1972 - Ciclo A
2º domingo de pascua
Domingo ‘in Albis'
9 de Abril de 1972
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
SERMÓN
“Felices los que crean sin haber visto ”, “Felices los que tengan fe”.
Pero, ¡qué difícil hoy es tener o conservar la fe! Pareciera que el mundo contemporáneo se degrada aceleradamente hacia la apostasía universal. Hasta en las familias más católicas ¿quién no tiene el problema del hijo confundido, desviado, dando la espalda a la religión y abrevándose ávidamente en el cretinismo vacío de la pedantería contestataria? ¿Quién no sufre hoy en su fe la tribulación de una sociedad que la ignora y de una Iglesia sacudida por una de las crisis más graves de su historia?
“Felices los que crean sin haber visto”. Doblemente felices los que creen en medio de las sombras de este siglo XX, en medio de las tinieblas de este nuestro renegado Buenos Aires.
Y ¿cómo vamos a tener fe? ‘Tener fe' es tener confianza. Del verbo latino ‘fido', que significa, justamente, fiar, confiar, fiarse.
Y ¿quién tiene hoy confianza? Confianza en nada, confianza en el futuro del país, confianza en el presidente, en el ministro de bienestar social, en los políticos plenos de promesas, en los profesores llenos de retórica. ¿Quién tiene confianza en el almacenero, en la policía, en el vecino, en la mujer, en el marido?
Nadie confía en nadie; nadie se fía de nadie. Llevamos colgados permanentemente, en la puerta hermética que nos cierra a los demás, ese cartel que a veces usan los comerciantes: “ Hoy no se fía, mañana tampoco ”. No me fio, no, de nada ni de nadie.
Hemos sido todos educados por un mundo hostil en la dura escuela de la desconfianza. Como si todos hubiéramos pasado por la experiencia del hijo del judío aquel a quien el papá le habían enseñado desde pequeño a desconfiar hasta de su propio padre, haciéndole tirarse de espaldas desde una mesa prometiéndole atajarle y dejándole caer dolorosamente al piso.
Pareciera que crecer y educarse son sinónimos de hacerse cada vez más desconfiados. De niños todo lo creemos, todo lo aceptamos. Nos pueden contar las enormidades más disparatadas y no nos cuesta aceptarlas, sobre todo, si el que nos las cuenta es una persona grande. ¿Qué chico no cree a pies juntillas todo lo que sale de la boca de sus padres? Y a su maestro, a su catequista, a sus tíos, a sus amigos mayores.
Pero nos hacemos grandes y oímos mil opiniones divergentes sobre cualquier cosa; los personajes que más admirábamos se nos desploman.
Aquel dice cosas que mi padre no decía; la historia que me cuenta éste es distinta a la que me enseñaba mi maestro; un montón de gente se burla de lo que aprendí a respetar de chico; ese con sus aires de gran señor al fin resulta que era un pobre tipo. No queda ídolo con cabeza.
Y entonces ¿dónde está la verdad? ¿a quién creer? ¿de quién fiarse?
Porque, quiera o no, de alguien me tengo que fiar. No puedo comprobar todo por mí mismo. Que existió Napoleón; que hay un lugar extraño que se llama Pekín; que esas píldoras tienen efectivamente las vitaminas que señalan su envase; que las cuentas de ENTEL o de SEGBA son correctas. Rechazar absolutamente la fe de todo testimonio equivaldría a hacer prácticamente imposible la vida humana.
Y, en verdad ¿quién no se da cuenta que cada vez la convivencia ciudadana es menos humana? Se ha pretendido cambiar la educación, la moral, la honestidad, el respeto mutuo, el amor, la confianza, frutos de un ambiente, de una sociedad cristiana, por el mecanismo frio e insensible de las leyes y los reglamentos. Y nos dijeron que esas leyes y la policía y los tribunales iban a garantizar la convivencia, las buenas costumbres. Y ahora estamos llenos de leyes, de policías y de tribunales, pero, porque sin Dios, sin amor, sin honor, sin decencia, cada vez más rivales unos de otros, cada vez más desconfiados y hostiles.
Sí, ya no hay confianza, ni fianza. Y, si la fe es justamente confianza ¿cómo va a haber fe en el siglo XX, como va a haber fe en Buenos Aires?
Porque tener fe, es creer, creer a alguien, en alguien. Tener confianza a nuestro Padre, Dios. El Padre que no puede engañarnos ni engañarse; el padre que sí nos ataja cuando nos tiramos de espaldas desde la mesa.
Eso es tener fe. Creo en las verdades que Dios me enseña, no porque sean bellas –aunque son bellas-, no porque son razonables –aunque son razonables-, no porque me convencen –aunque son convincentes-, sino porque Dios, mi Padre, en quien creo, de quien me fio, me las ha enseñado.
Y esto es bueno hoy reafirmarlo, cuando muchos teólogos y católicos se creen con derecho a discutir ciertas verdades porque no las entienden, o algunos mandamientos porque no les son cómodos. No creemos porque entendemos -aunque nada se nos pida creer que no sea inteligible-. No creemos porque sea lógico, actual, inteligente –aunque lo sea-. Creemos sencillamente porque, como niños, confiamos en el Padre, Dios, que nos enseña.
Por eso no tiene fe el que rechaza una sola de las verdades que debe creer, porque, entonces, quiere decir que las otras las acepta no porque se las enseña Dios sino porque le parece a él, gran doctor, que son razonables.
Todo o nada. Todo, porque lo dice Dios.
Está bien, ustedes, hombres grandes, adultos, inteligentes, que no se tragan fácilmente cualquier cosa, desconfíen, si quieren, de Lanusse y de Balbín, del jefe y del plomero, del sacerdote y del vecino –quizá tengan motivos para hacerlo- pero no desconfíen, niños grandotes, del Dios que los ha creado, Padre nuestro que solo quiere nuestro bien.
Eso sí que sería perderlo todo.