Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1994. Ciclo B

NAVIDAD
(GEP, 25-12-93)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

"De tierra soy y con palabras canto", escribía Neruda en uno de sus versos, ponderando al diccionario. Neruda, como verdadero poeta que era, a pesar de su ideología, tenía ese poder de transformar con su genio cualquier escena u objeto cotidiano y elevarlo a arte: cantaba las cosas más prosaicas: oda a la cuchara, oda a la sal, oda al serrucho, oda a la caja de té, oda al diccionario, son algunos de los títulos de sus tres libros de Odas Elementales.

Con su palabra de poeta era capaz de hacer ver cualquier cosa desde el ángulo de lo bello, como si recreara todo con su estro. Y, de hecho, el término poeta viene de un verbo griego "poieo" que significa "crear". Así comienza la traducción griega de nuestra Biblia: En arjé epóiesen o zeos ton ouranón kai ten gen . En el principio creó Dios -poetizó Dios- el cielo y la tierra."

Las cosas más prosaicas cuando son recreadas por la palabra de un poeta adquieren un brillo, una hondura, un dinamismo que aparentemente antes no veíamos. Ese es el placer de leer a un buen poeta: el gozo de descubrir esas anfractuosidades brillantes y, en realidad, elocuentes de la realidad pero que nosotros no sabíamos mirar ni escuchar.

A un nivel mucho más burdo, es como la palabra de un guía de turismo que al grupo, mientras les habla y les señala lo que hay que ver, explicándoles, les descubre realidades, formas, recuerdos, que el turista sería incapaz de mirar si mirara lo mismo que le señala el guía, pero sin la ayuda de su palabra.

Cuando muchos años después de la muerte y glorificación de Jesús, sus discípulos se preguntaban quién era Cristo, qué había sido el Señor mientras había estado con ellos, una de las cosas en las cuales todos estuvieron de acuerdo era que Jesús les había cambiado totalmente la mirada sobre el mundo, sobre la vida, sobre las relaciones entre los hombres.

Las cosas que no tenían significado, el dolor que carecía de explicación, la muerte del hombre que era pura oscuridad, el vivir humano que parecía terminar en la nada, habían adquirido con Jesús una explicación nueva, un ángulo inesperado que les daba sentido, una apertura hacia alturas y profundidades que cambió totalmente sus vidas.

No podían concebir lo que había sido Jesús para ellos sin identificarlo con una brillante luz que, de pronto, había dado color, relieve, orientación, profundidad a sus existencias. Jesús había sido el repentino prenderse de la luz en sus vidas ocres, apagadas, mortecinas. Lo habían sentido, experimentado: él era la luz que había venido a los hombres.

Pero, más allá de eso, la experiencia que había quedado grabada en sus corazones y recuerdos, después de tantos años, era la fuerza de esa palabra resonante que, aún ahora, en las notas escritas que las iglesias conservaban de sus discursos, eran capaces de encender el alma, cambiar la vida, hacer ver la existencia humana, de un modo inesperadamente nuevo. Más: que eran esas palabras las que daban luminosidad, brillo, consistencia, a su vivir.

Pescadores, cambistas, abogados, médicos, mujeres de su casa, mujeres de la corte, mujeres públicas, cientos de miles de personas, habían visto de pronto trocadas sus vidas por la experiencia del oír esa palabra. Palabra que aún seguía resonando vivificante, poética, recreativa, iluminadora, en aquellos que ahora la transmitían.

Una experiencia tan radical, tan tremendamente renovadora, no parecía ser solo fruto de un poeta o un predicador puramente humano. Detrás del decir de Jesucristo vibraban resonancias que hacían recordar las arengas vibrantes de los profetas. Esos profetas que también con sus palabras habían ido modelando y transformando lentamente al pueblo de Israel.

Pero aquellas palabras de los profetas, si bien incendiando los corazones, si bien mostrando verdades hasta entonces ocultas, si bien iluminando parcialmente, solo apuntaban a promesas, a cosas futuras, a acontecimientos que habían de venir.

La palabra de Jesús había sido distinta, como algo a lo cual ya no se podía añadir nada, como si finalmente todo hubiera sido revelado y las cosas estuvieran plenariamente claras para el hombre; como si todo se hubiera dicho en él y lo único necesario era ahora poner sus palabras a la obra, con el corazón ya transformado y la vida definitivamente iluminada.

De allí que el pensamiento de la Iglesia, comprendió que Jesús no era de ninguna manera un profeta más que transmitiera algunos pensamiento circunstanciales de Dios a los hombres. El era el decir henchido, colmado, de Dios al hombre. No solo pronunciaba palabras, sino que él mismo era la palabra, la palabra iluminante, la palabra transformadora, aquella capaz de dar vuelta la vida de un hombre y encaminarlo a una existencia plena de sentido, de perspectiva, de pluridimensionalidad.

Más aún: la Iglesia y el evangelista Juan entendieron que en realidad el Jesús capaz de recrear la existencia de un hombre no era sino la misma palabra de Dios que había creado el universo. Esa palabra que ahora se había hecho carne y que podía decir también " De tierra soy y con palabras canto ".

De allí el poder de Jesús. La palabra poética que creaba constantemente las maravillas del cosmos, de la naturaleza, de los nacimientos, era la que en Cristo, supremo poeta, recreaba todo, innovaba al hombre, y le hacía ver las brillantes facetas de un verdadero vivir.

Por eso Juan parafrasea, para presentar a Jesús, el verso del Génesis que muestra a Dios como poeta del universo: En arjé epóiesen o zeos ton ouranón kai ten gen . "En el principio poetizó Dios el cielo y la tierra".

Escribe Juan: En arjé en ho logos ..., "En el principio era la palabra del poeta, la que todo creó, la que desde siempre era luz..."

Y esa palabra poética es la que se hace carne en Jesús.

Pero, para terminar, eso no agota el sentido de la palabra. Porque el poeta no canta solo a la luna, o a las estrellas, o aún cuanto cante a la luna, la canta para alguno. El poeta suele ser un enamorado, alguien que escribe para alguien; y sus versos son tanto más bellos cuanto más grande es el sentimiento de amor, compartido o rechazado, por aquel o aquellas para quien escribe.

Ya el antiguo testamento había pensado que la palabra con la cual Dios creaba los cielos y la tierra no era solo una palabra poderosa, sino una palabra de amor, cuyo destinatario era el hombre. Los profetas no eran sino la prolongación viva del poema escrito en la realidad para la raza humana, una especie de Cantar de los Cantares, de epitalamio, plasmado en tierra. El desespero de Dios para que el hombre escuche su palabra enamorada.

Pero ahora, en Jesús, la Iglesia y Juan se dan cuenta de que Dios se había expresado hasta el extremo: era el suspirar más apasionado, la declaración de amor más elocuente que Dios podía hacer al hombre: era el sacar de lo más hondo de si todo lo que podía darnos de su intimidad, para enamorarnos y, al mismo tiempo, transformarnos con su amor, con su palabra de poeta, de creador, y seducirnos hacia la eternidad.

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