1987. Ciclo a
2º DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
PrÓlogo al evangelio de San Juan
(GEP, 4-1-87)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo y sin él no se hizo nada de todo lo que existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. El estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Éste es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo.» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
SERMÓN
Cuando estamos muy disgustados con una persona y cortamos con ella y sin embargo tenemos que vivir en el mismo espacio, nos basta "retirarle la palabra", "no dirigirle la palabra", para establecer, entre ella y nosotros, una distancia infranqueable, un muro de hielo. ¡Qué terribles esos silencios sin voz y sin gestos que rompen la comunicación y nos dejan aislados, 'pagando', a lo mejor en nuestra propia familia, con nuestra propia mujer. Silencios enojados, hoscos, resentidos, airados. Silencios que estamos esperando que pasen, incómodos, inquietos. O, peor, los silencios definitivos del amor estropeado, en los cuales el aire se puebla de voces rutinarias, vacías, indiferentes, incapaces de crear, ya, diálogo y comunión. ¡Qué terrible el no tener con quién hablar, quién nos escuche y quién nos hable de verdad!
Sí, ¡mágica, alada Palabra!, ¡modulado sonido que se hace mensajero de mis pensamientos y sentires!, ¡misteriosa vibración de cuerdas vocales capaz de acunar en la concavidad de sus ondas mis secretos y anhelos y acercarlos al corazón de los demás!
Los griegos llamaban a los animales "los mudos", los ' alogoi ', los 'sin palabra', para diferenciarlos de los hombres. Porque la algarabía, trino o rugir de nuestros parientes, aunque sirva para comunicar entre ellos algunas señales elementales, jamás les servirá para establecer la comunión profunda que es capaz de crear la palabra en la existencia de los hombres.
Hombres, sí, que no espíritus. Nuestra espiritualidad se despliega en materia; somos materia. Y, por eso, nuestros pensamientos no pueden dirigirse (como en la locución de los ángeles) de mente a mente. La telepatía es propia de los espíritus; nosotros, hombres, debemos valernos de las sonoras ondas, del aire de nuestros pulmones, de tímpano, martillo y yunque, de papel, tinta y dibujo, si queremos abrir nuestro yo a los otros.
Pero, ciertamente, que el valor de la palabra, no depende del timbre de su sonido ni de la caligrafía de sus letras. Su riqueza le viene de esa interioridad a la cual se refiere, de la cual recibe vida y densidad. ¡Cuántos sonidos vacíos exhalamos al final de la jornada! y ¡qué pocas verdaderas palabras! Hablares, que más veces sirven para ocultarnos y camuflarnos que para revelarnos. Términos que surgen como verborrea de nuestros labios, rebote de lo que escuchamos en la radio, en la televisión, en la revista, y que, porque no fueron engendrados en el silencio se agregan estrepitosos y vacuos al ruido estúpido de Buenos Aires.
Palabras mentirosas que sirven para esconder hipócritas intenciones. Palabras de los políticos, excretadas en los sumideros de los congresos. Embusteros profesionales: publicitarios, periodistas y locutores, predicadores y macaneadores.
¡Pobres sonidos abusados!, los mismos que hay que usar para rezar, para hacer una declaración de verdadero amor, para escribir un poema, para enseñar la verdad.
Vean que, por eso, para el cristianismo es tan grave la mentira: porque es la ruina del único medio que tiene el hombre para comunicarse, para abrirse a los demás y, por lo tanto, para poder amar y ser amado. Sin palabra o con mentira no hay comunicación. Y sin comunicación no puede haber amor. Y sin amor, sin amistad, no hay vida humana.
Porque, indudablemente, la palabra sirve para enseñarnos cosas. Sirve para comunicar noticias, informar, ordenar, dictar una conferencia, pronunciar un sermón. Es con la palabra como han sido modelados nuestros conocimientos, nuestro saber: la palabra de nuestros padres, de nuestros maestros y profesores, de nuestros libros. Pero todas esas palabras -si eran verdaderas, si expresaban correctamente la realidad o guiaban por el recto sendero- valían por si mismas, eran, como tales, anónimas. Ellas configuraron nuestra cultura y nuestros conocimientos.
Pero esas no fueron las palabras que nos hicieron estrictamente hombres. Las que nos hicieron hombres fueron las que, además de decirnos cosas, traían algo del que nos hablaba: la palabra cariñosa y tierna de la madre que, aún antes de entenderla, afirma al hijo en comunión de amor; la del padre que escucha al hijo y a lo mejor sin tantas palabras establece el contacto íntimo del afecto, del ejemplo, de la protección; la de los distintos maestros y verdaderos profesores de los cuales, quizá, hemos olvidado sus palabras, pero imprimieron en nosotros mucho más de lo que puede darnos un libro de historia o de botánica..
¿Y qué decir de las palabras enamoradas, del diálogo entre amigos, entre camaradas, en la familia? Ya no importa tanto lo que se dice. La palabra, más allá de expresar ideas y opiniones, se transforma en el canal sutil y cristalino de la comunión de vidas, de ideales, de combate, de amor..
Ya, allí, la palabra no designa objetos, no dice frases, no enseña nociones. Ahora soy yo palabra. Me hago transparente a la amada, al amigo, al padre, al hijo. Y las voces -a lo mejor los monosílabos, y aún, a veces, los silencios serenos- son como intangibles abrazos y apretones de mano que nos hacen sabernos acompañados, queridos, amados, apoyados, justificados en la existencia, en el enriquecimientos inapreciable de la amistad para la cual ha sido creado el hombre.
La palabra pues no ha sido hecha solamente para encontrarme con bibliotecas, con radios, con libros de texto, con ideas y saberes; la palabra le ha sido dada al hombre fundamentalmente para encontrarse con el otro, con el tu, con la amistad.
Quizás en español el término palabra no tenga toda la fuerza necesaria para designar esta función. Como decíamos ¡tantos ruidos vacios, tantas palabras mentirosas! ¡Tantas veces una cosa es el sonido exterior y otra distinta lo que se piensa!
Los griegos, para expresar la unión profunda del signo exterior con el decir interior, usaban el vocablo "logos". Entre ellos, casi no se distinguía la palabra del pensamiento .
Eran solo dos maneras diferentes de estar del mismo 'logos': una en el aire, vibrando sonoro; otra en la mente. Pero ambas maneras se referían al mismo pensamiento, interioridad, pugnando por comunicarse, exigiendo interlocutor y oyente, creando puentes.
Algo parecido ocurría con el termino hebreo ' dabar', que designaba tanto a la palabra emitida, al sonido, como al pensamiento que transportaba .
Y el gran descubrimiento de los hebreos, en el AT, fue que la palabra no sólo servía para que los hombres se entendieran entre sí, sino que el mismo Creador -el Dios trascendente que lentamente alcanzaron a descubrir detrás del universo- se dirigía a ellos por medio de palabras.
Algo de esto también lo intuyeron los griegos: el mundo era, para ellos, algo construido inteligentemente. Se desarrollaba de acuerdo a leyes. Un pensamiento, un plan, impregnaba la materia. E, investigando la materia, el hombre se ponía en contacto con las ideas que un 'demiurgo' había plasmado en ellas. El mundo era la expresión exterior de una idea arquitectónica o 'logos'. De un pensamiento interior que se hacía palabra expresada en lo visible y audible del cosmos material.
Pero eso lo sabían mejor los judíos: según el relato del Génesis el mundo era creado al compás del decir de las palabras de Dios (-"y 'dijo' Dios: ¡hágase!..."-. Lo hemos escuchado también en la primera lectura: la sabiduría que preside la creación y se expresa en la belleza y armonía de sus obras..
Pero los hebreos, estupefactos, se dieron cuenta de que ese Dios hacía algo más que, a la manera de un artista o arquitecto, expresarse en la belleza o inteligencia de su obra. Dios comenzó a dirigirles 'a ellos' la palabra. El antiguo testamento no es sino la acumulación de la experiencia de un pueblo que fue modelado por las palabras de Dios. Un pueblo que descubrió que Dios les hablaba a ellos, les dirigía la palabra.
Dios elige a Israel como a su interlocutor privilegiado y, en los acontecimientos y palabras de los profetas, le va lentamente revelando quién es, le va transmitiendo sabiduría respecto a las cosas de Dios y de los hombres: la ley, el camino, la norma -teología, filosofía y ética- y los apremia constantemente con su palabra en boca de los profetas.
Porque, normalmente, tampoco Dios habla telepáticamente, por medio de iluminaciones interiores, al hombre. El ser humano ha sido hecho para oír y hablar con palabras -sonoras o escritas- y a esto se ajusta Dios, quien por algo así lo ha creado.
Y allí está pues, santamente orgulloso, el pueblo de Israel, depositario para la humanidad de un conocimiento y de una sabiduría que jamás había alcanzado por sus solas fuerzas ningún pueblo de la tierra.
Y, sin embargo, vean, eso no era nada comparado con lo que vino después. Porque la finalidad de Dios, lentamente trabajada en la historia respetando el tiempo humano, era, en la plenitud de los tiempos, no enseñar teología, ética, no llevar al hombre a la sabiduría, al conocimiento profundo, al comportarse bien, no a regalarle un manual, ni un código, ni un catecismo. No a comunicar conocimientos, sino a comunicarse Él mismo, Su propia Vida, más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, en comunión de amor y de amistad.
Porque, vean, eso es la esencia misma de Dios -como dice san Juan-: la caridad, el amor, la chifladura que tiene por regalarse, por comunicarse, por extender a otro su riqueza y su felicidad.
Eso es, de hecho, lo que explica esa fecundidad interna en Dios que lleva al Padre, necesariamente, a regalarse totalmente en el Tu del Hijo, de la Segunda Persona de la Trinidad y con el Hijo al tercero, al Espíritu Santo.
¡Cuántas cosas tendría que enseñarnos, decirnos, el que Juan haya elegido para nombrar a esa Segunda Persona -éxtasis perfecto del Padre, don total de Si mismo- Logos, Palabra, Verbo! ¡Que lejos de cualquier concepción matemática, lógica o intelectual del Verbo, del misterio trinitario! Misterio de amor. Porque misterio no del Padre que dice, que piensa, sino del Padre que Se dice, Se expresa, Se extrovierte.
Y es este hijo suprema extroversión del Padre, el que es proferido por Dios al hombre para ponerSe en comunión con él. Así lo dice la bien conocida epístola a los Hebreos: " de muchas maneras habló Dios anteriormente al hombre por medio de los profetas; ahora en los últimos tiempos lo ha hecho por medio de su Hijo" .
Y Jesucristo es ese Hijo, ese Verbo, ese Logos, esa Palabra, por medio de la cual Dios no sólo viene a enseñarnos conocimientos e indicarnos caminos, sino, sobre todo, a comunicarSe, Todo Él, a nosotros. No es que Dios revele: sino que Dios Se revela. No quiere ser el profesor, el conferencista, el soberano, el juez, el locutor. Quiere entrar en amistad con nosotros. Más allá de lo que pueda darnos de todo tipo de bienes, Se quiere dar Él, en comunión, para que nosotros podamos elevarnos a Su existencia y felicidad divinas, haciéndonos Sus hijos.
El que no ha entendido esto, el que sabe mucho catecismo y mucha teología y mucha moral y filosofía, el que solo cumple y reza a Dios recitando, pero no ha intentado nunca vivir, desde ya, el gozo de su cariño y amistad, la calidez de su palabra de amor en Jesús, todavía no ha entendido la maravilla y la alegría del ser cristiano.