Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1982. Ciclo b

NAVIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»

SERMÓN

Después de los bulliciosos festejos de anoche ‑la reunión de familia, los regalos, la sidra, los petardos, la solemnidad alegre de la Misa de Gallo y, esta mañana, el levantarse tarde, algún dolor de cabeza, el reencuentro con los regalos ya abiertos, el comer a mediodía sin demasiadas ganas lo que sobró de anoche‑ en la tarde de hoy nuestra Misa Vespertina se desarrolla en un clima distinto, más sereno, propicio a una visión más honda de lo que ayer festejamos quizá demasiado alegre, superficial, humanamente. Visión a la que nos invita el solemne, hierático e intenso prólogo del Evangelio de San Juan que acabamos de leer.


Dante Gabriel Rossetti, La semilla de David, 1858-1864. Llandaff Cathedral, Cardiff, UK.

Porque la Nochebuena festiva nos introduce en el cálido y experienciable clima de un nacimiento. Nacimiento que, como todos, nos hace compartir de inmediato el alborozo instintivo, ancestral que, cada dar a luz biológico, provoca en la especie o en la tribu. La vida que se prolonga, el futuro genético asegurado ¡alegría inscripta en el biograma de hasta la última bacteria que se reproduce! Ternura, también instintiva, frente a la madre y al cachorro inermes, casi desamparados a no ser por la figura de José y, a eso, suman los hombres el jolgorio de la fiesta, la reunión del clan, el burbujear del vino, la risa fácil, el intercambio milenario del obsequio.
En cambio la Misa de esta tarde, sin querer negar o criticar esas humanas alegrías, al contrario, quiere darles el sentido trascendente que poseen, más alto, aunque menos tangible, menos experimentable, bajo la forma enceguecedora de la fe oscura, insensible, imposible de ser suscitadas con el champán o con la mera exaltación del abrazo y de las buenas compañías.
Porque los festejos ya pasaron, como pasarán los de año nuevo, como pasarán las vacaciones, como pasarán las lunas de miles, los ascensos, el antojo del regalo nuevo, el estreno del auto o del departamento, como se irán nuestras vidas y las de aquellos a quienes amamos. ¡Tantos alborozos e hilaridades! Tantas cosas que ambicionar, esperar y gozar, pero, al mismo tiempo, ¡tan frágiles, tan fugaces, tan pasajeras! Como la alegría humana de la fiesta de anoche, que ya pasó.
Alegría, sí, alegría de las más lindas la de las navidades, pero que ya pasó.

Ciertamente que Jesús, quiso traernos, también, esa alegría que anoche afloró en cariño, en contento, en paquetes multicolores de regalos, pero quiso traernos muchísimo más, a un nivel difícil de entender y de vivir, porque no es el que crece de las fuerzas de esta tierra ni puede comprarse en los shopings. Y ¿cómo habríamos de comprarlos si solo poseemos dinero de hombres? Estas son cosas que solo valora la economía divina de la gratuidad, imposible de contabilizar en humano comercio.

Porque lo que sucedió anoche en el misterio de Belén no solo es el nacimiento de Dios en el espacio y tiempo que ubica infinitesimalmente el orbitar de la tierra alrededor de su pequeño sol, sino la inauguración de una posibilidad fabulosa para el hombre que en ella habita, para nosotros que vivimos en estas latitudes de su corteza: la viabilidad de llegar a ser, por participación amorosa, como el mismo Dios.
Es como si asistiéramos de pronto a la aparición de una nueva especie, un salto de cromosomas, un cambio de código genético, pero en un respingo prodigioso: no de reptil a mamífero, de mono a pitecántropo: ¡de hombre a Dios! Cristo es el primer individuo de una nueva especie: la de los hombres divinizados. ¡El nuevo Adán! En él se ha encarnado el mismo Dios, se ha hecho uno con la humanidad, ha cumplido plenamente el misterio de la vocación del hombre y del destino de la historia, para posibilitar a todos los hombres, mediante la fe predicada y recibida, el acceso a Dios.

Por eso es difícil experimentar el verdadero sentido de la Navidad. ¡Poder llegar a la Vida de Dios! ¡Estar llamados a la alegría de la Trinidad! ¡Qué podemos saber nosotros de eso, encerrados por ahora en la pobreza engañosa de nuestra condición humana!
Si nos hablan de la alegría de la fiesta, de la música, del mar y de las vacaciones, del yate y de la Kawasaki, del estar enamorados y del nacimiento de los hijos, eso sí lo entendemos. Pero, si nos hablan de la alegría de Dios, de la posibilidad de Cielo, del sumergirnos enteramente en el éxtasis del Padre y del hijo y del Espíritu Santo, ¡ya eso queda fuera de nuestra comprensión! Y, si nos lo ofrecen, casi, casi, ni siquiera lo codiciamos. Lo que nos ofrece Dios en Jesucristo es tanto e inmensurable, que permanece más allá de nuestra comprensión, de nuestros deseos, de nuestras concretas ambiciones.
Y, sin embargo, ese es el sentido profundo y verdadero de la Navidad. Sentido tan hondo, grande y desproporcionado a nuestra pequeñez humana que nos alegra menos que la copa de vino y nos emociona menos que el encuentro en familia o la música del villancico.

Pero, no importa: todos son medios para, poco a poco, ir acercándonos a Él. La vida nos hará ir descubriendo la precariedad de la felicidad puramente humana, como la fiesta de anoche que ya pasó. Tarde o temprano el mundo de los hombres que tanto parecía ofrecernos no podrá darnos nada más y, entonces, quizá, seamos capaces de percatar, en nuestros corazones, el eco de ese deseo de Dios que, oculto en el fondo de nuestro ser, espera el momento oportuno para encontrarse con el don de Dios que se hace presente en el misterio de Belén.

Mientras tanto, aunque las cosas lindas y legítimas de este mundo parezcan ser las que más atraen nuestros corazones, sepámoslo, recordémoslo cada Navidad: estamos llamados a mucho más. Cristo nos ha abierto la posibilidad de alcanzar la perfección suprema. Nuestro verdadero destino no está en las cosas de este mundo. Nuestra verdadera felicidad no se puede comprar en esta tierra, porque, desde el misterio de la Nochebuena, más allá de todas nuestras posibilidades y riquezas puramente humanas, Jesús nos ha dado –como escuchamos en el Prólogo del evangelio de Juan‑ “el poder de llegar a ser hijos de Dios, si creemos en su nombre”.

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