1992
Nochebuena
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»
SERMÓN
Uno de los paseos obligados de Roma es el de la caminata por el precioso parque del Gianicolo, sobre el Trastevere, en la margen derecha del Tíber, al lado del Vaticano, elevación desde la cual se goza uno de los más hermosos panoramas de la ciudad, con sus construcciones amarilleando al atardecer y sus centenares de cúpulas. Allí gustaba ir Torcuato Tasso a meditar y escribir; allí reunía San Felipe Neri a la niñez abandonada de Roma para instruirla.
Gianícolo o monte de Giano. Giano o Jano, en castellano, era una de las divinidades más antiguas de Roma, probablemente una especie de Júpiter primitivo que terminó siendo el dios de la paz y de la guerra, el dios bifronte, de dos caras, una benigna para los de adentro y una airada para los de fuera. En leyendas posteriores se le atribuía haber salvado a Roma cuando Tarpeya, hija del guardián del Capitolio, enamorada de Tito Tacio el rey de los sabinos que sitiaba a los romanos que habían raptado a sus mujeres, le abrió traidoramente las puertas de la ciudad. Y fue Jano precisamente quien, ya a punto los sabinos de rodear a los defensores, hizo brotar ante los asaltantes un surtidor de agua hirviendo que los puso en fuga. Desde entonces -contaba la leyenda- para que el dios pudiera acudir en cualquier momento en auxilio de los romanos se decidió que en tiempo de guerra las puertas de su templo -ubicado en el foro romano- se dejaría abierta. Esta puerta solo se cerraría cuando reinara la paz.
En realidad, desde esas lejanas y legendarias épocas, a saber el siglo VIII antes de Cristo, Roma en su continua expansión, gozó de casi nulos períodos de paz, de tal modo que las puertas del templo de Jano permanecieron la mayor parte del tiempo de la historia romana abiertas.
De tal manera que cuando, hacia el año 760 después de la fundación de Roma, el senado, casi por primera vez, mandó clausurar los batientes del templo de forma que se creía definitiva, todo el mundo conocido glorificó al artífice de la paz que lograba ese cierre, Cayo Octaviano, con títulos apoteóticos. Sobrino de Julio Cesar había finalmente conseguido el poder supremo en Roma y sus dominios, obtenido el imperium militiae , es decir la suprema potestad militar, el pontificado máximo, es decir la supremacía en todo el ámbito de lo religioso y el contralor total de toda la política, religión, costumbres, y economía del mundo conocido.
Y para subrayar la calidad divina de ese poder total que, entre otras cosas, había logrado la pacificación plena del globo conocido, se le había atribuido el nombre de Augusto, que en latín significa santo , consagrado , venerable , divino . Todavía hoy se conserva, restaurado por Mussolini, el fastuoso altar que consagrara Octavio a si mismo y a la paz por él conseguida: la famosa Ara pacis augusta , en el Campo de Marte, en Roma, el altar a la Paz Augusta , a la paz santa, a la paz obtenida por el poder del imperio romano. Por todo el territo-rio de este imperio se multiplicaron entonces las inscripciones griegas y latinas que declaraban a Augusto, salvador y dios, salvator et Deus , soter kai zeós . Y también kyrios kai theós , señor y dios. Como dice la inscripción de Mira, en Asia Menor, debajo de su estatua: sotera tou sympantos kosmou , salvador de la totalidad del cosmos, salvador del universo entero.
Esto era la divinización suma de lo político, de lo humano. Era el "Gloria al hombre en sus alturas". Se creía haber conseguido la utopía. Roma, su gente, sus ideas, pensaban haber creado un nuevo orden mundial, una nueva ética, una política definitiva capaz de garantizar la felicidad de la humanidad. El genio del hombre, divino por naturaleza y personificado en el emperador, había obtenido la perfección total, la paz. " En la tierra, paz a los hombres amados por Augusto , amados por el Hombre ". Las puertas del templo de Jano atrancadas, el Ara pacis reluciente de mármoles y el emperador divinizado eran los signos externos de esta fe en si mismo que el hombre profesaba.
Ese sueño duró poco. Recién inaugurada el Ara pacis, a regañadientes y desilusionadamente las bisagras de bronce del templo de Jano habían otra vez chirriado con alaridos de guerra. Las legiones de Quintilio Varo eran aniquiladas por Arminio en los bosques de Teutoburgo y en todas las fronteras, uno a uno, los frentes eran asediados por el enemigo. Augusto muere no solo en medio de la amenaza externa, sino decepcionado por los escándalos morales de su familia y del patriciado romano, la corrupción administrativa, los complots de sus allegados y la rebeldía de los pueblos sojuzgados. El sueño de una paz y prosperidad conseguida por el hombre se desvanece en la miseria moral que de los sucesores de Augusto relatan Cayo Suetonio en " Los doce césares " y Cayo Cornelio Tácito en sus " Anales" . Roma tratará desde entonces, sin ilusiones y cínicamente, de mantener una precaria y falsa paz, a fuerza de despotismo y crueldad, prosperidad para unos pocos a base de saqueos y de una inmensa masa de esclavos miserables y una creciente depravación y putridez producida por la falsa divinización del hombre. El sueño romano terminará en la inflación desbordante de la época de Diocleciano y, luego, bajo los cascos de la caballería bárbara, que avanzará casi sin resistencia sobre una civilización es-tragada por el debilitamiento de la inmoralidad.
Pero cuando Lucas en el siglo I escribe su evangelio, el imperio romano todavía parecía tan sólido e indestructible como para nosotros hace no muchos años parecía sólido y macizo el imperio soviético y todavía hoy nos lo parece el americano y su sueño de paz democrática, de nuevo orden mundial, de felicidad lograda con libre mercado, ciencia, técnica, Hollywood y derechos humanos.
No es casual que Lucas, para hablar del nacimiento de Jesús, mencione a Augusto emperador -y en el acto de ordenar un censo, es decir de contabilizar su poder en el mundo- junto con Quirino, otro personajón de la época e, inmediatamente, contrastando ese poderío y fasto humanos con la humildad de Belén. Algo así como decir: " en la época de Bush, censando y reordenando el mundo, cuando Méndez gobernaba las Provincias del Plata, un tal José salió de Purmamarca y se dirigió a la Quiaca ".
Claro que Belén no era la Quiaca: en las antiguas tradiciones de Israel, Belén había sido la cuna de la dinastía davídica. Precisamente allí, sacado de entre los pastores apacentando sus rebaños -por eso se complace hoy Lucas en nombrar a los pastores-, el menor de los hijos de Jesé, el pequeño David, humilde pastorcito había sido elegido Rey del pueblo de Dios, del pueblo que habría de traer la salvación y la paz verdaderas a la humanidad.
Esa salvación y paz que de ninguna manera puede encontrar el hombre queriendo bastarse a si mismo, el hombre fabricando utopías políticas que al final se convierten en archipiélagos Goulag o en paraísos del Sida y de la droga. Falsos edenes que solo son capaces de engendrar cáscaras de felicidad sobre vacíos del alma, frustraciones del espíritu y soledades del corazón, antes de toparse sus habitantes, ricos o pobres, del tercer o del primer mundo, en Punta del Este o en Calcuta, en Wall Street o en Uganda, en la Clínica del Sol o en el Hospital Muñiz, con la sonriente, acogedora y desdentada muerte.
No: no el hombre, no Augusto, no Pérez de Cuellar ni Bush, no la ciencia, no el dólar ni el nuevo peso, no el psicólogo ni el consejero sentimental, no la democracia, ni la droga, ni la libertad sexual, si-no solo Dios, solo El, puede salvar, puede dar la verdadera paz, puede dar la verdadera felicidad, puede vencer el mal, el egoísmo, la soledad, la tristeza y el final frío del morir.
No lo hará desde Roma, desde los palacios del Palatino, ni desde Washington, ni desde Moscú y menos desde la Casa Rosada y el Congreso; ni desde Harvard, ni desde Cambridge, ni desde Masachussets y menos aún desde la UBA; no salvará ni desde Hollywood ni desde Cinecittá y menos aún desde ATC... Dios salvará desde la humildad de Belén, Dios se hará hombre entre los pastores de Judá, la más pequeña de las tribus de Israel, Dios dará la vida en el amor humano y divino de la familia de José. Allí salvará Dios, allí rescatará de la tristeza y de la muerte. Allí donde lata un corazón amante de Dios y de su prójimo, allí donde haya una familia buena que sepa rezar y obedecer a Dios y educar a sus hijos, allí donde florezcan en risas las realidades pequeñas y concretas de la vida y de la amistad, allí donde haya un verdadero dolor de hombre ofrecido a Jesús, allí donde haya una alma entregada que ore al Señor, allí donde una pequeña luz colorada señale en el sagrario la presencia del Redentor, allí donde todo lo valioso de la vida humana se transfigure por la fe y el amor a Dios, allí don-de todo lo penoso sepa llorar el llanto del niño Jesús preanunciando la cuna de la cruz.
El verdadero Augusto, Señor, Salvador, Dios, hoy duerme infante arrullado al calor fragante del regazo de la mamá; él viene a dormir nuestras tristezas y penas, él viene a restañar nuestras heridas, a acompañar nuestras soledades, a hacernos perdonar mutuamente las ofensas, a mitigar nuestras desavenencias y egoísmos, a elevarnos hacia Dios, a llevarnos al cielo.
Que mientras la gracia de Dios te inunde, habiendo recibido en este adviento el sacramento del perdón y esta noche el verdadero Pan, que en auténtica feliz Navidad, puedas oir cantar a los ángeles -y tu mismo cantes-: " Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por él ".