Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1988 - Ciclo B

2º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

Los Plautios Lateranos fueron una desdichada familia romana que cometieron el error de apoyar a Magencio y no a Constantino en la lucha por el poder imperial. Pero lo que fue desgracia para ellos fue providencial para el papa Melquíades . Después de la derrota de Magencio en el puente Milvio , las propiedades de los acaudalados Plautios Lateranos fueron confiscados y, al poco tiempo, regaladas al obispo de Roma quien, desde el edicto de Milán que puso fin a la ilegalidad del cristianismo, se había transformado en cabeza de una religión tolerada.


Papa Melquíades (310-314)

Sobre un cuartel que surgía en dicha propiedad, Constantino costeó la construcción de una basílica que se transformó, así, en la sede, la catedral, del Papa.

Esa basílica, devastada por los vándalos de Genserico , reconstruida y vuelta a destruir en diversas ocasiones, es hoy San Juan de Letrán –Letrán viene de la mencionada familia- y, como Vds. saben, sigue siendo la catedral de Roma.

En realidad, San Pedro en el Vaticano, era y es solamente un santuario, como el de San Pablo Extramuros, construidos sobre las tumbas de esos apóstoles.

El Papa vivía en la casa de los Plautios Lateranos, también, a través de los siglos, reconstruida y reformada varias veces.

 

Allí residió, hasta el año 1305, cuando el destierro del papado a Aviñón. En el 1308 hubo un gran incendio que destruyó juntamente la basílica y las viviendas y oficinas papales, de tal manera que, cuando Urbano VI regresó a Roma en 1378 no tuvo más remedio que refugiarse en la colina Vaticana donde, junto a la basílica constantiniana de San Pedro todavía en pie, había construcciones eclesiásticas convenientemente defendidas por un gran muro y con el refugio seguro del Castel Sant'Angelo edificado sobre el mausoleo de Adriano.

Nunca más volvió el Papa a residir en Letrán, aunque, más tarde, se construyeron nuevos edificios con la idea de que el Papa pasara allí el verano. Luego todos los pontífices prefirieron para eso, desde 1585, el Quirinal que, más tarde (1870), confiscado, se transformó en la sede del Rey y, ahora, del presidente italiano.

Pero, aunque el Papa se quedó en el Vaticano, la catedral de Roma y, por lo tanto, del mundo, sigue siendo Letrán.

Y allí se conserva el más antiguo baptisterio de Roma, probablemente un ninfeo con piscina de la vieja casa de los Plautios Lateranos, reparada por el Papa Melquíades con ese fin. Hoy, muy arreglado y reconstruido, deja adivinar todavía su antigua forma: un piletón octogonal a donde se baja por escalones y capaz de sumergir por entero a varias personas juntas.

Allí se bautizaban solemnemente -y durante siglos en ese solo lugar y durante la noche de Pascua- los cristianos de Roma. Restos de esa ceremonia se conservan en nuestra liturgia de la Vigilia Pascual, hace siete días, cuando, por medio de la bendición del agua, la renovación de las promesas del bautismo y la profesión de fe, todos recordamos el momento de nuestra propia Pascua, cuando, a través del agua y del espíritu, fuimos renacidos a la vida cristiana.

En aquella Roma los catecúmenos que se habían preparado durante toda la cuaresma eran, esa noche, sumergidos en el piletón laterano. La inmersión simbolizaba que morían al ‘hombre viejo', asociándose a la muerte de Jesús, y volvían a resurgir, renacer, renovados, limpios. Por eso, abandonando sus viejas vestiduras se vestían con túnicas blancas o cándidas –‘cándidus', en latín, quiere decir ‘blanco'-. De allí que se los llamara ‘candidatos' (1). Y sostenían cirios en las manos, encendidos en el gran cirio pascual que se había prendido momentos antes en la basílica. Es que el bautismo, también era y se llamaba ‘iluminación'. Vestidos de blanco y con los cirios en las manos causarían una fuerte impresión ingresando en la basílica laterana aún en la penumbra. En ese momento se daba inicio jubilosamente, con el ofertorio, la Misa Pascual.

La gran fiesta se prolongaba durante ocho días seguidos en que los candidatos seguían vestidos de blanco. Ocho días en que la participación en la eucaristía era cotidiana y que se vivían como si fueran una prolongación continuada de la Pascua. Todavía hay huellas de este ‘gran día prolongado' en nuestra liturgia, donde no solo se repite cotidianamente durante ocho días el oficio del domingo de Pascua, sino que, en la Misa, hemos repetido en el prefacio: “ pero más que nunca en este día ” Desde mañana ya vamos a decir, y mientras dure el tiempo pascual, “ pero más que nunca en este tiempo ”.

El asunto es que en el domingo de hoy se acababa esta gran octava. Era el último día en que los candidatos vestían sus túnicas ‘albas' –otro sinónimo de ‘blanco'-, por eso se llamaba ‘ Domingo “in albis ”'. A partir de allí los candidatos dejaban de ser candidatos y se metían con todo, como cristianos cabales, en la vida cotidiana.

Pero el evangelio de hoy -que ya se leía habitualmente en este domingo- les recordaba lo que con ellos había sucedido mediante el bautismo y la fe.

Y el obispo que les había predicado, para completar su formación, todas las misas de la octava, les hablaba de ello.

Es en este contexto, que, por otra parte, es el original de nuestro relato evangélico, donde hay que entender esta aparición de Jesús, su infusión del Espíritu Santo y su diálogo con Tomás.

Porque sucede que, después de una larga historia semántica, este evangelio se ha reducido a traerse a colación como ejemplo de la fe que han de tener los cristianos y en el sentido poco claro de ‘prestar asentimiento a algo que no vemos' ni podemos comprobar.

En este clima de pensamiento ‘fe' sería un acto de la inteligencia en la cual renunciamos a la inteligencia y nos obligamos a asentir a un montón de afirmaciones indemostrables. Peor aún. Como en nuestros catecismos se insiste –correcta, pero insuficientemente- que la fe es un acto de índole sobrenatural, infundido libremente por Dios, los creyentes piensan que pueden eximirse de entrar en razones, y los no creyentes suelen decir “si Dios no me da la fe ¿yo qué culpa tengo?”

La cuestión no es tan simple. Aún cuando la fe fuera una cuestión que se moviera en el campo de lo puramente cognoscitivo, de ninguna manera se trata de un asentimiento ‘irracional', no fundado, sin motivos y, mucho menos, contradictorio. No se trata de aceptar “misterios”, como se suele afirmar, imposibles de indagar con la razón como –piensa la gente- que ‘Dios es tres Personas', o que Dios ‘se hace' hombre. Porque estas afirmaciones no son ‘misterio' en el sentido de que contradigan a la razón, sino en el de que la plena comprensión de esos hechos y verdades, por su exceso de inteligibilidad, escapan a las posibilidades limitadas de nuestra inteligencia actual. Entender ciertas verdades –en realidad no muchas- que se denominan ‘misterios' sería como si tratara de entender la teoría de la relatividad un alumno de Jardín de Infantes. Pero que algo podemos entender y al menos demostrar que no existe la más mínima contradicción en dichas verdades nos lo muestra la teología que hace, por ejemplo, de la Trinidad una bellísima y coherente verdad que, aún parcialmente entendida, ilumina potentemente la comprensión de Dios y la vida del hombre y del cristiano.

En realidad el acto de fe es una acción humana exquisitamente racional y razonable. Mucho más, por ejemplo, que la que lleva a un estudiante que aún no sabe nada de su carrera, a ingresar en la facultad correspondiente y a confiar en sus profesores todos los años de sus estudios antes de recibirse y llegar un día a entender plenamente lo que al comienzo debía aceptar porque sus maestros se lo indicaban. Porque es evidente que, no voy a ciegas, antes de ingresar en una universidad, averiguo, cotejo, pregunto, pienso mil veces.

Quizá la confianza que yo pueda tener en otros alumnos y consejeros, como mis padres, me exima de realizar yo mismo la pesquisa de en qué facultad habré de ingresar para conseguir el fin al cual aspiro, pero eso no obsta para que las razones por las cuales esta facultad sea mejor o peor que aquella otra existen para cualquiera que investigue.

Cualquiera que, de buena fe, investigue, podrá encontrar motivos contundentes y bien racionales por los cuales inscribirse en esa gran Facultad que es la Iglesia y no en otras, empresas fabricantes de títulos de error, de inepcia y de fracaso existencial.

Y lo de la ‘sobrenaturalidad' del acto de fe no consiste en un cualquier empujón milagroso que me lleva a creer a pesar de que mi razón se resista a ello. Mi inteligencia siempre funcionará como inteligencia humana, con todas sus exigencias. Lo sobrenatural consiste en que, instrumentando ese acto humano, en si mismo perfectamente humano y libre, Dios nos saca de nuestra mera condición humana y nos proyecta a la esfera de Su propia Vida. Por la fe teologal que Dios nos regala, más allá de nuestro racional convencimiento, comenzamos a entrar en comunión, en simpatía, en resonancia, con Su propia Existencia infinita y trinitaria.

Amén de ello, la fe no es una cuestión meramente intelectual: abro el libro de las fórmulas y nociones y digo: “aunque no las entiendo las acepto”. Ni siquiera: “las acepto porque son razonables”. No se trata de fórmulas. Se trata de habiéndome elevado a nivel sobrenatural comienzo en esta vida una amistad con Dios que me irá programando paulatinamente para ingresar en la plenitud del encuentro con Dios.

Porque, en última instancia, de eso se trata. De encontrarme con Dios y de participar de Su Vivir sempiternamente feliz.

Y eso se hace no a través de fórmulas y artículos de fe sino de mi amistad personal con Jesucristo.

La fe no versa principalmente sobre afirmaciones, fórmulas dogmáticas, libros, sino sobre Jesucristo. Y, si también eso implica algunas fórmulas y dogmas, todo ello está en función de mi encuentro con Jesús, mediante el cual Dios regala al hombre Su propia Vida, su propio Espíritu. “ Recibid el Espíritu Santo ”. Eso es la fe. Ser vivificados por el Espíritu, no solo aplaudir verdades.

De allí que la iglesia no esté fundada sobre el éxito de público ni la gran cantidad de espectadores que llenen sus espectáculos –aún peregrinaciones a Luján, procesiones y celebraciones-. Lo peor que podría suscitar un predicador, a la manera de los oradores, son aplausos. Así solo logramos simpatizantes, admiradores, público, espectadores, pero no feligreses, verdaderos cristianos

Así pues, tener fe no significa en nuestro evangelio el prescindir del hecho de haber visto a Cristo resucitado y creer por lo que nos contó Tomás. Al revés de él mismo que ‘quiso ver'. Porque lo que Tomás vio no suplió su fe. Tanto Tomás como los Apóstoles, a partir de la aparición del Resucitado, tuvieron que alzarse más allá de lo que veían para poder realizar su verdadero acto de fe.

La fe no tenía por objeto la nueva presencia de Jesús, la tumba vacía. La fe se dirigía al hecho invisible, aunque razonable, de que Jesús, hombre resucitado, era también “Dios y Señor”. Viendo la aparición del Resucitado tanta fe tuvo que tener Tomás para decirle “Dios y Señor”, como la que hemos de tener nosotros.

Y quizá más él, que no tenía detrás suyo dos mil años de Iglesia, de Santos, de teología y de realizaciones cristianas, -las que se llaman ‘razones de credibilidad'- como tenemos nosotros.

Quede, pues, claro: lo importante de la fe no es que yo tenga el convencimiento ‘intelectual' de que las cosas son así; o el que se me haya insuflado en el bautismo –signo de la fe- la vida de Jesús. Esa vida de Jesús, para ser verdadera fe, tiene que manifestarse poderosamente en obras. Mover no solo mi inteligencia, sino todo mi ser

No es cuando digo “Jesús es Señor y Dios” que hago un verdadero acto de fe, recitando el Credo y el catecismo, sino cuando, con toda mi actitud y mi existencia, digo que Jesús es Dios y Señor de mi entera vida, sueño y vigilia, trabajo y descanso, familia y profesión, penas y alegría, mente, cuerpo y corazón.

No: “Jesús es Dios y Señor”; sino “Vos, Jesús, eres mi Señor y mi Dios”. Así dijo Tomás: “Señor ‘mío' y Dios ‘mío'”.

Dejemos de una vez de ser candidatos. No tanta profesión de fe intelectual o dudas intelectuales. Que nuestra vida de fe salga de estar encerrada en nuestras inteligencias y nuestras iglesias y baptisterios, y se lance a la calle, a la vida. De modo que, en nosotros, los demás puedan descubrir realmente, más allá de las palabras o de nuestros disfraces cándidos de cristianos apócrifos, la nueva Vida, soplada por nuestro Señor Jesús y recibida en auténtica fe.

Eso nos enseña, ‘candidatos', ‘iluminados', el evangelio de hoy.

1- Candidus en realidad, en latín era un adjetivo que significaba 'blanco brillante' - en contraposición a albus 'blanco mate' (de allí el ‘alba') - y también 'radiante' 'puro, sincero'. Su raíz es el verbo candere 'brillar, arder' de donde procede una extensa familia léxica: candente, candor, cándido, candela, candelabro, encender (del lat. incendere), etc. En la antigua Roma, cuando los políticos se postulaban a puestos públicos lucían togas blancas. De allí candidato. Dicen que los candidatos posaban con las togas abiertas para que la gente pudiera ver sus cicatrices de guerra, como símbolo de su valentía. El color blanco simbolizaba fidelidad y humanidad. Su uso entre los cristianos es posterior y, de hecho, a la larga, desapareció, quedando, en cambio, el de ‘postulante' a algún puesto.

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