútilmente ya no se recupera más; que el año nuevo siempre es un año más que se añade y por lo tanto es un año más viejo, para cada uno, que el anterior. Sin embargo la convención del cambio de fecha, acompañada por el tirar al tacho de nuestras agendas y almanaques viejos, puede ser ocasión de una auténtica renovación. Porque de hecho para el cristiano la única vejez verdadera es la del pecado: "la vetustez del pecado" la llama San Pablo y, si bien es verdad que nuestras acciones y muchas de sus consecuencias no pueden deshacerse volviendo atrás, por la gracia de Dios siempre somos capaces de conversión, de sutura, reparación, curación de los efectos de nuestras acciones equivocadas o malas y de auténtica renovación de nuestra existencia; y aún de aprovechamiento de las malas experiencias pasadas. El año de por si no es ni nuevo ni viejo, ni bueno ni malo; somos nosotros los capaces de hacerlo joven y próspero si nos disponemos a aprovecharlo como don de Dios para la construcción de nuestra vida verdadera.
Como el bifronte dios Jano nosotros podemos mirar para atrás con la cara seria, arrepentida, hacia nuestros errores, nuestros extravíos, nuestras culpas, en auténtica repulsa a nuestros defectos superables, nuestras agachadas y nuestros pecados y, con el auxilio de la gracia rejuvenecedora, de la confesión quizá, mirar, con el rostro juvenil que todos somos capaces de sacar de en medio de nuestras arrugas, el año que tenemos por delante, para utilizarlo para gloria de Dios, provecho de nuestro prójimo y crecimiento propio.
Rescatemos en nuestra vida esos valores que el año pasado hemos descuidado por nuestros estudios, por nuestro trabajo, por nuestras a veces torpes diversiones, por nuestras ambiciones desordenadas, por nuestras envidias y rencores, todos esos bienes menores que nos impone el mundo que corramos tras ellos y que son un poco como las sortijas brillantes que los soldados sabinos llevaban en el brazo izquierdo. Siempre terminan transformándose en escudos que nos aplastan. Buscar al mundo traicionando de mil formas nuestra condición cristiana siempre acaba en la roca Tarpeya.
Que la iglesia haya querido colocar a María, como Madre de Dios, presidiendo el comienzo del año, quiere inducirnos a que, en el nuevo tiempo que Dios nos regala, hagamos crecer, en nosotros y en los demás, al hermano de Cristo, al caballero y a la dama cristiana, usando nuestros días, a través de las legítimas actividades que nos imponen nuestros deberes de estado, para hacernos santos y ayudar a hacerse santos a los demás.
Que es lo único que importa, al fin y al cabo, en esta vida.
Feliz año.