1997. Ciclo b
2º DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
PrÓlogo al evangelio de San Juan
(GEP, 1997)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo y sin él no se hizo nada de todo lo que existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. El estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Éste es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo.» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
SERMÓN
Hablar de una persona que sabe, de un sabio, suele traer a nuestra mente la figura de un matemático, de un científico, a lo mejor de guardapolvo blanco escribiendo complicadas fórmulas y algoritmos en un enorme pizarrón. Por allí aparece, en el trasfondo, la cara de Einstein o de Marconi o de von Braun. Nuestros contemporáneos suelen valorar la inteligencia sobre todo por su capacidad científica. La sabiduría se mide por el conocimiento, por el saber -la sofía de los griegos- o, peor todavía, por su eficiencia ejecutiva, comercial, financiera.
Sin embargo existe también entre nosotros otra noción de sabiduría, más bien como filosofía de vida, como prudencia en el actuar humano. Un hombre sabio es alguien que da su valor verdadero a las cosas, sabe enfrentar la adversidad, maneja con calma las situaciones, se resigna a lo inevitable, se lo busca para que de su consejo en asuntos familiares, de amores, de divisiones. Es una sabiduría que no va encaminada a desplegarse en una cátedra o en libros o en conferencias, sino a regir la vida. Esa sabiduría que se necesita para gobernar a los pueblos -la que pedía a Dios Salomón- o para llevar adelante la familia o para educar a los hijos o para conducirse uno mismo frente a los acontecimientos. Son los dichos del viejo Vizcacha en el Martín Fierro. Son las consejas y refranes populares patrimonio de todas las culturas. En resumen: es la sabiduría o la ciencia no que busca el conocimiento de la naturaleza y del universo, sino el conocimiento de las personas, de los hombres, para poder convivir con ellos y buscar el bien común. Es más que una ciencia un arte de encontrar el camino de la felicidad, de al menos la serenidad frente a las adversidades.
El mundo de la Biblia -que no nos transmite conocimientos científicos- conoce antes que nada este tipo de sabiduría: es la que se refleja en el libro de los Proverbios, del Eclesiastés, del Eclesiástico (del cual hemos extraído la primera lectura), de Job, del libro así justamente llamado de la Sabiduría.. .
De este género de literatura, llamada sapiencial , conocemos muchos ejemplos en el ámbito egipcio y mesopotámico contemporaneo a Israel. Pero el pueblo hebreo, así como ha ido adquiriendo en su historia cada vez más conciencia de quien es el Dios verdadero y de su particular relación con El, así se da cuenta de que posee una sabiduría incomparablemente superior a la de sus vecinos. Y esa sabiduría de vida está contenida, más que en esos aforismos y máximas, en la Ley , en los mandamientos, en la Torah. Los mandamientos son el gran don de Dios a su pueblo, y a través de él a los hombres. Son la quintaesencia de la sabiduría según la cual el hombre y sus sociedades han de normarse para alcanzar la felicidad, la plenitud de los bienes, la paz, el shalom. Torah y sabiduría se identifican.
Ciertamente que la sabiduría divina también es la que ha diseñado y planeado los cielos y la tierra, a la manera del logos de los griegos, o de las ideas ejemplares según las cuales el demiurgo platónico pergeña las realidades. Todo el universo, desde lo más grande a lo más pequeño, es reflejo de un saber que apenas alcanzan a leer paulatina y dificultosamente los científicos. La ciencia no hace sino descifrar, descubrir, las fórmulas y armonías que la sabiduría de Dios ha impreso en la naturaleza. Pero de nada sirve todo ese saber y todo ese dominio sobre la naturaleza, si no se sabe vivir, si no se alcanza la sabiduría que lleva a la felicidad y a la vida, si no se conoce la Torah. La Torah es la sabiduría de Dios encarnada en palabras.
Pero de últimas, la torah, la ley, es decir los mandamientos, la vieja sabiduría hebrea -por más perfecta que sea en relación a otras sabidurías populares- no puede ayudar más que a obtener, a duras penas, felicidad en esta vida. Amén de que, en su línea, no garantiza demasiado, porque, desde el solo punto de vista humano ¿de que vale, para mi felicidad, el que yo cumpla los mandamientos si los que viven a mi alrededor no lo hacen? ¿no estaré al contrario así, en inferioridad de condiciones frente a ellos?
Ciertamente; pero aún cuando yo fuera el único en cumplir la ley también ello sería bueno para mi, porque Dios ha querido que esa ley, esa Sabiduría, a través de la Alianza , se transformara en un compromiso personal con él. La sabiduría no son solo fórmulas abstractas de comportamiento; Dios me la transmite a través de su 'decir', de su 'palabra', de su 'verbo'. Dios dice los mandamientos. Cuando, en el Exodo, Jahvé promulga la ley, se relata: " Jahve dijo estas palabras ". Los mandamientos no son una mera sabiduría: la sabiduría se transforma ahora en palabras que me dice; y me las dice para entablar conmigo una relación personal.
Ahora la Torah , los mandamientos, no son solo una moral, una de las tantas sabidurías, ni únicamente las normas bondadosas que el Padre celestial me da para conducir mi vida, porque, más allá de su efectividad ética, quieren crear un lazo de amistad entre El y yo. No seguir esa sabiduría en mi vida no es solo cometer un grave error que puede descalabrar mi existencia o la de los demás: es interrumpir el diálogo de amistad que Dios intenta realizar conmigo
Diálogo que en realidad no se instaura solo en lo ético, en lo moral, sino en absolutamente todas las cosas. El pueblo de Israel descubre finalmente que toda la realidad hecha mediante la sabiduría divina, los cielos y la tierra y hasta el más minúsculo de los seres y acontecimientos, son palabras de Dios, decires divinos que buscan como interlocutores a los hombres. En todo lo que veo, en todo lo que me pasa he de ver a Dios tratando de decirme algo, de hablar conmigo. De allí el poema de la Creación que abre el primer capítulo de la Biblia y que no afirma simplemente que Dios hizo las cosas, sino que las dijo : "Y dijo Dios, haya luz... "Y dijo Dios, brote la tierra verdor..." "Y dijo Dios,..." y, finalmente, "Y dijo Dios, hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra..." En ese hagamos plural que se usa solo en el caso del hombre, es como si Dios lo abrazara en un diálogo que lo eleva hacia Él: no solamente hágase, sino 'hagamos', en un nosotros dialogal en el cual Dios se digna tratarnos de igual a igual: hagamos: El y nosotros.
Esa es la estructura de la creación según el Génesis: Dios que dice, que nos dice, y nosotros, el hombre, que deberíamos escuchar y responder. De allí que el término palabra, dabar en hebreo, logos en griego, verbo en latín, vaya poco a poco adquiriendo para los teólogos de Israel una importanacia cada vez mayor para la comprensión del ser íntimo de Dios.
Hasta que en el nuevo Testamento todos los decires de Dios al hombre se plenifican en un solo decir. Dios no solo dice palabras, sino que descubrimos que es en si mismo palabra, verbo, intento de diálogo, de comunicación, de amor.
Los apóstoles se dan cuenta de que en la vida, muerte y Resurrección de Jesus Dios ha hablado al hombre de una manera definitiva y total. En Jesús Dios se ha revelado, se ha desnudado, se ha dicho de un modo inesperado e inimaginable. Ya no se trata de decires, de enseñanzas, de preceptos, de palabras sueltas. Como dice la epístola a los hebreos: " Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo ".
Pero lo que Juan descubre no es que simplemente Jesús haya sido el vocero de las palabras más importantes y finales que Dios haya dicho a los hombres. No es solo lo que Jesús ha dicho: Jesús mismo, en su realidad, en su vida, en su Resurrección, es no solo decir de Dios, es el decir de Dios, la palabra por antonomasia, el dabar mediante el cual Dios se abre plenamente al hombre.
Esto es lo que intuye Juan en el maravilloso prólogo a su evangelio que acabamos de escuchar: Dios es palabra desde el principio, -dabar, logos, verbo- y por eso mismo es la Luz y la Vida con mayúsculas. Y es ese decirse de Dios lo que se hizo carne en Jesucristo para seducirnos y envolvernos en un nosotros de amor definitivo, dándonos la posibilidad de hacernos hijos en su Hijo.
Por eso el cristiano no es simplemente quien aprende la palabra de Dios, ni quien sigue las normas que Él dicta con palabras, ni el que adopta una determinada sabiduría o una ética, ni quien tiene la clave del sentido del mundo, es muchísimo más: es aquel a quien la palabra de Dios, el Verbo, lo ha introducido en el diálogo de amor intradivino, haciéndolo renacer a la luz y la vida del mismo Dios.
Los decires, las enseñanzas de la iglesia, los mandamientos, los preceptos, las ceremonias, los sacramentos, solo tienen sentido si me llevan al encuentro de amistad con Jesucristo, con la Palabra de Dios hecha carne en el seno de María, y si Él entonces, en ese nosotros en el que quiere abrazarnos, se transforma en mi jefe, en mi amigo, en mi ejemplo, en mi norma, en mi luz, en mi guía, en mi sabiduría, en mi Torah, en mi vida...