Habrán Vds. leído en los diarios el espectacular descubrimiento del satélite COBE, lanzado hace tres años desde la Base de la Fuerza Aérea norteamericana de Vanderberg, y que ha recogido evidencias directas del estado de la materia a poco menos de 300.000 años después del estallido primordial o Big Bang, hace unos 15.000 millones de años.
Este descubrimiento alucinante que permite remontarnos a través del tiempo-espacio a nuestros remotísimos orígenes, confirma definitivamente la teoría de que el universo ha tenido un comienzo en el tiempo, y que se encamina hacia un desgaste final. Lo cual ya deja de ser solamente una constatación científica para tener inmediatas implicancias metafísicas, o filosóficas, pues hace desvanecer en la inconsistencia todas las doctrinas que afirmaban que el universo era la única realidad: ya sea llamando al universo Dios, como lo hacen el budismo, el hinduismo y todas las pseudoreligiones paganas, tanto de la antigüedad como modernas; ya sea declarándose ateos, pero al mismo tiempo afirmando que no existe otra cosa que la materia, con lo cual, sin dar se cuenta, coinciden con las religiones paganas.
Para afirmar esto -que no hay otra cosa sino el universo- tanto las falsas religiones como el ateísmo deben sostener a toda costa que la materia es eterna, que la naturaleza ha existido siempre, que no ha tenido principio ni tendrá fin, porque evidentemente de la nada puede salir y, si las cosas han tenido comienzo, es evidente que antes no puede haber habido nada, sino algo o alguien, con mayúsculas; ese si, que no haya tenido principio ni fin, y que más bien sea el princi- pio y el fin de todas las cosas.
A esta constatación, mucho antes que lo confirmara la ciencia moderna, y en contra del pensamiento de las grandes culturas de su en-torno, la egipcia, la hitita, la sumeria, la Babilonia, la fenicia, la romana y la griega, todas las cuales sostenían la divinidad del universo, su eternidad; a esa constatación -digo- llegó un oscurísimo pueblo, sin cultura propia, sin inventos originales, de pobre economía y de independencia política casi nula, situado en el entrecruzarse de esas antiguas civilizaciones, al costado del Mediterráneo, por el me-dio de la media luna fértil, entre el Nilo y la Mesopotamia. Se trata del minúsculo y despreciado conjunto de tribus de diverso origen llamado Israel.
Empero, a pesar de su pequeñez, de su pobreza y de su falta de originalidad cultural, ese pueblo, por medio de sus grandes pensado-res, llegó a la presunción novedosa, original y a contrapelo de la manera de pensar de las grandes civilizaciones que lo rodeaban, que el universo, con su sol, su cielo, sus estrellas, su tierra y las poderosas y temibles fuerzas de la naturaleza, y también lo humano y la sociedad y sus autoridades, nada de eso era divino, eterno, sino pura realidad finita, material, sujeta a la ciencia y a la autoridad vicaria del hombre. Determinó que lo divino no podía estar sujeto a los avatares del tiempo, de la historia, del progreso o de la involución; que lo divino estaba más allá de lo que podía comenzar y acabar y por lo tanto no podía de ninguna manera identificarse con la realidad visible. Israel llega al novísimo concepto de que lo absoluto no era inmanente al cosmos, no se confundía con él, sino que le era trascendente, extra cósmico, extra natural, hypercósmico -dirán los teólogos cristianos griegos- 'supranaturalis', sobrenatural, dirán los latinos. La Naturaleza, el Cosmos, el Universo, la Materia, por más que se los escriba con mayúsculas, no son Dios, tal cual se había postulado desde la más remota antigüedad y siguen tantos sosteniendo hasta nuestros días. No puede ser divino, no puede bastarse a si mismo, lo que empieza y termina, lo que no es su propio comienzo y su propio fin.
Aunque no sabemos estrictamente cuándo la noción del Dios trascendente, otro que el universo, apareció en Israel, podemos decir que para la época del destierro en Babilonia, hacia el siglo VI antes de Cristo ya estaba generalizada entre los teólogos judíos.
Y dos nombres eran utilizados especialmente para designar a ese Dios: uno el de Yahvé, nombre de la divinidad de las tribus de Efraím; otro Elohim, de las tribus del Norte. El primer nombre, Yahvé, había sido adoptado en las trashumancias de sus antepasados de una oscura divinidad de Madián, en Arabia; el segundo, Elohim, era el plural maiestático de la divinidad suprema del panteón fenicio-cananeo, El
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. Cuando esas tribus se unieron para formar a Israel decidieron que ambos nombres designaban al mismo Dios. Pero lo que importaba no era la cuestión de nombres, sino lo que esos nombres significaban. Precisa-mente, en el siglo VI antes de Cristo, tanto el término Yahvé, como Elohim, comenzaron a designar a lo que de ninguna manera podía identificarse con el cosmos ni con ninguna de sus fuerzas: al trascendente.
Y así los teólogos le prestaron al nombre de Yahvé una etimología algo forzada, pero que es el comienzo de la metafísica cristiana. Afirmaron que ese nombre derivaba del verbo hayah, cuya tercera persona singular imperfecta del indicativo, en hebreo, suena muy parecido a yahvé. Por lo cual interpretaban el nombre como un derivado del verbo ser, existir; que eso quiere decir hayah. De tal modo que Yahvé quería decir sencillamente "el es".
"Yo soy el que soy", o "yo soy el que existe" o "yo soy el que hago existir", es la traducción del célebre versículo 14 del capítulo 3 del Éxodo, cuando Dios precisamente, en una escena legendaria, revela su nombre a Moisés. Por supuesto que cuando Dios se nombra a si mismo, utiliza la primera persona "Yo soy"
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.
Así se distingue, definitivamente, al que existe por si mismo, de las cosas que tienen su existir prestado, cambiante, con comienzo y con fin, con un ser que no les pertenece.
A su vez, el nombre de Elohim es también distinguido, diferencia-do, de la naturaleza, del mundo, en el célebre poema de la Creación, del primer capítulo de Génesis, redactado por un gran teólogo de la clase sacerdotal, hacia mediados del mencionado siglo VI.
Contemporáneo a este teólogo, otro, de la escuela profética de Isaías, para levantar el ánimo del pueblo de Israel en el destierro, su patria destruida, le hace poner su confianza precisamente en ese Dios que está más allá de las cosas caducas de este mundo y es capaz de mantenerlas sobre la nada y, por ello, de recrear a Israel desde la nada de su exilio; y coloca en labios de Yahvé frases como ésta: "No temas. Yo estoy contigo, yo soy, Yahvé tu Dios
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". Y más adelante: "No tembléis ni temáis; ¿hay algo que sea dios fuera de mi?
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", "Yo soy el primero y el último, fuera de mi no hay ningún dios
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". Y unos capítulos más tarde vuelve a afirmar: "Escúchame, Israel, Yo soy, yo soy el primero y también el último. Es mi mano la que fundamentó la tierra y mi diestra la que extendió los cielos.
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"
Desde entonces Israel funda toda su fe y su esperanza en Jahvé-Elohim, distinto y creador del universo, y por cierto único. Una cosa es el que es el ser por si mismo: Jahvé, yo soy, y otra lo que tiene ser, pero no es el ser: el universo, nosotros. A esta sublime concepción de Dios y, al mismo tiempo, desmitificación del cosmos, ninguna pseudoreligión, ninguna filosofía, ninguna ciencia había llegado jamás. Tanto las falsas religiones como el estúpido ateísmo, olímpicamente declaraban o declaran, divino, absoluto, al mundo y, por lo tanto, de alguna manera, al hombre.
Ni siquiera el espectáculo de la muerte de los hombres los desanimaba de esta idea, porque afirmaban que de algún modo el hombre era lo mismo inmortal: o porque mediante la reencarnación -la metempsícosis- volvía a revivir en otros hombres o seres vivientes, o porque per viviría confundido con el todo de la naturaleza, o porque sobrevivía en la Humanidad, en el hombre con mayúsculas, en la especie, en la sociedad futura.
Este era el único tipo de inmortalidad que podían o pueden ofrecer estos sistemas o ideologías. Inmortalidad bien triste, por cierto, porque amén de no ser una inmortalidad personal que nos toque a cada uno, sino la vuelta a la inmortalidad o eternidad indiferenciada del todo, resulta -y esto ya lo sabían los judíos y los cristianos, pero ahora lo vuelve a comprobar la ciencia- que el todo, de ninguna manera es eterno: tiene un comienzo y tiene ineluctablemente un final.
Solo habría posibilidad de salvación si, de alguna manera, el hombre pudiera salir de la trampa de este mundo destinado al desgaste; y conectarse con el Alguien que no tiene ni principio ni fin, que es su propio principio y su fin; con algo o alguien no que tiene ser, sino que es su propio ser; con alguien no que posee vida, sino que es la vida.
Pero esto es exactamente lo que mediante la Resurrección se nos ofrece en Cristo Jesús.
En el Resucitado los apóstoles increíblemente descubren la presencia entre los hombres de Aquel que es.
Precisamente en el evangelio de hoy encontramos respecto de Jesús la más sublime confesión que haya salido de labios de un apóstol: hasta entonces lo han llamado, Maestro, Rabí, hijo de David, hijo de Dios; ahora, por labios de Tomás, ante el espectáculo apabullante del Señorío del Resucitado, él, el apóstol incrédulo, desmesuradamente, atribuye a ese hombre Jesús, los dos nombres reservados al absoluto, al trascendente, al distinto del universo, y que son los ya mencionados de Jahvé y Elohim. En efecto: justamente, porque el nombre de Jahvé resultaba tan sublime para los judíos, nunca lo pronunciaban: lo sustituían por el título de "Adonai", "Señor", "Kyrie", "Domine". Y el de Elohim, se traducía al griego como Theos, o al latín como Deus, Dios. Cuando Tomás, pues le dice a Jesús resucitado:" 'o kyrios mou kaì 'o theos mou", "Dominus meus et Deus meus", "Señor mío y Dios mío", le está diciendo pura y llanamente "Jahvé mío y Elohim mío".
Y solo podía darse cuenta del tremendo y escandaloso ‑atribuido a un hombre- significado de estos términos un judío, uno que había sido educado, desde chico, en la verdad luminosa -que los distinguía de todo el paganismo- de que Dios era uno solo y distinto absolutamente del mundo y de los hombres. Solo un israelita podía confesar así que en Jesucristo el trascendente se había hecho presente en la inmanencia, el cielo en la tierra, la eternidad en el tiempo, la novedad en la vejez, la energía en lo que se apaga, la salud en lo que muere, la salvación en lo que está destinado a la muerte.
Porque es importantísimo darse cuenta de que afirmar que Jesús es Dios, solo adquiere consistencia dentro de la concepción judeocristiana. ¿Porque los hindús por ejemplo no tienen ninguna dificultad en aceptar que Jesús es Dios, tan dios como -dicen- lo es Buda o lo es Mahatma Ghandi, o Mahoma? No la tienen porque, en realidad, lo que aceptan, igual que cualquier ateo, es que Jesús no es sino un gran hombre más, en donde de modo especial se han manifestado las bondades del universo, de la naturaleza. Para el hindú, para el teósofo, todo es divino, ¿porqué no lo va a ser también Jesús? También le resultaba fácil afirmarlo a uno de los grandes padres del pensamiento moderno, a Hegel, que decía que Jesús había sido simplemente el primer hombre que se había dado cuenta de que era dios; cosa que todos éramos por naturaleza.
¿Y cuánta gente que se dice cristiana no cree más o menos eso: Jesús un gran profeta, un gran maestro, un revolucionario, un gran hombre y, la Iglesia, destinada a seguirlo, la gran predicadora de humanidad, de ética, de enseñanzas sociales, de amor humano?
Pero así se traiciona al cristianismo: eso no es lo que dice ni la Escritura ni lo que enseña en su dogmas la Iglesia Católica. No: Jesucristo de ninguna manera es solo un gran hombre, un gurú apto para consolarnos y ayudarnos en este mundo: Jesucristo es Dios, Jesucristo es Jahvé, Elohim, el Creador trascendente de cielos y de tierra, el que está de por si más allá del tiempo y del espacio, hipostáticamente unido al hombre en Jesús de Nazaret, y ofreciendo en él, a todos los hombres, la misma vida de Dios.
Y esta visión de los apóstoles y de la Iglesia Católica se hace tremenda y solemne en pasajes como el que hemos leido del Apocalipsis, que pone en labios de Jesús, las mismas palabras que Isaías pone en labios de Jahve: "No temas: Yo soy, Egó eimi, en griego; frase que tanto gusta colocar Juan en boca de Cristo: Egó eimí, yo soy, traducción literal al griego del nombre de Yahve, en la primera persona singular del indicativo presente del verbo ser, existir.
Pero más aún, sigue nuestra lectura del Apocalipsis, como en Isaías: "Yo soy: el primero y el último " -"'o prótos kai 'o ésja tos"‑, "el Viviente", -"'o zoón"-. Y esta frase repite lo que en el versículo 8, que hoy no hemos leído, Cristo afirma solemnemente de si mismo: "Yo soy, el alfa y la omega, dice el Señor Dios, aquel que es, que era y que ha de venir, el Todopoderoso". Y no resisto la tentación de repetirlo en el griego original porque es el credo más formidable escrito en el nuevo testamento respecto de Jesús: "Egó eími to álfa kai to ómega, legei kúrios 'o theós, 'o ón, kai 'o én, kai 'o erjómenos, 'o pantocrátor".
Si: es este pantocrator, el todopoderoso, el que no tiene principio ni fin, porque es él mismo el principio y el fin, el que es, el que era y el que ha de venir, el "yo soy", "Él es", Yahvé, Elohim, el viviente, hecho presente en Jesús Resucitado, Él es el que "tiene la llave de la muerte y del abismo"; El es el creador capaz de insuflar ‑como el espíritu que aleteaba sobre el caos de las aguas primordiales; como el soplo que da vida a la arcilla- nueva y definitiva vida en nuestros corazones de por si tarde o temprano destinados a no latir más. El es el que, trascendente, más allá del Big-bang, ha hecho estallar la materia primitiva y, plasmada en el juego maravilloso del cosmos, es capaz de rescatarla de su destino de desgaste, de entropía y de muerte, resucitándola con él.
Cristiano, Tomás, hermano: en la recreación sacramental de tu bautismo, mediante Cristo, has sido, más allá de tu nada, de tu existir caduco y prestado, conectado con el existir inapagable e inextinguible de Yo soy, del que es. Esa es tu esperanza de escapar a la disipación final de la explosión primigenia y del precipitarte al abismo, en la vertiginosa huida de las estrellas.
El que está más allá del principio y más allá del final, el que es, el que era y el que ha de venir, este te rescatará. Basta que, en tu palabra y tu conducta, desde tu dignidad de bautizado, sepas reconocer en tu hermano mayor, Jesús el Cristo, a tu Señor y a tu Dios.