1985. Ciclo a
NAVIDAD
(GEP,
25-12-85)
Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!
SERMÓN
Los que anoche, o esta mañana, hayan podido escuchar las lecturas de los evangelios propuestos para esas misas, se habrán encontrado con la tierna imagen del pesebre -del niño, de María, de José-. Esa imagen que, por estas fechas, armamos en algún lugar de nuestras propias casas y alrededor de la cual pasamos tantos ratos lindos de nuestra vida –no solo regalos: brindis, reencuentros, cariños familiares-. Momentos humanos, tan humanos que, junto con las verdaderas alegrías despierta también las verdaderas nostalgias, las verdaderas tristezas -las de las ausencias, las de los amores rotos- más allá de las absurdas malas sangres que nos hacemos durante el año frente a cosas que, en el fondo, poco importan. Es como si Navidad, aun prescindiendo de su significado religioso, tuviera el poder de redimensionar nuestras vidas y nos pusiera lucidamente frente a nuestras autenticas riquezas y alegrías –la de nuestros seres queridos- y frente a nuestras verídicas carencias o tristezas -nuestros amores muertos, perdidos o fracasados-.
Pero, mas allá de lo humano y pasado el choque emocional de la Nochebuena, al borde del miércoles que reinicia nuestras actividades, a pesar de las vacaciones que rondan –y, a lo mejor, con las secuelas hepáticamente realistas del Moet Chandon o, en estos tiempos de malaria, de sidra “La Victoria”, y el remordimiento del pan dulce y los turrones que interrumpieron nuestro régimen- La Iglesia considera que, esta tarde, es el momento adecuado para elevarnos a la suprema seriedad del famoso prologo del evangelio de San Juan que acabamos de leer.
Porque si el pesebre nos proyecta al escenario de la bucólica y entrañable escena del nacimiento del bebe de María: el evangelio de Juan nos arroja de un empujón brutal a su sentido profundo y al desafío que Navidad representa para todos nosotros.
Porque en ese bebe plenamente humano, sostenido en su ser por la hipóstasis divina del Verbo, Dios lanza su mensaje definitivo a toda la humanidad, Dios lleva a su cumbre la creación, Dios empuja al cosmos, al universo, a cada uno de nosotros a su vocación y destino.
La Navidad no ha sido un hecho histórico más; un episodio más o menos legendario y adornado luego por los hombres o -como quieren algunos- un mito o arquetipo universal que valoriza estructurales valores del ser humano o que lo definen en su ‘natural' ser divino. No: ni siquiera se trata -como es presentado por ciertas teologías inexactas- de un tardío intento de Dios de reparar, con su intervención personal, los desaguisados cometidos por el hombre.
Se trata de la meta final y única para la cual el Ser Absoluto ha puesto en marcha, en el origen de los tiempos, este universo contingente, desde el crepitar de los electrones y protones, el aparecer de los planetas y el florecer de la vida, hasta el erguirse bípedo del ser humano.
“Porque todo se hizo por Ella -la Palabra que estaba con Dios y que era Dios- y nada se hizo sin ella de cuanto existe”.
Y todo se hizo para que apareciera el hombre y para que Ella, la Palabra, “fuera la vida y la luz de esos hombres”.
Vean qué maravilla lo que dice Juan: todo se hizo para el hombre, pero no solamente para que el hombre se quedara con las cosas del hombre, con su mundo, sino para que pudiera vivir la Vida y ver la luz de la Palabra . Esa palabra donde está la Vida. La Vida verdadera, la Vida divina; no la vida humana que termina un día con la muerte y que se extingue y que se apaga y que se convierte en oscuridad y en nada. No: la Vida verdadera, la que es luz inextinguible, la que es capaz de vitalizarnos e iluminarnos para siempre.
Y fíjense también: esa luz, esa palabra ya estaba de alguna manera en el mundo: en las fórmulas maravillosas que rigen el ser y el devenir de la materia, de la biología, de la astronomía, del pensar y hablar humanos. Solamente con mirar el mundo, con mirar nuestro interior, podríamos descubrir al Dios Palabra –como tantos lo han descubierto y lo descubren- pero, ahora, a la manera como nuestro pensamiento modela la voz, las palabras y las letras con las cuales lo expresamos, así la Palabra que es Dios y esta con Dios, se expresa en la humanidad del hijo de María.
En la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazareth, la Palabra, el Verbo, escribe y es el mensaje definitivo del Padre al universo nuestro, de los hombres. En Jesús de Nazareth la misma Vida de Dios –no solo la vida vegetal, la vida animal, la vida humana- sino la misma Vida de Dios, la que late en el corazón trinitario, es transfundida al hombre y, desde ese hombre, quiere comunicarse a cada uno de nosotros.
Porque no es que el hombre sea capaz de Vida por su naturaleza, como dice Juan “ por la sangre, por obra de la carne, o por la voluntad del hombre ” Navidad no es una especie de leyenda que nos quiera enseñar que todo hombre, por el solo hecho de ser hombre, es “hijo de Dios”. De ninguna manera: no es cuestión solamente de hacer fiestas porque Navidad nos dice que los hombres somos ‘hijos de Dios' o que, por el solo hecho de que Jesús es Hijo de Dios, de que el Verbo se ha hecho carne en El, todos estamos automáticamente salvados, elevados a la naturaleza divina.
No: en la Navidad, Dios no eleva a todo el mundo, a todos los hombres, como una máquina, hacia Sí. Esa Palabra hecha carne es solamente una ‘interpelación' divina, un ‘llamado', una ‘oportunidad'. Pero está en cada uno de nosotros el oírla o no, conocerla o desconocerla, recibirla o rechazarla; y solo “a los que la reciben les dio poder de hacerse hijos de Dios”.
Sí, todos los hombres somos llamados por la Palabra hecha carne a altísimos destinos, a superar las fronteras de lo humano, a vencer la caducidad, el dolor y la muerte propia de lo humano, a terminar con el egoísmo, las injusticias, la pobreza y las luchas propias de lo humano. Pero “no mediante la sangre, ni el obrar de la carne ni de la voluntad del hombre”, no por la técnica ni por la ciencia ni por la medicina, ni por la moral ni por la política o la economía o las revoluciones, sino por el nacer de Dios en la fe y el bautismo y por las obras del amor que, desde la fe, nos llevaran a la Vida.
Navidad, pues, momento de humana alegría, sí, pero, ante todo, para nosotros cristianos, momento de reflexión y momento de verdaderas decisiones. De una buena vez ¿recogeremos la interpelación, el guante de la palabra hecha carne? ¿Le decimos sí o no? ¿Preferiremos nuestras conocidas y familiares tinieblas y opiniones, o el encandilamiento enceguecedor de su luz? ¿Elegimos no reconocerlo o desfigurarlo con papel ‘mashé', junto al mundo, viviendo nuestro cristianismo a lo bobo, a lo papa Noel, o ser de los suyos, de los que Le reconocen y reciben, de los que combaten, de los que nacen de Dios? ¿Optamos por exprimir como a un limón esta vida que termina con la muerte; o por ponerla al servicio de Jesús y de los hombres para alcanzar la verdadera Vida que es imperecedera luz?
Si es así, ¡feliz Navidad!