1982. Ciclo c
2º DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
PrÓlogo al evangelio de San Juan
Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo y sin él no se hizo nada de todo lo que existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. El estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Éste es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo.» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
SERMÓN
“Si Dios volviera a Si su soplo y retrajera a sí su espíritu, en un instante moriría toda ‘carne’”, se lee en Job. “Se acordó Dios de que eran ‘carne’, soplo que pasa y ya no vuelve”, afirma el salmo 78. “Los egipcios son ‘carne’ no dioses, Yahvé los vencerá”, sostiene el Éxodo. Y se podrían multiplicar los ejemplos en la Biblia donde veríamos como la palabra ‘carne’ –‘bashar’ en hebreo‑ es utilizada por la Escritura no para designar una ‘parte’ del hombre –separable del ‘alma’ o del ‘espíritu’‑ sino al hombre como tal, en su substancial unidad, su naturaleza, tal como la descubriría hoy la biología, la psicología, la sociología. El individuo, esa partícula continuamente reemplazada de la humanidad, con su efímero puñado de decenas de años de vida.
El hombre antiguo sabía mucho más de la fugacidad de la vida. Tenía más tiempo para pensar y menos distracciones que ahora. La gente moría en su casa ‑no en terapia intensiva‑ y, como había más vida de familia ‑y de familia numerosa‑, la muerte tocaba más frecuentemente la cotidianeidad de los hombres. Nadie se hacía la ilusión de que iba a vivir para siempre. Todos estaban acostumbrados, desde jóvenes, a la idea de que algún día habrían de morir.
Hoy, porque se piensa poco en la muerte, cuando ella inevitablemente golpea a la puerta de casa es como una sorpresa inesperada, como algo que no nos debería ocurrir, como si al hacerla aparecer Dios nos traicionara. Cuanto más el mundo moderno quiere olvidarse de la muerte, más espantosa resulta cuando se asoma y más nos rebelamos.
Pero las cosas para el hombre objetivamente no han cambiado desde la antigüedad. Sigue siendo verdad, hoy como ayer, lo de Isaías: “Toda carne es como hierba, su consistencia como la flor de los campos: la hierba se seca, la flor se marchita.”
Era lógico, pues, que, frente a esta carne, a este hombre mortal, efímero, evanescente, el pensamiento religioso contrastara la Vida plena, interminable, inconmovible del Espíritu de Dios. Precisamente la palabra ‘bashar’, ‘carne’ era utilizada para marcar esta caducidad, para designar al hombre o la naturaleza humana en contraste con Dios, con el Espíritu, como para subrayar la fragilidad, la dependencia de su ser respecto a ese Espíritu divino, poder inextinguible de Vida del cual procede toda vida. Solo quien tuviera ese Espíritu divino podría vencer la caducidad y la muerte, porque, dejada a sí misma, la ‘carne’, lo humano, por más esfuerzos titánicos que haga, por más viajes a la luna, por más corazones de poliuretano, por más computadoras, por más televisores y yates, es polvo y al polvo volverá.
De allí que el Antiguo Testamento, en boca de Isaías, ponga el contraste como antítesis brutal e infranqueable: “La carne es hierba, flor de campo (…), en cambio la Palabra de Dios permanece para siempre.”
Es en ese contexto donde el prólogo del evangelio de Juan que tantas veces hemos escuchado adquiere su resonancia novedosa a inaudita.
Porque esa Palabra que dice Isaías que permanece para siempre ‑porque existía desde siempre junto a Dios y siendo Dios‑ y que es Luz y que es Vida –Luz y vida verdaderas, no vida marchitable como la de la hierba y la flor‑, ese Espíritu, esa Vida, esa Palabra, “se hizo carne y habitó entre nosotros”.
La Vida se hizo debilidad, se hizo caducidad, tiempo efímero, se hizo muerte, para que por la debilidad, por la caducidad y la muerte el hombre, la carne pudiera adquirir la Vida.
Y esa es la oferta de la Navidad: poder nacer otra vez, no de la carne, no de la voluntad titánica del hombre y de su ciencia y sus utopías, no de la sangre, sino ser engendrados por Dios en el Espíritu. Para, entonces, así como la Palabra se hizo ‘carne’, llevar un día la nuestra allí donde “al principio junto a Dios”, existía y estaba la Palabra.