2002. Ciclo b
NAVIDAD
(GEP, 25-12-02)
Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!
SERMÓN
Tierras adustas las de Tierra Santa, pedregosas, alejadas de las zonas ricas y feraces de las llanuras costeras, parcelas agrestes recostadas al borde del desierto, marginadas de las grandes civilizaciones, tanto las de la media luna fértil -Egipto, Mesopotamia- como las de las prósperas ciudades filisteas y cananeas de las costas del Mediterráneo. Enmarcadas entre la profunda fractura del Jordán y la línea del mar; entre la Galilea, la cadena del Carmelo, al norte, y el páramo del Negeb, al sur, dos series de montañas de regular altura: las de Efraím, quebradas por valles y torrentes y, las de Judá, hoscas, inhóspitas, con poco lugar para el cultivo o el ganado mayor.
Sin embargo, en esas asperidades, cuando los grandes imperios, tanto de Egipto como de Mesopotamia, que se repartían alternativamente la hegemonía sobre las ciudades estado cananeas y filisteas -y también sobre esas colinas agrestes- declinaban, sus habitualmente poco numerosos habitantes cobraban una cierta independencia. De hecho, entre los siglos X y VIII antes de Cristo, sobre las montañas de Efraín y sus valles, pudieron prosperar una serie de clanes que hasta fundaron un Reino, el cual, desde el año 880, bajo la dinastía de los omríadas, tuvo una acaudalada y poderosa capital: Samaría. El Reino se llamó posteriormente Israel uno de los nombres de Jacob, supuesto antepasado epónimo que estaba en el origen mítico de las tribus o etnias que lo integraban.
Mientras tanto, más al meridión, en las montañas de Judá, mucho más pobres, y con una población muchísimo menor y dispersa, se agolpaban algunas familias alrededor de unos pocos caseríos: Hebrón, a 1000 y pico de metros de altura, Belén a 777, Jerusalén a 760 metros. Cuando se unificaron en monarquía, alrededor del legendario caudillo David, se sentían más o menos hermanados con los montañeses del Norte, de Efraim, de Jacob, por un dialecto cananeo común -llamado luego el 'hebreo'-, costumbres semejantes y, sobre todo, la preeminencia que fueron dando, poco a poco, a una divinidad "Yahvé", "el que es", prácticamente desconocida en otras naciones, a pesar del politeísmo generalizado del entorno. Este Reino sudista, posteriormente se llamó "de Judá". De allí derivará el nombre de 'judíos'.
El pobre Judá no tenía nada que hacer frente al Reino de Israel y, en los frecuentes enfrentamientos que se produjeron entre ellos siempre llevaba la peor parte. Su dominio apenas llegaba a las regiones aledañas, donde difícilmente se cultivaban olivos, algunas viñas y se mantenían exiguos rebaños de ovejas y de cabras.
Sin embargo este pequeño principado de Judá estaba destinado a tener un papel en la historia bien superior al de sus primos ricos, los israelitas del Norte. Fue precisamente su pobreza la que lo salvó, mientras duró, de la apetencia y rapiña de los poderosos imperios vecinos. El Norte, en cambio, enriqueció demasiado pronto como para no suscitar codicias.
Cuando hacia el siglo VIII antes de Cristo, la feroz Asiria comenzó a levantar otra vez cabeza con Teglat Falasar III, mientras Egipto se encontraba en relativa decadencia, su cruel ejército, luego de saquear las ciudades cananeas y filisteas y sustraerlas al dominio egipcio, se lanzó voraz sobre el apetitoso reino de Samaría, de Israel. Será Sargón II, sucesor de Teglat Falasar, el encargado de terminar con él en el año 721.
Es allí cuando, los que pudieron escapar a la espada, al exilio y a la esclavitud, emigraron a las tierras de sus primos pobretones del Sur y se instalaron en su zafia capital Jerusalén. Fueron con sus tradiciones, los escritos de sus profetas (Amos, Oseas e Isaías), su cultura desarrollada, su alfabeto, sus leyes. El entonces joven rey de Jerusalén, Ezequías, aprovechó a toda esa gente, amplió Jerusalén, construyó poderosas nuevas murallas, mejoró el templo y, sobre todo, se sintió llamado a ser no solo el protector de su propio pequeño reino sino de lo que quedaba del Norte. Inició un movimiento de purificación de lo religioso, intentando imponer la exclusividad del culto al Dios Yahvé, y centrar todas las actividades religiosas en el único templo de Jerusalén, pensando que esas dos unificaciones darían nueva cohesión y fundamento a su aumentada población. Tuvo que aguantarse, empero, que los Asirios lo hicieran su vasallo en la arremetida de Senaquerib del 680 AC y, al final, no pudo completar su obra. Será Josías, cuarenta años después, año 640 AC, quien volverá a emprender el proyecto soñado por Ezequías. Tuvo la providencial suerte de que Asiria estaba comprometida en una guerra contra los babilonios -quienes acabarían, a la postre, con ella, y pudo dedicarse no solo a hacer próspera a Jerusalén e incluso reconquistar algunas ciudades del Norte, sino que iniciará, con un grupo de teólogos y pensadores, la obra formidable de reunir las antiguas tradiciones tribales, tanto del norte como del propio Judá, para componer lo que será la base de nuestra Biblia: la gran composición 'deuteronómica' de la prehistoria de Israel y de Judá y las historias apologéticas de ambos reinos. Historia en la cual será magnificada especialmente la figura legendaria de David, transformándolo en el prototipo del Rey piadoso y justo, del salvador y unificador de su pueblo, del gran mentor de Yahvé y, en su hijo Salomón, el constructor de su templo. (En realidad ambas figuras servirán para exaltar la del Rey Josías y hacerle propaganda.)
Es en esta obra, para la cual hay recién ahora escritores capacitados para redactarla, donde se salvan los recuerdos de los héroes y tradiciones de las tribus y se entretejen, a manera de una gran crónica, las diversas leyendas sobre Abrahán, Isaac, Jacob, los Patriarcas, y, luego, de los grandes y casi míticos caudillos Moisés y Josué, seguidos de la historia de la monarquía, en donde, por supuesto, aparece como más importante y fiel a su Dios el insignificante reino de Judá, que el rico y poderoso de Israel, el cual, justamente, desapareció -se explica- por haber sido infiel a Yahvé. Esta gran saga nacional, sin parangón en otros pueblos, inspirada por Dios, salvará el talante y la idiosincrasia del insignificante pueblo judío y será el humus donde habrá de nacer Jesús y el cristianismo.
La estirpe, la línea, pues, que, desde el prólogo de los patriarcas y el Sinaí, modestamente comienza por David -tradicionalmente ligado a Belén- y finalmente culmina con Josías, se transformará (en la tesis de esta sección de la Sagrada Escritura) en la dinastía encargada de llevar adelante la labor predestinada de conquistar la tierra prometida, reunificar las tribus de Israel y de Judá, e, incluso, el mismo mundo, alrededor de su Dios -Yahvé-, de su ciudad santa -Jerusalén- y de su templo.
Lamentablemente este proyecto, que forma tan importante parte de nuestra Biblia, se revela un fracaso estrepitoso. Josías, el Emmanuel, el rey Mesías, el objeto de tantas profecías -como la que hemos oído en la primera lectura-, perece en Meggido, miserablemente ajusticiado por el faraón Nekao, que se había aliado con los asirios para luchar contra los babilonios. Josías, anticipándose al tiempo, había conspirado con esos mismos babilonios para sacarse de encima a los egipcios.
La muerte de Josías fue una catástrofe nacional. Lo relevaron, en rápida sucesión, los últimos cuatro reyes de la dinastía dávida, tres de ellos hijos de Josías: Joacaz , Joaquin y Joiakin, aceptados y protegidos por el faraón de Egipto. Esto será fatal, porque finalmente los asirios, aliados de los egipcios, son derrotados por los babilonios. Nabucodonosor, rey de Babilonia, victorioso, se dirige entonces a castigar a Jerusalén. De hecho asedia y toma la Ciudad y envía a su rey, el tercer hijo de Josías, al exilio. Pone en su lugar a un hermano de Josías, Sedecías, que será el último rey de Judá.
Tontamente, Sedecías, mal aconsejado, vuelve a pedir ayuda a Egipto y se rebela contra Babilonia. Es el fin: los babilonios devastan todo lo que queda del reino. Los arqueólogos, en sus excavaciones, encuentran por todas partes, testimonios terribles del pillaje, destrucción e incendio con los que Babilonia trató a sus vasallos traidores.
Sedecias fue apresado y, delante de Nabucodonosor, después de haber visto como degollaban uno tras otro a todos sus hijos y nietos, fue cegado, y enviado encadenado, los ojos arrancados, a Babilonia. Se había acabado el sueño. Se acabó la tierra prometida, la ciudad santa, el templo, el Rey. Israel y Judá han desaparecido...
Pero, justamente, serán los escritos pergeñados en la época de Josías, el fracasado Mesías, los que, con añadidos posteriores, leídos y reinterpretados una y otra vez, seguirán sustentando las ilusiones judías y, fundamentalmente, la esperanza de la restauración de la monarquía, de un nuevo y definitivo Josías, hijo de David, Mesías de Judá y de Israel, liberador de su pueblo... Así surgió, pues, nuestra Biblia la gran gloria -la única, quizá- de Israel antes de Jesús.
Pero tendrán que pasar seis siglos más para que ese sueño de restauración se abra a un definitivo y extraño cumplimiento en el más augusto de los descendientes de David: Jesús.
La sangre de los dávidas no había desaparecido del todo y, aunque jamás ninguno de sus integrantes había recuperado el poder -constantemente usurpado por persas, griegos, asmoneos, familias sacerdotales, idumeos y romanos- ni el pueblo, ni los descendientes de David, que a pesar de todo conservaban su abolengo y su orgullo nacional aunque no poder y riqueza, habían perdido la esperanza de la restauración.
La historia de Israel volverá a enhebrarse con la dinastía dávida a través de un varón de la estirpe que se desposa con una virgen de Nazaret, llamada María.
Mediante ese varón, José, que le da su apellido y su prosapia, el hijo de Maria será el encargado de encarnar toda esa esperanza que, mediante la Escritura, se había hecho patrimonio no solo de Israel sino representativa de la de todos los pueblos. Una esperanza que se realizará mucho más potente y definitivamente que lo que podían esperar el reyezuelo Josías y ese pueblo insignificante que fueron Israel y Judá, que nada hubieran sido sin esa obra de reflexión y teología que fue la Biblia y sin su culminación en la persona de Jesús.
Porque él aparece como superando infinitamente todo ese esperar político, económico, religioso y cultural, en el cual los judíos cifraban su ambición. Ambición ceñida a los límites de este mundo. Pero Dios se sirvió de esa hambre casi mezquina de reivindicaciones temporales para lanzar el apetecer humano al deseo de cielo, de eternidad, de vida divina. Dios, Yahvé, utilizará incluso la figura del Rey dávida, para dibujar, sublimándola, la del Mesías verdadero, la del hijo de Dios.
De la catástrofe nacional, de la decadencia de la estirpe, del fracaso del proyecto político, Dios sacará la verdadera esperanza: la de santidad y de cielo que inaugura Jesús con su encarnación.
Mucho más allá de la tierra prometida, del templo, de la preeminencia política de la monarquía davídica, de la grandeza de la Ciudad Santa, Dios prepara al hombre un templo, una monarquía, una tierra y cielos nuevos, que superarán infinitamente toda ambición de este mundo, toda grandeza puramente humana, toda exaltación limitadamente nacionalista.
Y, sin embargo, no lo hará prescindiendo de cierta grandeza del hombre. Pero no la buscará en el prestigio de las naciones, en el poder de sus economías, en las realizaciones de su técnica, en los elitistas parámetros de los ambientes ricos o cultos o artísticos o políticos, sino en lo más normal de lo normal de la vida del hombre, en lo más propiamente humano: el amor de la familia, el contexto de los quereres de varón y mujer, de padres e hijos y, por prolongación, en el mundo concreto de nuestras ligaduras familiares y sociales. Dios se hará Dios para el hombre, verdadero Emanuel, no en el palacio de los reyes, no en los corredores de ningún banco central ni de comités políticos, no en la maquinaria potente de ejércitos mundiales ni de finanzas internacionales, no en los grandes centros religiosos moderados por sacerdotes de ricas vestiduras, sino en la grandeza modesta de la vida de familia, del acontecer de todos los días, del vivir propiamente humano.
Dios, así, en la Navidad se pone al alcance de todos, y nos hace capaces de encontrarlo aún en la normalidad de nuestras vidas, en las simples alegrías hogareñas y también en sus grandes tristezas.
Así como el fracaso de los ridículos sueños de grandeza del pueblo de Israel permitió a Dios elevar al mundo y al hombre a la verdadera Esperanza, y reconocer a Dios en la pequeñez de un pequeño bebe, así también, quizá, privilegiadamente, en nuestra desilusión de argentinos, podamos estos años que se avecinan, ayudados por José, María y el Niño, ponernos a la búsqueda de los únicos bienes que valen la pena. Desde la reconstrucción de nuestras familias buscar ante todo nuestro realizarnos de hijos de Dios, nuestro crecimiento en santidad y servicio, nuestra lucha por lo único que merece hacerse en este mundo transitorio: forjarnos destino de cielo, de vida verdadera, de santa y definitiva alegría.