Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1979. Ciclo b

NAVIDAD
(GEP, 25-XII-79)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

Nuevamente, el sublime Prólogo del Evangelio de San Juan nos hunde en el misterio inefable de lo ocurrido anoche.

En este mundo perecedero, nacido en lejano estallido de nebulosas, destinado a morir en los helados espacios de estrellas definitivamente apagadas; mundo en cuya enjuta corteza millares de individuos y de especies han aparecido y fenecido, dejando apenas rastro; en donde, desde hace apenas breves miles de años, se agita la vida del hombre, con sus historias de familias y de imperios -uno tras otro esfumados-, estratos arqueológicos, memorias ya borradas, olvidadas, cientos de millones desaparecidos, miles muriendo en este instante, miles que morirán mañana y pasado; casi ninguno, de los hoy vivos, que lo estará dentro de noventa o cien años, reemplazados por otros también destinados a morir; en este mundo efímero, cambiante, mutante, voladero, de frágil recuerdo, con su destino de caducidad y de nada, por el cual nos deslizamos en el centelleo de una duración humana, chispa fugitiva, disipado humo; en este huidizo y caduco mundo, como deteniéndolo en su fuga de tiempo, en su envejecer, en su nacer para morir, se ha clavado, de pronto, el ancla de la eternidad.

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Porque Aquel que, Palabra del Padre, resuena estentóreo desde siempre, más allá del tiempo, juventud perenne, gozo sin sombras, belleza sin mácula, alegría sin fisuras, desmedido amor, consistencia infrangible, hoy, ha puesto su pie en esta frágil tierra y la ha amarrado a la solidez rocosa de la eternidad.

Podrá ahora descargarse sobre nuestro mundo la tempestad del tiempo, con su ansia de desgaste, de decrepitud, de vetustez y de muerte; podrán arrojarse sobre él, como animales famélicos, los espectros de la guerra, de la enfermedad y del odio; podrá el hombre efímero tratar de precipitarse otra vez al vacío del pecado y de la nada; el Ancla resistirá. La eternidad y el tiempo ya no pueden separarse; el cielo y la tierra están definitivamente unidos; Dios ha ancorado al hombre a los brazos abiertos y clavados de Jesús.


Catacumbas de Santa Domitila

Desde este instante en que Dios y el hombre gimen, un solo ser, en los brazos de María, para el cristiano nada en el tiempo es ajeno a la eternidad. Nada es definitivamente caduco, nada pasa para siempre. Las cosas que vamos desgranando, una a una, en la tierra, en el flujo de las horas, van depositándose para siempre en lo celestial.

Para el cristiano –digo- porque precisamente es la fe la que nos permite vivir desde ya en el cielo, a través del cuerpo humano y visible de Jesús. Todo lo que -creyendo en Él- hagamos; todo lo que -por amor a Él- realicemos, participa de ese Su tiempo, que es Eternidad.

Él es el paso, el puente, el túnel a aquella dimensión en donde nada queda atrás. En donde todo es presente, todo es vivo y colorido.

Fuera de Él, en lo únicamente humano, en el pecado, volvemos a sumergirnos en el puro tiempo y su ruta al no-ser. Sin Cristo lo pasado es pasado, el tiempo carcome, la memoria caduca, la muerte es definitiva.

En Él y con Él, el tiempo puede hacerse eternidad y todo alcanzar el esplendor y la plenitud de lo divino.

Nada hay en la vida de un cristiano que no pueda ser alcanzado por el milagro del Dios que se ha hecho hombre. Nuestras obras, aunque se gasten aquí abajo, quedan para siempre expuestas en el cielo. Nuestros amores –de novios y de padres, de hermanos y de hijos, de amigos y camaradas- en la medida de su ser cristianos, alientan por el Espíritu del recién nacido, a temperaturas desconocidas, y se prolongarán más allá del latir precario del humano corazón.

Dios se ha hecho uno con lo humano. Ya no es más el Trascendente inasequible frente al cual toda realidad creada es profana y oscura. Al hacerse uno con el hombre, en Jesús de Nazaret, Dios se ha unido a todo lo que es del hombre: su tierra, sus estrellas, sus trabajos grandes y pequeños, sus penas y alegrías, sus miedos y sus amores, sus bondades y hasta su pecado, sufrido en Cruz.

Ya no existe, desde la fe, diferencia entre lo grandioso y lo despreciable. Pelear una batalla, dar un examen, lavar las cacerolas, ser presidente o basurero, todo es divino e infinitamente valioso si, bautizados como hijos de Dios, se hace por amor a Jesús; en comunión con Aquel en quien lo humano, aún bajo la forma inerme de un bebe, es lo divino.

Cristiano, ¡exulta!. Al remolino del mundo donde estás manoteando para no hundirte, Dios te ha arrojado el salvavidas de Jesús; en medio de las arenas movedizas del tiempo ha aparecido el peñasco compacto de Belén; en el rugir del tiempo que avanza inexorable, el niño Dios es ancla eternal; en el óxido y corrupción del pecado Él es ungüento que te devuelve la mocedad.


María y el Niño. Catacumbas de Santa Priscila

¡Alegría de la Natividad! Dios se ha hecho hombre, niño, para que tu, hombre, niño grande, puedas hacer Dios, inmortal.

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