1976 - Ciclo B
2º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
SERMÓN
Dichoso Tomás, pensamos, ¡qué fácil le fue creer! ¡De qué manera expeditiva el Señor resolvió sus perplejidades y sus dudas! Si hiciera lo mismo con cada uno de nosotros –nos decimos‑ ¡cuánto más firmes estaríamos en nuestra convicción cristiana, en nuestro portarnos bien, en nuestras ganas de ser santos!
Georges de La Tour, Duda de S. Tomás, c.1615-1620, Ishizuka Tokyo Collection
Y, sin embargo, si nos ponemos a meditar en esta hipotética situación de inferioridad que tenemos con respecto a Tomás, esta no parece de ninguna manera tan clara. Porque, entre lo que tenía que creer y lo que de hecho veía había una distancia tan grande frente a los ojos de Tomás como frente a los nuestros.
Él no ‘vio’ a Dios con su vista y su inteligencia. Lo único que percibió fue al hombre, el ser de carne y hueso que era lo humano de Jesús de Nazaret, todo lo milagrosamente resucitado que se quiera, ‑‘pneumatizado’ en el lenguaje paulino‑, pero siempre Jesús en su humanidad. Su exclamación “¡Señor mío y Dios mío!” frente a Cristo ofrece tantas dificultades racionales como la nuestra frente a la hostia después de la consagración.
Su “’ ¡Señor y Dios mío!” no proviene de lo que ve y se le ofrece tocar sino de su fe. “Vio al hombre y creyó en Dios”, dice San Agustín.
Sin duda que la Resurrección y la vida admirable de su maestro le ofrecían abundantes signos para elevarse a la afirmación de su divinidad, creyendo en lo que de Él mismo decía Jesús, pero ‘signo’ no es ‘evidencia’. Ni la coherencia y consonancia de la respuesta de Cristo a nuestras aspiraciones más profundas es ‘prueba’.
El paso de todo lo que Tomás vio y sabía a la aceptación de Cristo como Dios no podía darlo, ni él ni nosotros, sin la gracia de la fe, sin la aceptación humilde de la poquedad de nuestra razón frente al misterio, ni, sobre todo, sin el amor que supone el abrazo lleno de confianza a Dios y al hombre Jesús, y, en nuestro caso, a los hombres que nos transmiten y ofrecen la fe como recurso de salvación.
Y esto también es importante para valorar la fe de Tomás y nuestra propia fe: la solidaridad que tenemos todos en aquello que juntos creemos.
La fe nunca puede reducirse a un hecho individual en que bastan mis propias luces para encararme, mano a mano y prescindiendo de los otros, con Dios.
Veamos al bueno de Tomás que nos parece tan envidiable en todo este asunto. Piensen Vds. Si hubiera estado solo en ese encuentro que tuvo con Cristo ‑encuentro fugaz ¿cuánto habrán sido: cuatro o cinco minutos?‑, pasada la impresión del momento ¿qué le quedaba como evidencia sino el recuerdo? Y, transcurrido un tiempo ¿no tendría su fe tantas dudas como las nuestras? “¿No habrá sido un sueño?” “¿Una sombra elevada a categoría de realidad por mis esperanzas e ilusiones?”
¿No habría podido Tomas cavilar y cavilar confundiendo su memoria y confrontándola con esa sentencia de muerte que todos pudieron ver, con esos clavos y lanza tan concretos, con ese cadáver frio que vieron, amortajaron y lloraron?
Sí: casi mejor ir a hacerse ver por un psiquiatra, no vaya a ser que enloquezca porque todos sabemos bien que uno de los síntomas de la demencia es comenzar a ver visiones.
Y tampoco habría faltado un González Quevedo explicándole que, en realidad no vio nada, sino que ‘pensó que vio’, porque la parapsicología explica y la ‘prosopopesis’ y la ‘telergia’, y la ‘alucinación histérica’ y patatín patatán… Y ¡vaya uno después a exigirle al pobre Tomás que crea!
Pero, gracias a Dios, Tomás no estaba solo y podía confrontar su propia e inefable experiencia con la de los demás testigos de la Resurrección. Confrontación tan necesaria para la fe que, cuando María Magdalena por su lado y los dos discípulos de Emaús se encuentran a solas con Jesús resucitado, tienen la necesidad imperiosa de correr al núcleo de la primera Iglesia, de los primeros discípulos, para compartir con ellos su experiencia.
Y así no hay un solo testigo de la Resurrección. Son muchos. Y es en ese ámbito de fe comunitaria ‑en donde las dudas de unos se apoyan alternativamente en las certezas firmes de otros‑ donde comienza a desarrollarse el cristianismo y en donde puede prender la fe y hallarse a Cristo.
Y eso quiere decir Iglesia, ‘ekklesía’, reunión, asamblea, comunidad. Y, por eso, también sin la Iglesia, sin los hermanos, no hay posibilidad de fe ni de encuentro con Cristo.
Estructura que vale tanto para Tomás como para nosotros.
Para nosotros, por cierto, con una facilidad mucho más grande que para él. Al fin y al cabo –y prescindiendo de la gracia del Espíritu iluminando los corazones‑ humanamente ¿qué apoyo comunitario tenía Tomás, el Mellizo, sino el de no más de unas pocas decenas de gente más bien ignorante que pretendían haber encontrado la verdad frente a los sabios del mundo, a la gloriosa filosofía de Grecia, a la tradición añeja y venerable de la religión judía, a la plácida suficiencia del dominador romano? ¡Un puñado de pobres y locos palestinos frente a la sabiduría universal, a milenarias tradiciones, al poder político fabuloso del romano imperio!
Nosotros, en cambio, humanamente ‑y aun en el adverso ambiente actual‑ tenemos el apoyo de millones de hermanos que viven creyendo lo mismo que nosotros y millones de hombres y mujeres de todas las condiciones que han vivido y muerto por lo mismo.
Aún desde el punto de vista humano podemos apoyarnos en una historia y una realidad riquísima. Tesoros de saber y de ciencia, las filosofías más grandiosas que hayan salido de la mente humana, realizaciones insuperables de cultura y arte, la confrontación probada y siempre triunfante de la Verdad católica frente a los ataques más insidiosos e inteligentes de los que la rechazan, una coherencia doctrinal que ha resultado inmune a las críticas más sofisticadas, millares de hombres geniales en todos los órdenes del saber que han creído en Cristo, doctrinas políticas y sociales luminosas, la realización estupenda de la civilización cristiana, hombres magníficos que han vivido su fe hasta el heroísmo –los santos‑, el testimonio de los mártires y de los que todo abandonan para seguir a Cristo, etc. etc. etc.
Sí, a todos ellos debemos, de una u otra manera, nuestra fe y, sin ellos, jamás hubiéramos podido conocer a Cristo.
Por eso no hay personaje más patético y ridículo que el que se llama ‘cristiano’ pero afirma no creer en la iglesia y dice creer a su manera. Este papanatas no se da cuenta de que lo que cree de Cristo de ninguna manera lo ha encontrado él y se lo debe única y exclusivamente a la Iglesia y que, cuando a la fe de ésta pretende rebanar porciones o añadir conceptos de acuerdo a sus antojos y comodidades lo único que está haciendo es suplantar la fe de los muchos a los cuales el mismo Cristo entregó el depósito de su mensaje y que supieron avalarla con la propia vida por su ñata cabecita, ridícula en su soberbia y a la postre huérfana de verdadera sabiduría e ignorante de lo que verdaderamente significa creer: no lo que entiende mi cerebro ni comprueban mis razones sino lo que Dios, inmerecidamente, más allá de nuestros humanos requerimientos nos ha ofrecido y revelado y ahora nos transmite a través de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.
¿Pero es que no se da cuenta ese pobre tipo que aún lo poco de bueno de lo que cree se lo debe a sus católicos hermanos? ¿A qué animal o astro o ídolo cualquiera estaría ahora rezando y qué conducta llevando si hubiera nacido en una isla desierta? Aún para el no creyente si la palabra Dios significa algo, eso se lo debe a la Iglesia, a los hombres que viven y han vivido creyendo en Jesús.
Si, a la Iglesia debo mi fe. La Iglesia que son mis hermanos del pasado y del presente, a través de la enseñanza de mi madre, quizá, o del ejemplo del amigo, o del catequista, o de aquel libro, o del sacerdote, o del Evangelio, pero siempre la Iglesia, la comunidad de los fieles unidos bajo un solo Pastor.
Y, porque no somos ni estamos solos frente a Dios y nuestra fe no depende solamente de un cara a cara con Él, porque hemos recibido de nuestros hermanos, a nuestra vez, en justicia, también debemos dar.
Porque cada uno de nosotros, desde que cree, entra en solidaridad con el resto de los que creen y han creído. Y es en la comunicación de nuestra fe, la fe de la Iglesia, donde ella adquiere consistencia y, mutuamente, nos apoyamos. Lo que yo no sé de teología lo sabe aquel teólogo; allí donde mi caridad no alcanza, llega la del misionero; las dudas y dificultades a las cuales no sé responder aquel otro las resuelve; y, cuando mi fe vacila, me apoyo en la de los demás; lo que no puedo hacer como sacerdote lo hace ese mi hermano como padre de familia. Y, así, juntos, es como podemos avanzar serenos y fuertes por las dificultades de este mundo.
Quién no sabe lo difícil, aun psicológicamente, de vivir nuestra fe solos, en un ambiente indiferente u hostil –la calle, la oficina, las aulas-. Necesitamos reunirnos, necesitamos acompañarnos, necesitamos ser iglesia.
Todos recibimos de la Iglesia y, por eso mismo, también todos debemos dar. Todos somos apoyados y, por eso, también todos debemos apoyar. Sin la conciencia clara de esta mutua dependencia nadie puede llamarse realmente católico.
De allí que la Iglesia nos pide, como contribución obligatoria mínima a la fe de nuestros camaradas cristianos y como signo visible de nuestra solidaridad, el que nos reunamos todos los domingos, todos los ‘dominicus dies’, los días del Señor ‑esos ‘primer día de la semana’ en que se aparecía resucitado Jesús‑que nos reunamos visiblemente, tangiblemente, en un lugar, formando asamblea, formando Iglesia.
Y aquí estamos, aquí venimos, no solo a recibir, sino sobre todo a dar. Es sabido que más piadosamente, más tranquilos, podríamos vivir nuestra misa un día de semana, en una iglesia solitaria o, incluso, en casa por televisión ¿y quién duda que, como Misas, valen exactamente lo mismo que la del domingo? Y el domingo hay que aguantar chicos que gritan, gente que se mueve, sermones y comuniones interminables, curas aburridos, apretujones, estar de pie.
Pero es que si lo que buscás es tu piedad personal no has entendido nada de lo que significa el precepto del domingo. No tanto ‘escuchar Misa’ sino venir a reunirse físicamente a un lugar como expresión de adhesión mutua, de conjunto apoyo, de unión, frente al gentío que se apretuja en masa alrededor de los farsantes, los magos, los señores de los bienes ficticios de este mundo.
Nosotros nos formamos codo a codo alrededor, en cambio, del sacramento que rememora la Pascua de Jesús y en donde, en la Eucaristía, se hace presente, frente a la fe de todos, el Señor Resucitado.
No: el domingo no venis a recibir, venís a dar: el testimonio de tu fe –“yo también creo hermano lo mismo que vos”‑ el apoyo de tu oración y de tu credo, el abrazo de paz de tu solidaridad.
Si la Iglesia te pide que vengas los domingos no es porque vos lo necesites, hermano, sino porque te necesitamos nosotros a vos. Y cada vez que faltás ‑porque no lo sentís, por pereza, o porque no se te da la gana‑ nos estás debilitando a todos, nos hacés mal, hacés mucho más dura y ardua nuestra fe, nos quitás la alegría de poder decir todos juntos, firmes, seguros, solidarios, apoyándonos mutuamente, como Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”.
‘Creo’, Jesús, porque ‘creemos’.