1999. Ciclo b
NAVIDAD
(GEP, 25-XII-99)
Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!
SERMÓN
Después de los festejos familiares de anoche es bueno que en esta santa Misa de mediodía retornemos al significado profundo de la Navidad , que no quiere ser solamente el recuerdo de un cumpleaños más -como a veces se trivializa llegando a cantar bobamente en los templos el 'Happy Birthday'- sino de la fecha precisa que marca el salto inconcebible que la humanidad, impulsada por la encarnación, pega de su estado meramente humano a la participación de la vida divina.
Así como los paleontólogos detectan hace cuatro mil millones de años en las aguas de primitivísimos océanos el primer salto de la materialidad a la vida, o hace setenta millones de años la aparición de los primates, o hace catorce millones de los primeros homínidos -los ramapitecos- o, más recientemente aún, el salto a la razón en el 'homo sapiens', fechas que marcaron avances cualitativos fundamentales en la historia de la evolución del universo, así hace dos mil años en la línea del 'homo sapiens' surge un nuevo tipo de vida, la vida del 'homo Deus', del hombre asumido por Dios, inaugurada en Cristo Jesús. El es la infusión en la rama de los homo sapiens de un nuevo tipo de vida, ya no surgida de las posibilidades de la naturaleza y la evolución sino infundida y asumida por el mismo Dios.
La encarnación, en su novedad absoluta, pone al alcance del ser humano, mediante la fe, la dimensión de lo eterno. El hombre, de por si material y biológicamente encerrado en la dimensión finita del tiempo y del espacio, sujeto al desgaste y a la caducidad, es capaz de conectarse maravillosamente, por gracia de Dios, mediante el bautismo, con esa tempestad de vida divina que irrumpe en la historia del cosmos a través de Jesús haciendo estallar los límites del hombre.
Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne, nos permite a los creyentes llegar a ser hijos de Dios. Y nos lo permite a todos, no solo a los que le conocieron durante su vida mortal, ya que sabemos que desde su resurrección transformadora, el sigue habitando entre nosotros.
"Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros"... Lo hace en su iglesia, lo hace mediante su Espíritu, lo hace muy concretamente mediante sus sacramentos. Los sacramentos son la continuación perenne en el mundo, en este tiempo y este espacio, de la presencia vivificante de Cristo, del Verbo eterno. Presencia material, concreta, experimentable, tangible en pan y en vino, en agua y en aceite, en palabra y acciones. Esos son -lo sabemos- los signos sacramentales.
Real y especialísima presencia de Cristo, prolongación perpetua de Belén entre nosotros, es la Eucaristía : vino y pan que desaparecen y se transforman en el mismísimo ser de Jesús.
No creemos, pues, que haya fecha más significativa para bendecir, en esta Misa, uno de los tres cálices con sus respectivas patenas o platos que han sido donados a la parroquia por un querido feligrés. Los vasos sagrados son como el símbolo de nuestro aprecio por el don de la encarnación. No utilizamos cualquier recipiente para contener la eucaristía, porque queremos significar, con la exclusividad de su uso, nuestra fe en esa dimensión nueva que se hace presente entre nosotros a través de la apariencia del vino y del pan. Así como no venimos a comulgar de cualquier manera ni estiramos la boca y menos la mano con prepotencia como si pudiéramos exigir la comunión, y lo hacemos de modo decoroso, decente y religioso, así usamos vajilla preciosa y consagrada para contener el sagrado cuerpo y sangre de Jesús.
Que la consagración de esta patena y este cáliz sea también manifestación de nuestra propia consagración exterior e interior, para que nos hagamos dignos de recibir en nosotros mismos el don de la presencia de Jesús, para merecer el inmenso don de la Encarnación.
¡Feliz Navidad!