1999. Ciclo B
Nochebuena
(GEP, 24-XII-99)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»
SERMÓN
El año 754 de la fundación de Roma, perdida en un casi suburbio de la vastedad del imperio romano dentro de los dominios de César Augusto, no se puede decir que Belén fuera una ciudad importante. Apenas un caserío medio abandonado a ocho kilómetros al sur de Jerusalén, nueve hectáreas ruinosas sobre una loma alargada, rodeada de una desmoronada muralla. Unas pocas familias se aferraban todavía al lugar viviendo del comercio con el ganado lanar que pastaba en las inmediaciones del contiguo desierto de Judá y de las modestas cosechas de cereales recogidas en la vega de Beth Sanur, al pie de la parte más alta de la ciudad.
Es allí justamente, en esa parte alta recostada sobre la roca, donde subsistían todavía, orgullosos de su casta, viviendo de recuerdos, quizá alimentando ilusas esperanzas, los últimos descendientes de la dinastía de David. Sus viejas e inútiles espadas colgando de las paredes, junto con racimos de dátiles, carne ahumada, quesos madurando, odres de leche de cabra y, quizá, alguno de rubia cerveza de cebada. Sus casas prolongaban con paredes de adobe hacia fuera los ámbitos excavados en la roca: únicas salas donde dormían y comían, separados unos de otras, todos los varones y mujeres de la casa. Afuera, dos o tres aljibes comunes, también excavados en la roca, para recoger el agua de la lluvia, ya que, en su recinto, Belén carecía de surgientes. Y, cercanos, grandes y aireados establos, también comunes, donde se cuidaban, más que a los hombres, la vaca dadora de blanca leche, el buey tractor de los arados, y la mula o el caballo, también propiedad común, conservado para que aprendieran a subirse a él los niños y no se dijera que algún descendiente de David no supiera marcialmente cabalgar.
Porque si bien es cierto que Belén en esos tiempos ya no era nada como ciudad, mantenía en el pueblo de Israel el legendario renombre de ser la dinástica cuna de los dávidas. Allí en Belén, casi trescientos años antes de la fundación de Roma, mil años antes de los hechos que relata el evangelio de hoy, había nacido, pastoreado él mismo ovejas, y finalmente ungido como rey por Samuel, David, el hijo de Jesé, destinado a inaugurar la dinastía de los ungidos de Judá, los dávidas, los hijos de David, que se mantuvieron en el trono más de cuatro siglos, creando la leyenda de su sangre, y originando una añoranza y espera permanente en el pueblo judío de su regreso triunfal, luego que el último monarca reinante dávida, Sedecías, Jerusalén tomada y arrasada por Nabucodonosor, había partido al destierro, arrancados sus ojos, llevando como la última imagen de su memoria la de sus hijos degollados en su presencia.
Belén, la ciudad real, había sido embellecida, como cuna de los dávidas, por casi todos los sucesores de David. Roboam la había rodeado de murallas. Allí debían dirigirse, una vez coronados en Jerusalén, para tomar posesión de sus feudos y recibir la promesa de vasallaje de sus pastores, todos los monarcas de Judá. Y lo habían hecho hasta el desastre del destierro a Babilonia.
Cuando volvieron los sobrevivientes, ya nunca nada fue igual. Sin independencia, Israel ya no tuvo más rey. Algunos exiliados, oriundos de Belén y noble sangre dávida, quisieron repoblar Belén, pero, en su pobreza, apenas pudieron mantener el caserío en ruinas a donde hoy regresa de su trabajo al norte, -que el trabajo a nadie quita la nobleza- el joven José, uno de los últimos dávidas, con su más joven aún mujer.
Allí nomás, en cambio, a menos de cuatro kilómetros de Belén, se levantaba, en el tiempo en que arribaba José a su solariega tierra, un imponente palacio-fortaleza de Herodes -el Herodium-. Cuatro torres coronando sus bien cuidadas murallas. En su interior: jardín con peristilo, habitaciones, 'triclinium' -espléndido comedor- y termas, sumado a extensas dependencias para sirvientes y soldados. Al pie del castillo, todo un complejo de edificios, jardines y piscinas, así como un hipódromo. Herodium era capital de la toparquía de su nombre y frecuentemente servía a Herodes de lugar de solaz y de refugio. ¿Estaría allí hoy, con sus cortesanos y cortesanas, cuando José pasaba con su mujer y su hijo por nacer, aferrando fuertemente el ronzal de su mula, su espada oculta a la espalda tapada por el manto y girando desdeñoso su cabeza para no prestar atención al ruido y al lujo de ese rumboso palacio ocupado por el usurpador idumeo, indigno e ilegítimo rey sin ni una gota de sangre dávida que, apoyado por los romanos, gobierna con mano de hierro y comiéndolos a impuestos para solventar sus costosas construcciones, a los judíos?
Probablemente.
Flanco a flanco dos mundos diferentes: De un lado el Herodium, el palacio de Herodes, el mundo del lujo, del poder, de la figuración, de las amistades de conveniencia, de los enjuagues políticos, del microclima de los grandes ajenos a las preocupaciones de la gente, de las lealtades condicionadas; el mundo de la vanidad, del derroche, de la pompa, de la ostentación, de las meretrices caras, o donde es difícil distinguir la hetaira de la mujer supuestamente decente, el mundo de la falsa nobleza o clase alta que alterna con la farándula y los personajones de moda, el mundo de la sonrisa mentirosa y de la lengua afilada, el de las preguntas intrascendentes y las respuestas frívolas, el de las conversaciones superficiales y de los corazones cerrados y orgullosos...
Del otro: Belén, el universo de la gente sencilla, de los que viven los datos esenciales de la existencia: el amor de familia, el cariño a los padres y a los hijos, las amistades fuertes, el legítimo orgullo de la estirpe, el amor a Dios, el amor a la patria, la alegría de estar juntos, las tristezas de las enfermedades y la muerte, el gusto del trabajo bien hecho, la admiración por lo bello y por lo bueno, el aplauso a lo sincero y lo valiente, la firmeza de la palabra empeñada, la boca que no miente, los corazones humildes y abiertos....
Y también existe, algo más lejos, envolviéndolo todo, el mundo de los poderes imperiales, de las empresas multinacionales que maneja Roma, del poder omnímodo de sus mensajerías, de sus colosales ejércitos... Y también, algo más cerca, el mundo de los profesionales de Dios y de los ritos, los que se hacen dueños de su palabra y a veces la ocultan con su conducta y medran en poder y plata sobre los que deberían pastorear: los atildados sacerdotes de Jerusalén ...
Pero cuando Dios, oculto en el seno de una virgen, está dispuesto a nacer, elige hacerlo, no en Roma, no en el palacio de Herodes, no en el templo de Jerusalén, tampoco entre los desarrapados, los miserables, los pecadores, las mujeres de la calle, sino en Belén, en el solar de las tradiciones patrias, en el ambiente de las buenas familias de Judá, en la sencillez de los hombres de bien, en el seno de una familia santa. La leyenda de un José rechazado por todos y que debe buscar finalmente refugio en un establo de animales, no se sostiene en el texto sagrado. Dice el evangelio que no había lugar decente para que una mujer diera a luz un nuevo dávida en la sala común donde dormían los diversos familiares de José. Ese establo cuidado por todos para sus más preciosas pertenencias, vaca, buey y caballo, es de lejos lo mejor que tienen y lo ceden para que nazca este nuevo descendiente de David. Orgullosos abuelos, orgullosos tíos, curiosos y alborozados primos, habrán recibido con gozo y dignamente al nuevo dávida.
Y vendrán también los pastores de Belén, respetuosos de sus antiguos señores a presentarle contentos sus dones de cariñoso vasallaje.
La encarnación del Verbo, Dios con nosotros, huye de los extremos, de lo raro, de lo reservado a pocos, y sucede admirable, sencilla, tiernamente, en una casa como las nuestras. Así nos enseña que es allí en nuestros legítimos quereres, en nuestros humanos valores, en nuestro trabajo cotidiano, en nuestras responsabilidades de todos los días, en nuestras alegrías y penas de estudiantes, de novios, de esposos, de amigos... allí es donde debemos revivir a Cristo, hacerlo presente en el mundo, con la sencillez del niño que duerme en los brazos de María que, sin decir nada, se hace elocuente en el vivir santo de su madre y de su padre, contagiando de amor todas las cosas... Los que han tenido hijos saben, sobre todo con el primero, el estupor de esa vida que irrumpe en la casa y que da solidez al amor de sus padres, nuevo sentido a sus trabajos y ambiciones, ojos de ternura y comprensión para mirar a los demás...
Así Jesús hoy nos inunde de esa paz y alegría que promete el coro de los ángeles, disipe las oscuridades de nuestras noches del alma, consuele nuestras soledades, integre nuestras familias, y se haga, en nuestra vida comprometida con el prójimo y con las cosas de todos los días, camino hacia ese reino definitivo del cual esta noche el niño y su madre, protegidos por José, nos abren las puertas.
Y cuando, dentro de un momento, otra vez nazca Jesús en pan para nosotros en las manos del sacerdote, en el Belén del altar, y lo acunemos comulgando en nuestro corazón, haga reflorecer todo lo bueno que tenemos, avente lo malo y mezquino y, en alas de amor, nos llene de gana de santidad y de nostalgia de cielo.
¡Feliz Navidad!