1993
Nochebuena
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»
SERMÓN
El primero y probablemente más bello templo de la cristiandad dedicado a la Santísima Virgen es el de Santa María Maggiore, en Roma. Construído en el siglo V por el papa Sixto II, después de la proclamación de la Santísima Virgen María como Madre de Dios en el concilio de Éfeso del 431. Desde entonces hasta nuestros días fué diseñado, reconstruído, reformado y adornado por los más renombrados artistas de la cristiandad. Desde los célebres mosaicos del siglo VI que ornan las paredes sobre los arquitrabes de la nave, pasando por el recubrimiento de su techo realizado con el primer oro venido de América y donado a la Basílica por el Rey de España, hasta la magnífica fachada barroca de Ferdinando Fuga.
Pero lo que más apreciaron siempre los romanos en dicha Basílica fueron las insignes reliquias con las cuales poco a poco se fué enriqueciendo. Desde los restos de San Mateo el apóstol y evangelista, pasando por los de San Jerónimo, hasta, más recientemente, los despojos del gran Papa dominico San Pio V.
De todas estas reliquias, probablemente la más venerada por los fieles fueron cinco tablas de madera, conservadas allí desde el siglo VII en una urna de plata y cristal, colocada en una capilla lateral de la Basílica, y espléndidamente adornada por Arnolfo di Cambio en el siglo XIII, y que se dice son del pesebre donde reposó al nacer en Belén nuestro Señor.
Todas las nochebuenas los cristianos del barrio, solían, hasta no hace mucho tiempo, sacar en procesión dicha urna por los alrededores de la Basílica.
Costumbre que lamentablemente se ha perdido en los últimos años, porque algunos estudiosos dudan de la autenticidad de dichas reliquias.
Lo cual es una pena, porque si bien es verdad que se pueden seguir las huellas de la veneración a estos trozos de madera solo hasta el siglo III después de Cristo, la oración de centenares de fieles que las han tenido por fidedignas y rezado frente a ellas, haría lo mismo que debieran ser tenidas en respeto, por lo menos al modo de una imagen sagrada.
Pero la verdad es que no solo ha desaparecido la veneración a estas reliquias en Santa María Mayor; es el tradicional pesebre navideño el que, él mismo, está desapareciendo de los festejos findeañeros de todos nuestros pueblos occidentales. Por supuesto que muchísimas familias cristianas conservan aún la costumbre de armar su pesebre en casa, pero, Vds. pueden constatarlo, no hay ningún negocio importante ni supermercado que lo tenga. Recorran Cabildo y verán que, salvo unas pocas y contadísimas vidrieras que lo han colocado, todos los demás negocios -y más como reclame comercial que como signo cristiano- se adornan con arbolitos que no significan nada, papeles plateados y esferas brillantes y, cuanto mucho, un payaso vestido de colorado -cuando no una agraciada payasa- que, sin tener nada que ver con la Navidad, ni siquiera despierta algún recuerdo del verdadero y auténtico Nicolás de Bari.
Más aún, presten atención a periodistas, artistas y políticos y escucharán, salvo hoy, poquísimos ¡Feliz Navidad! Cuanto mucho un genérico ¡Felices fiestas!. Aún los pocos osados que se atreven a referirse al nacimiento de Cristo, hablan vagamente de un mensaje de paz, de amor universal, de prosperidad, pero nadie de su sentido religioso y trascendente. El Presidente ha creído incluso preferible suprimir el tradicional saludo de Navidad y lo ha trasladado al más ecuménico y pluralista Año Nuevo.
Como en el resto de los países del primer mundo, ya ha llegado a nosotros el vaciamiento de esta nuestra señera fiesta de la cristiandad y, en manos de los comerciantes, la Navidad se ha transformado en una parte algo más familiar e íntima de los festejos generales con los cuales se termina el año y, para muchos, se inician las vacaciones.
Sin duda que, para los que estamos aquí, sin perder para nada, al contrario, todo su carácter festivo y alegre, esta noche tiene el sublime significado de recordarnos no solo el magno acontecimiento de la Encarnación, sino también el último sentido de nuestra propia vida. Esa vida que ahora sabemos no termina con la muerte, sino que a través de Cristo, hombre y Dios verdadero, es capaz de conectarnos con la inmarcesible vida de Dios.
En fin, ya San Jerónimo, que en el siglo IV habitó durante mucho tiempo en Belén, en la gruta atribuida al nacimiento, comentaba de la emoción de los peregrinos que llegaban a venerar el lugar y el establo con las humildes tablas donde había nacido nuestro Señor y que luego fueron llevadas a Santa María Maggiore.
Pero, como Vds. saben, la costumbre de armar un pesebre en casas e Iglesias, se remonta al año 1223, cuando en Greccio, un pequeño pueblito cerca de Rieti, en Italia, San Francisco de Asís, tres años antes de su muerte, tuvo la ocurrencia de querer celebrar la Navidad repitiendo lo más cercanamente posible los acontecimientos de Belén. Para ello, en una gruta de las escarpaduras de los alrededores de Rieti, pidió a un vecino que le llevara paja, y -de acuerdo al texto de Isaías- un asno y un buey. Y allí, a medianoche, en medio de multitud de vecinos que iluminaban el lugar con sus antorchas, hizo celebrar la Santa Misa a la cual él asistía como diácono.
Como Vds saben Francisco, por humildad, jamás quiso acceder al sacerdocio. Empero aceptó el diaconado porque así tenía autoridad para predicar. De hecho en esta misa celebrada en la gruta, entre el asno y el buey, Francisco predicó; y dice Tomás de Celano, su cronista, que cuando quería nombrar a Jesús, enfervorizado de amor celeste, lo llamaba "il Bambino di Betlemme" y -continúa literalmente Tomás de Celano-: "ogni volta che diceva Bambino di Betlemme, passava la lingua sulle labbra, quasi a gustare e trattenere tutta la dolcezza di quelle parole" ("cada vez que pronunciaba niño de Belén pasaba la lengua por sus labios como si quisiera gustar y conservar toda la dulzura de esas palabras").
La emoción de los presentes era enorme. Uno de ellos, luego, dijo ver, en determinado momento, en el pesebre, a un pequeño niño, acostado como muerto. Francisco se dirigió al pequeño, lo tomó en sus brazos y meciéndolo suavemente, lo fué poco a poco despertando y haciéndolo sonreír.
Tomás de Celano interpreta que, en esta visión, se mostraba cómo, habiendo sido echado al olvido Jesús y muerto en tantos corazones cristianos, resucitó gracias a la vida santa de su servidor Francisco, que lo hizo revivir en muchos.
Desde entonces la costumbre de armar un pesebre para navidad se extendió por toda la Iglesia y aún todavía, gracias a Dios, sigue haciéndose en muchos lugares, como por ejemplo en esta Capilla en donde, todos los años, las Reverendas Hermanas carmelitas nos gratifican con el que con tanto trabajo y gusto arman para nosotros. El pesebre más lindo de Buenos Aires, según dicen algunos.
Estoy seguro de que ellas cuando lo hacen, como Francisco, quieren también, sobre todo, construir un pesebre en sus corazones, para ese niño al cual le cuesta tanto encontrar albergue en este mundo de hoy.
Nos ayude el Señor a nosotros a hacer lo mismo, para que esa Vida divina que en una noche como ésta se hizo carne en un humilde pesebre y, desde nuestro bautismo anidó también en nuestros propios pechos, reviva y resucite dentro nuestro, mecido, como en los brazos de Francisco, por una vida santa.
Muy Feliz Navidad.