Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1987 - Ciclo A

2º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

¡Ver a Jesús! ¿Quién pudiera ver a Jesús? Dichosos y privilegiados aquellos doce que convivieron con Él, que sintieron de su boca el bronce de su palabra y la calidez de su consuelo, de sus ojos el hierro de su mirada y el coruscar de su afecto, de sus gestos la majestad del señorío y el ademán de amigo.

Sí ¡pobres de nosotros! tantos años después, tímidos escrutadores de una Escritura que viene envuelta en polvo de siglos y escrita en un lenguaje que no siempre es el nuestro. ¡Que lejos de nosotros Jesús; qué cerca de ellos!

Pero, ¿será tan así? ¿habrá sido tan fácil para ellos creer? Porque, fíjense, aquí no se trata simplemente de ser discípulos cercanos o lejanos de un gran maestro. ¿Quién dudará de que quién más cerca de éste uno se encuentre más podrá aprovechar de su instrucción?

No se trata simplemente de un profeta o político de barricada o líder o fundador de secta cuya cercanía carismática contagie, cuya palabra fanática convenza, cuya verba hipnotice y personalidad subyugue. No se trata tampoco solo de un renovador de ideas, de un iniciador de escuela, de un reformador de costumbres.

Por cierto que Jesús fue una personalidad impactante, atractiva, convincente, y que su doctrina marcó a fuego toda la historia posterior de las ideas, de su concepción del mundo y del hombre y de la eticidad, pero nada de esto hubiera sido suficiente para explicar lo que sucedió después. El que el grupo de hombres que lo seguían y que, después de su muerte, habían comenzado a dispersarse con sensación de fracaso y frustración, queriendo volver a sus ocupaciones anteriores, de pronto, nuevos, desconocidos, se lanzaran a una empresa imposible y derribaron con su entusiasmo todos los obstáculos y barreras, hasta convertir al mundo de entonces y cambiar la sociedad. Alimentando desde entonces un movimiento de hombres y de ideas que marca la historia hasta nuestros días. Aún hoy, aunque más no fuera a través de las herejías cristianas que, en el Islam por un lado y por el otro el marxismo, diabólico mimo del cristianismo, y otras ideologías afines, todas hijas renegadas de la Iglesia, constituyen la problemática de la mayor parte de la humanidad.

Cristo o el mundo son el motor dialéctico que, desde entonces, ha alimentado y alimentará en lo profundo todas las convulsiones de individuos, sociedades y humanidad. El que muchos sean incapaces de ver esto, viene de la misma perplejidad de Tomás frente a la noticia increíble de la resurrección del Señor. De ese mismo Tomás que, junto con los otros apóstoles, gozó del privilegio -antes de la Pascua- de tratarlo cotidianamente y ser impactado por su presencia.

¡Pero, aún así! Verlo -decimos- ¡Cuánto más fácil hubiera sido!

Y, sin embargo ¿acaso no lo habían visto Judas o Herodes o Pilatos o Caifás o los judíos o romanos que lo acusaron y crucificaron? ¡Por suerte no estuvimos allí! ¡quién sabe de qué lado hubiéramos estado!

¿No ha gritado siempre últimamente la mayoría ¡que suelten a Barrabás! A Barrabás, el asesino guerrillero, el zelote. ¡Que lo crucifiquen, a la cárcel, al paredón! A los buenos. Y, en el medio Pilatos, lavándose las manos.

Sí, ¡quién sabe de qué lado estaríamos si no fuera por gracia de Dios y por las circunstancias que nos han ayudado a percibir la verdad.

Pero tampoco se trata de esto. De estar del lado del bueno contra los malos y ponernos contentos cuando llega la caballería al rescate de las carretas sitiadas por los indios; o cuando Charles Bronson o Stalone les dan una paliza a los perversos.

Aquí Tomás tenía que aceptar mucho más: que aquel que él había visto vilipendiado y torturado por Pilatos, arrastrado su madero de ignominia, desangrado y muerto en la cruz, listo, acabado y enterrado, ¡había resucitado!. Pues ¡que se lo mostraran! ¡qué era esta historia de histéricos y de mujeres! ¡Caray! ¡dónde está! ¿dónde vive, dónde ha ido? Quiero saludarlo, felicitarlo, abrazarlo. ¿Por qué no lo retuvieron?

Y las respuestas se hacen cada vez más confusas: "es que, al principio, no lo reconocimos"; "qué sé yo, después de un rato", "era distinto"...

"Pero, entonces, ¿no sería otro?", "¿no estarán confundidos?" "¿cómo saben que era Él mismo?" "¿le miraron la marca de los clavos y del costado?"

Porque uno de los problemas de los apóstoles no fue tanto estar seguros de la aparición del Señor Resucitado, del sentado a la derecha del Padre, de condición divina, sino el identificarlo con el que habían vivido con ellos, el carpintero, hijo de José y muerto en la cruz. El salto era demasiado grande. Por eso Juan, en su evangelio, escrito hacia el fin del siglo primero insiste en el detalle de estas marcas.

Pero, sigamos con Tomás: "Si, vieron realmente esas marcas", "pero, ¿no me dicen que entró estando cerrada la puerta y desapareció?", "¿no será todo una alucinación, histeria colectiva, parapsicología, un fantasma?" ¡Ah no! ¡yo mismo quiero tocar esas heridas y ese costado!

Te lo pedí tanto. Y rogué y me porté bien y te fui fiel. Y lo que te pedía no te costaba nada. O que él o ella se me murieran, o este desastre que pasó con los míos, o ese fracaso, o ese negocio o ese puesto o cosecha que se perdieron ¡y yo que tanta oración y tanta Misa! ¿cómo querés que siga creyendo, si nada veo, nada toco, ¡ni siquiera el consuelo de tus resucitadas llagas, de un poco de fervor y fuerza en mi cruz! No, no quiero solamente ver, ¡quiero tocar!. No quiero tu rara resurrección, quiero la resurrección de Lázaro, la de la hija de Jairo, la del hijo de la viuda de Naim. No tu luz imperecedera y celeste, sino la del cálido y cercano sol que iluminó los ojos del ciego que curaste. No tu insípida eucaristía, sino el pan que multiplicaste en Galilea, el oro que sacaste de la boca del pez, la piel tersa que devolviste a los leprosos, el vino añejo de las tinajas de Caná. ¡Milagros quiero, que no la Vida Eterna! Que me arregles mis problemas de aquí y no que me prometas tu increíble dicha celestial. Sí: ver, ver, tocar, tocar. ¡Ah Tomás, hermano mío, amigo mío, gemelo mío, mi yo que te veo todos los días en mi espejo!

Y sí, el salto era demasiado grande: de hombre extraordinario, predicador elocuente, jefe magnético, taumaturgo, ¡a Resucitado! Pero no otro Lázaro vuelto a la vida, sino 'promovido', 'ascendido', 'transformado'. De carpintero y siervo crucificado, en Señor sentado a la derecha del Padre, dominador del universo, juez de los hombres y de la historia. ¡Señor mío y Dios mío!, como termina por confesar Tomás.

Pero, es claro que ya allí, para dar ese paso, los razonamientos no bastan, ni las retinas, ni las fotos ni los milagros. Jesús está tan infinitamente distante de todo ésto que ni los ojos solos pueden reconocerlo, ni la mente demostrarlo, ni ningún prodigio hablar suficientemente de Él.

Ciertamente se pude demostrar que es absurda o, de una manera u otra, inhumana cualquier otra cosa distinta a la fe cristiana y católica, como el budismo o el calvinismo, el brahmanismo o el ateísmo. Se puede también demostrar que existe Dios, aunque las pruebas no sirvan para convencer a los que necesitan seguir negándolo. Se puede también mostrar convincentemente la racionabilidad de las escrituras, la maravilla de la historia cristiana, la coherencia de su doctrina, la no contradicción y belleza de sus misterios y dogmas, la sinceridad y convencimiento del testimonio de los que fueron testigos de la Resurrección. Y se podría probar también la resurrección de Lázaro.

Pero de allí no se pude pasar, con la pura razón, a la creencia en lo que fue y significó la Resurrección de Jesús; el paso a la condición divina, la plena asunción de su ser divino. Eso está fuera del alcance de nuestras neuronas -que forman un buen equipo de computación para trabajar con las cosas de esta tierra, un buen receptor para captar las ondas de este mundo- pero que tiene que ser reprogramado en hard y software para poder captar lo 'hipercósmico', lo sobrenatural, lo divino. A eso se llega solamente reprogramados por la Fe, en esa 'sim-patía' divina que nos hace percibir misteriosamente la realidad de Nuestro Señor Jesús. ¡Qué diferentes, en este sentido, la mirada de Pedro que la de Anás!

Algo así como esa 'sintonía' que hace distinto -con la misma visión ocular- ver a un hombre o una mujer que no nos significan nada, o ver a un amigo, a un ser querido. Allí hay algo más que los ojos; hay algo más que la razón.

Con el Cristo, por supuesto, ha de haber mucho más. Una simpatía o empatía o sintonía de otro orden, que solo puede venir de Dios: la gracia de la Fe.

Con la ayuda por supuesto de la Iglesia, no solo en su historia milenaria de mártires, santos, teología, arte y doctrina admirables, que nos ponen muy en ventaja sobre los contemporáneos de Jesús, sino sobre todo -así tendría que ser- con el testimonio vivo de los verdaderos cristianos, de la comunidad.

Porque es probable que Tomás no haya permanecido siete días totalmente en su incredulidad. Ya no podía ser ese entusiasmo de sus amigos, esa alegría, esa nueva fuerza y valentía, ese convencimiento, esa intrepidez e inteligencia, solo fruto de un engaño pasajero, de una alucinación. Es probable que, poco a poco, haya ido, él también, aceptando la nueva y sublime existencia de Jesús de Nazareth. Tanto es así que no tarda un instante -ni siquiera extiende la mano para tocar- antes de postrarse a los pies de su Señor y reconocerlo como tal.

¿Sabremos nosotros, de una buena vez, superar nuestra endeble fe humana de discípulos que saben seguir al Maestro -y más o menos- cuando las cosas nos van bien o no demasiado mal, cuando vemos y entendemos y no cuando dudamos y nada comprendemos, cuando sentimos y tocamos y no cuando todo es oscuro y frío y aparentemente sin sentido? ¿Sabremos pasar a la fe intangible e inapresable e incomprensible de la Resurrección? ¿Sabremos vivir de tal manera nuestras vidas, comprometidos con esa fe en conducta, serenidad y alegría, ayudando así a los demás a proclamar con nosotros a Jesús "¡Señor mío y Dios mío!"?

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