Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

2001. Ciclo A

Nochebuena 
Mt 1, 1-25 ó 1, 18-25 (GEP 24-12-01)

En los idus de Junio del año 9 antes de Cristo, el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Roma, rodeado de sus generales Druso , Germánico y Tiberio con sus armaduras fulgentes de oro, el senado en pleno, los diversos colegios sacerdotales, augures y arúspices, la guardia pretoriana, representantes de familias ilustres, de caballeros, sirvientes y pueblo en general presencian, en el foro de Augusto, la imponente ceremonia que se lleva a cabo cuando éste manda guardar en el Templo de Marte los lábaros, enseñas y trofeos recuperados de las legiones romanas al mando de Marco Lucio Crasso , aniquiladas cerca del Eufrates 44 años antes. Era allí, en el templo de Marte Ultor , donde se conservaban la mayoría de los trofeos de guerra tomados al enemigo durante siglos de batallas y de conquistas. Pero quizá la reliquia más venerada por los romanos era la rica y victoriosa espada de Julio Cesar que allí se guardaba en conspicuo lugar.

El templo de Marte era donde los miembros de las grandes familias recibían la toga viril a los diecisiete años; los magistrados y generales eran investidos de mando y a donde, a su regreso, debían reportar los trofeos obtenidos en sus victorias.

Siempre que Roma se encontraba en guerra las puertas del templo permanecían abiertas, para que el Dios de la guerra, Marte, Ares, pudiera salir de él a prestar ayuda a sus tropas.

En realidad ya nadie recordaba cuándo habían visto las puertas del templo cerradas por última vez. Durante los últimos siglos las guerras habían sido constantes y sangrientas. Pero ahora, el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Roma -el 'imperator' [1] , en latín- el emperador Cayo Julio Cesar Octaviano , titulado Augusto por el Senado, considera que todas las provincias del territorio dominado por los romanos se encuentran en paz y sus fronteras aseguradas. Por lo cual, después de depositar las enseñas de Crasso en la atiborrada nave del templo, manda cerrar solemnemente sus pesados portones de bronce. La multitud aclama enardecida a Augusto, el pacificador, y se retira festivamente derramándose por las calles de una Roma más espléndida y rica que nunca. Se inaugura la que luego fué llamada "la paz de Augusto".

Y, sin embargo, se trata de una paz precaria, dependiente del medio millón de soldados que repartidos por todo el imperio, sobre todo en las fronteras, custodian una paz impuesta tanto a los bárbaros del exterior -de los cuales los separan débiles líneas de fronteras naturales o de fortines y que cuando alcanzarán fuerza suficiente o superarán sus propias diferencias se lanzarán a la rapiña y saqueo de las tierras romanas-, como a los pueblos conquistados -tal Egipto, África, Asia Menor, Siria, Palestina, con sus continuos intentos de independencia y liberación-, como al propio pueblo -dividido por las propias disensiones internas y terribles desigualdades-. Hay que pensar que, durante el gobierno de Augusto, se realizaron tres censos en Italia que arrojaron, el último de ellos, un resultado de 4.937.000 ciudadanos romanos varones -que eran los únicos que se censaban-. A los cuales hay que agregar mujeres, hombres libres pero no ciudadanos, residentes extranjeros y, sobre todo, multitud de esclavos... En total, desde los Alpes al estrecho de Mesina, harían alrededor de 15 millones más. Pues bien, de esos habitantes censados, solo uno de cada cien mil pertenecían a la clase más rica -la senatorial-, un uno por ciento eran caballeros, los demás humildes artesanos, trabajadores, servidores. No se hable de los súbditos del resto del imperio, unos treinta o cuarenta millones de habitantes, en los cuales dominaban los enviados de Roma o los reyezuelos locales tipo Herodes sometidos a Roma, con sus cortesanos y colaboracionistas.

Todo esto creaba desigualdades explosivas, bolsones de miseria y forzada servidumbre, solo contenidas por la fuerza y el temor, y toleradas -si no llegaban a extremos insufribles- solo por la costumbre, por la falta de ideas o la carencia de caudillos.

La situación Palestina era especialmente conflictiva. Torpemente, Roma, engañada por él, había aceptado que Herodes , que no tenía ni una sola gota de sangre judía - idumeo por su padre, árabe por su madre- arrebatara el trono de Judea. Aún con la aprobación romana lo había tenido que hacer tomando a Jerusalén, después de cuatro años de sitio, en el 37 AC. Hasta su muerte, en el 4 después de Cristo, había regido despóticamente a los judíos, sofocando salvajemente cualquier intento de insumisión y llenando al pueblo, a la vez, de odio hacia él y hacia los romanos. Eso lo obligaba a comprar con inmensos privilegios a los poderosos oficiales de corte que lo apoyaban y a los dirigentes que, como los saduceos, con cierto influencia en la gente, podían captarse con dinero. La inmensa masa del pueblo tradicional, de los artesanos, de los campesinos, los viejos dueños de campos, paulatinamente endeudados por impuestos confiscatorios, habían sido reducidos a la pobreza; muchos obligados a vender sus tierras y algunos, hasta ingresando en las filas de los fuera de la ley que, al modo de guerrilleros, escondidos en las montañas, cometían periódicamente verdaderos actos de bandolerismo.

Otros pocos ricos eran los que, aprovechando el empobrecimiento colectivo, se convertían en grandes terratenientes, comprando las tierras endeudadas por monedas. También estaban los mercaderes muy importantes a quienes sus vinculaciones tanto romanas como locales, lobbies y reservas les conferían indudable influjo. Y unos cuantos jefes de recaudadores de impuestos y tasas que se enriquecían desmedidamente a costa del trabajo de los demás.

La corrupción generalizada, el dirigismo insoportable en lo económico, el empobrecimiento indeclinable de las viejas clases medias y las aristocracias campestres, la falta de respeto a la propiedad privada, la hipocresía de una clase sacerdotal que ponía la religión al servicio de sus intereses de poder temporal y económico, dejaban desguarnecido al pueblo en su esperanza. Solo la protesta aislada de los excluídos, los cacerolazos impotentes, los apelaciones a Roma, cuanto mucho conseguían algún cambio que, a la postre, solo significaba un barajar de distinta manera las mismas cartas, los mismos nombres, la mismos rostros, idénticas mañas, palabras pomposas, soflamas y latrocinios. Ofrecían temporales ilusiones que al final siempre decepcionaban.

Grupos religiosos fuera del sistema como los esenios , refugiados en el desierto, o seguidores de maestros o profetas como Juan el Bautista, u otros sedientos de venganza como los zelotes y los sicarios , grupos de fariseos observantes no asimilados al régimen como la mayoría, guardaban la esperanza, ya no de una mutación que pudiera provenir de sus pobres fuerzas, sino del poder de Dios. Se miraba hacia aquel terrible día del Señor que sobrevendría vengador sobre los enemigos de Israel y liberaría a su pueblo de toda injusticia instaurando Su Reino...

Por supuesto que estaban los viejos nacionalistas nostálgicos que, apegados a las viejas tradiciones monárquicas, esperaban la restauración del trono de David, al Ungido, al Mesías del Señor... Y en realidad Herodes no los tomaba tan en broma. Hay que pensar que él había ocupado el lugar del último de los asmoneos (o macabeos) -que reivindicaban sangre davídica- Hircano II , legitimado rey por Julio Cesar, pero quien, en su vejez, cedió el poder a su primer ministro, el idumeo Antípatro padre de Herodes. Cuando Herodes tomó el cetro, lo primero que hizo fue ordenar ejecutar no sólo a todos los descendientes de los Asmoneos -incluida su mujer más querida, Mariamne , princesa de ascendencia asmonea- sino también a sus influyentes partidarios. Una especie de liquidación de las verdaderas fuerzas armadas de la patria judía.

Toda reacción posible, toda esperanza humana quedaba descartada. Los pocos sobrevivientes de la casa de David, agrupados en la casi abandonada aldea de Belén, solar de David, solo tienen sus recuerdos, su orgullo de estirpe, sus viejas espadas en desuso, su honorabilidad intacta, su pobreza llevada con dignidad, su amor a la patria. Belén ni siquiera da, con sus pocos hatos de ovejas, para mantener a todos. Muchos deben emigrar a otras tierras más ricas como Galilea y aprender diversos oficios, prohibido como tienen el ejercicio de las armas. Así, José ha aprendido la profesión de carpintero y se ha instalado en Nazaret.

Pero, a pesar de todo, de las imposibles circunstancias, del desastre generalizado, el momento ha llegado. La plenitud de los tiempos a la cual Dios ha hecho apuntar toda la historia del universo y de los hombres se da muy precisamente en ese tiempo y en ese lugar. En lo mejor que ha quedado del pueblo de Dios, en lo más fiel, lo más granado, lo más humano y, a la vez, lo más purificado y religioso: la casa de David.

María, la mujer de José, hoy engendra un hijo concebido por el Espíritu de Dios, que será finalmente el verdadero caudillo, ungido, salvador de su pueblo.

Dios no elige para hacerse hombre las falsificaciones de las grandezas humanas, ni el poder de Roma, ni la casa del emperador, ni el pentágono, ni las tropas de ocupación de Quirino, ni las bancas y cuentas de los saduceos, ni el charlatorio del senado, ni las trenzas de los políticos, ni la farándula divertida de la corte de Herodes, ni el mundillo del jet set de Cesarea o Jerusalén, ni el de los deportistas que despliegan sus habilidades en los estadios y coliseos, ni el de los histriones que divierten desde las tablas a clases depravadas o superficiales o al populacho... Tampoco, estrictamente, elige la villa miseria, ni menos la bailanta, ni los refugios de bandoleros, ni los fumaderos, ni las casa de tolerancia, ni los aguantaderos de saqueadores, de guerrilleros o de mafiosos... Cristo nace en lo mejor de lo humano, en lo mejor de lo honesto y lo piadoso, en digna pobreza material, de ningún modo miseria, hambre -aunque después quiera asumir todas las desdichas del hombre-. Nace en lo más alto de las tradiciones patrias, de la verdadera aristocracia del espíritu, del conocimiento de Dios, de la piedad familiar, del decoro, de la humildad verdadera de los grandes señores...

Vendrá, por supuesto, a salvar a todos, y se meterá en la villa, en el mundo del pecado, en el de la miseria, en el del dolor, la injusticia, la muerte y la enfermedad, pero no para animar sus resentimientos ni para justificar sus miserias, sino para rescatarlos a lo humano y a lo divino, para llevarlos a la santidad... No dudará para ello transformar la madera de su cuna noble en leños de cruz, el hierro de su espada paterna en clavos de ajusticiado, la corona de oro a la que tenía derecho en casquete de espinas... Pero todo lo asumirá desde su condición de hijo de María, la mujer más maravillosa de la casta sacerdotal de los aarónidas, y de José, de la linajuda estirpe de David.

No nos engañemos, no suframos sin sentido los subes y bajas de la economía, de los políticos, las transferencias de cuentas a los peores, la turbamulta de los que aspiran al poder sin servicio, a la primera plana para rapiñar mejor, a las denuncias y discursos para denostar a los mejores, a la popularidad para corromper... Dios maneja la historia. Y, aunque en las crónicas de los historiadores solo aparezcan los mismos que hoy aparecerían en los diarios y la televisión y las casas rosadas y las cámaras y las cátedras de mentira y parezca que la historia está hecha solo de esos grandes nombres, el misterio de la Navidad nos muestra que toda esa falsa grandeza, esos movimientos a veces dramáticos, los mueve Dios en función de la vida de cada uno, de todos. A lo mejor de los anónimos, de las familias buenas, del amor de los novios, de los cónyuges fieles, de los esfuerzos de los estudiantes, de los hombres de coraje y de empresa, de los soldados que aman su bandera, y que probablemente nunca serán ascendidos ni en los grados ni en los libros de los hechos... Verdadera historia que escribe el procesador de textos de Dios, que a veces se refleja en su Iglesia en la gloria de un puñado de santos llevados a los altares. Solo una muestra de la multitud de santidades que se forjan en los hogares, en el trabajo, en los laboratorios, en los hospitales, en el taller del artista, en las capillas de barrio, en la vida de cuartel... y, si es necesario, en las desdichas, en la pobreza, en la enfermedad, aún en las guerras, en los campos de concentración...

Allí en donde el querer de Dios pueda recoger aunque más no sea una gota de lo mejor de lo humano, de amor, de entrega al Señor, de oración, allí se escribe la verdadera historia.

En el vagido del niño, en el arrorró de la madre, en el orgullo atento y alerta del padre -Jesús, María y José- aprendamos hoy a rescatar´, en nuestras familias, en nuestras vidas, más allá de los acontecimientos aparentemente tremendos de estos días, la verdadera esperanza. Esa capaz de iluminar en fe todas las situaciones. Esa que, en el puente de Dios hecho hombre, desde cualquier circunstancia, triste o alegre, es capaz de traernos la verdadera paz y hombría de bien, y llevarnos a la eterna felicidad.

Feliz Navidad.

[1] Al comandante en jefe, al generalísimo se le llamaba en aquel tiempo imperator, emperador, el que poseía el imperium proconsulare maius. Desde entonces será el título principal de los que le sucederán en el cargo, en la práctica transformando a la hasta entonces república romana en monarquía.

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