1973. Ciclo b
NAVIDAD
(GEP, 25-XII-73)
Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!
SERMÓN
En el monte Esquilino, en la antigua colina del Fagutal, hoy pleno centro de Roma, a mitad de camino entre el Colosseo y las termas de Diocleciano, a pocos pasos de la stazione Termini y frente a la embajada argentina ante el Quirinal, se levanta una de las joyas artísticas más maravillosas de la Urbe romana y, ciertamente, del mundo. La basílica de Santa María Maggiore.
Desde el siglo V hasta el XVIII papas y artistas los más talentosos de la cristiandad se dieron cita entre sus muros para adornarlos con sus más excelsas obras maestras. Arquitectos paleocristianos, mosaistas bizantinos y cosmatescos, Medioevo y Quattrocento, Renacimiento y Barroco hicieron de ella un espléndido relicario engarzado en medio de la ciudad. ¡Orgullo de Roma y orgullo de la Iglesia!
Pero, ¿qué es lo que habrá promovido este admirable despliegue de ingenio y de belleza? ¿Edificar un museo de arte para turistas apresurados? ¿el gusto del nuevo rico ansioso de hacer patente su fortuna?
¿Quién diría que toda esta maravilla es el doble homenaje a una modesta mujer y a dos o tres pedazos de madera?
Porque la munificencia de los papas y el genio del artista, en todos esos siglos de trabajo, dirigieron su rendida atención, por un lado, a María, aldeana nazarena, madre de Cristo y Señora del Universo y, por el otro, a las pobre maderas que quedan aún del pesebre que, un día maravilloso de Diciembre, sostuvieron el augusto cuerpo recién nacido del niño Jesús.
Sí. Allí están –preciosas reliquias, tablas venerables‑ engalanadas un tiempo por las esculturas de Arnolfo di Cambio, (1245 – 1310), entre los mármoles preciosos del altar mayor. Extrañadas quizá de todo este suntuoso homenaje que las rodea. ¿Qué más homenaje –se dirán, quizá‑ que haber acunado un día el cuerpo de niño del Creador? ¿Y qué tendrá que ver todo esto –pensarán‑ con nuestros humildes bueyes y nuestros asnos y las paredes frías de la roca y el olor a gramilla recién cortada?
Pero mucho tiempo ha pasado desde esos hoy ya lejanos días en que los únicos homenajes fueron la mirada tierna de la Virgen, la vigilante alerta de José, las callosas manos pastoras y el invisible aleteo de lo ángeles.
El hombre, estupefacto, ha tenido tiempo de reflexionar azorado ante la amencia de un Dios enamorado de los hombres que baja a tanto. Y ni mil basílicas podrán jamás vocear adecuadamente nuestro agradecimiento.
“Canten mis labios” –decía San Agustín‑ “las alabanzas del Señor por el que fueron hechas todas las cosas y que quiso ser hecho en medio de ellas”. Creador del sol, creado bajo el sol; hacedor del cielo y de la tierra, nacido en la tierra bajo el cielo; gobernador de las estrellas, amamantado frágil por unos pechos vírgenes a su tenue resplandor.
Agnolo Bronzino(1503-1572)
Más no nos detengamos hoy en la humildad del Dios que se hace hombre. Maravillémonos más bien de la grandeza insólita del hombre que se hace Dios. Dios no se hubiera humillado nunca tanto de no ser para exaltarnos a nosotros.
Nació según la carne para que tu nacieras según el espíritu. Nació de una mujer, para que fueses en adelante algo más que hijo de otra. Aceptó un padre carpintero para convertir al siervo en hijo del Señor. Reposó en la bajeza de un pesebre para que nos sentáramos un día en el enjoyado trono del Creador.
“Reconoce cristiano tu dignidad” –decía San Pablo. El Verbo hecho hombre te ha dado la posibilidad de ser pariente del mismo Dios. No te conformes con menos que esto que ninguna aspiración ni ambición puramente humana mal puede desear.
Desde hoy, Navidad, corre por tus venas la sangre azul del Creador. No arrastres tu dignidad por el fango de Buenos Aires. No empañes tu hidalguía en rastreras empresas. Ningún acto pequeño comprometa tu honor cristiano.
Lleva la frente erguida de los nobles y ninguna acción mezquina registre la agenda de tus hechos.
Feliz Navidad.