Resulta que, muchas veces, en el confesonario, se acercan personas que afirman, arrepentidas o, mejor, angustiadas, que han tenido o tienen dudas de fe. Piensan que el tener dudas es pecado, una falta contra Dios.
Puede serlo; pero no siempre lo es.
Y es probable que la acusación provenga de una noción de fe que en realidad no corresponde a lo que la Iglesia entiende por tal, y más probablemente provenga de la concepción luterana, protestante.
Como Vds. saben Lutero pensaba que la fe era el sentimiento subjetivo, psicológico, de la adhesión personal que uno prestaba a la Escritura, a la Biblia. La confianza sin fisuras, devota, empecinada, fanática, al libro de la Biblia y al Dios que se descubría a través de éste.
Lo importante, era pues la confianza, la certidumbre, la convicción, la adhesión; no importaba tanto qué se creía, ni en quien se creía, sino la sensación subjetiva de seguridad, -no basada en ningún razonamiento, ciega- pero emotiva, inconmovible...
Y como lo principal era esta certeza subjetiva, y la verdad objetiva no interesaba, el protestantismo inevitablemente se fue poco a poco disolviendo en multitud de confesiones distintas. No habiendo normas objetivas, sino este irracional fideísmo individualista y sentimental, era lógico que la tendencia del movimiento fuera a disgregarse en multitud de confesiones, de credos: tantos cuantas subjetividades existieran.
Tal es así que de Lutero nace imparablemente la dilución del cristianismo, primero en ramas y, luego, en sectas que se multiplican, aún actualmente, hasta el infinito. Sectas que más éxito tienen cuanto más fanáticas son porque más inconmovibilidad ofrecen a sus partidarios en la búsqueda de seguridad y de abandono interior. Les hacen el favor de no dejarles lugar para la duda, para la indagación, para el trabajo de pensar, de decidir: todo está resuelto, todo ubicado, en las cuatro o cinco fórmulas simplistas que conocen de memoria de su libro, en los ocho o nueve versículos, o en la adhesión invidente al líder o pastor o gurú capaz de despertarles carismáticamente apego impávido e impertérrito.
Volcada a la filosofía o a la religión en general, esta actitud se vierte en la doctrina de que cualquier religión o ideología vale lo mismo con tal de que al que la profesa le de tranquilidad, certeza, seguridad. Si cree ¡fenómeno! no importa lo que crea. Es un "creyente", es un hombre convencido, fiel seguidor, practicante, religioso. No interesa si aquello de lo cual está convencido es verdadero, si lo que practica es o no una patraña, si su religión enseña lo que el hombre y Dios realmente son o una falsedad, un disparate, si su moral implica aberraciones de comportamiento o no.
Basta recibir tranquilidad, certeza, seguridad, confianza interior.
Bien, esto no es el cristianismo, mal que le pese a Lutero.
La confianza que pide Dios al cristiano no es de ninguna manera el sentimiento subjetivo, sino la adhesión de la inteligencia, de la razón, a realidades objetivas descubiertas al hombre como verdaderas. El sentimiento puede faltar -aunque muchas veces está, y entonces nos es más sencillo creer- y puede faltar porque muchas de las realidades que nuestra inteligencia -en la auténtica fe- ha de aceptar como tales, no se dejan percibir por los sentidos. Dios, por de pronto, no es inmediatamente asible por la vista, por las manos, por la sensación. Dios, sabemos racionalmente que existe y que está, con una certeza absoluta que nos da nuestra mente cuando indaga, cuando piensa, cuando hace ciencia, pero, en nuestras condiciones actuales, no es perceptible, como no son perceptibles los colores a un daltónico o a un ciego, ni lo es, para nosotros que vemos, un electrón o un protón. Son deducibles, no perceptibles.
Por ello, si la duda o la falta de fe, es un mero estar falto de sensación, de devoción, de seguridad interior, de frialdad frente a Dios y las realidades que nos muestra, eso no será agradable de llevar, pero no tiene nada que ver con la duda de fé.
La fe católica se mueve no en el plano del sentimiento, sino en el plano del intelecto, de la mente y de la voluntad, es decir de la parte racional del hombre, no de la sentimental.
A este nivel la fé es una adhesión inteligente a verdades las cuales por naturaleza están más allá de mi posibilidad de constatarlas, que necesariamente me han de ser reveladas -por ejemplo, porque son futuras- pero que las acepto: primero, por Quien me las revela y afirma; segundo, porque no son absurdas, sino agudas, profundas, inteligentes, y llenan plenamente mi razón con su coherencia y su belleza; tercero, porque ellas iluminan esplendorosamente la realidad que sí está al alcance de mi percepción actual y que sin ellas carecería de sentido. La realidad del universo y del hombre que descubren mis ojos y la ciencia es incompleta, absurda e incoherente sin el plus de luz que le da la Revelación.
Estas verdades, pues, que están más allá de mis posibilidades actuales de conocer directamente, amén de ser verosímiles en si mismas, como la Trinidad, como la vida eterna; amén de aceptarlas porque son totalmente razonables y coherentes con la realidad que percibo, las acepto sobre todo porque me las afirma Aquel que sí puedo comprobar por la razón que existe y que me habla por medio de la Iglesia: Dios. Eso lo puedo probar científicamente; no es una cuestión de sentimiento, ni, todavía, de fe.
Pero hay algo más. Después de llegar a la certeza racional de que Dios existe y ha hablado, como lo que Dios nos dice, nos lo ha dicho fundamentalmente a través del pueblo de Israel -que ha dejado su saber plasmado en el Antiguo Testamento- y, de manera definitiva, por medio de Jesucristo y su prolongación e intérprete la Iglesia, la fe, ahora, ha de ejercitarse racionalmente en saber qué es lo que ese Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento e Iglesia enseñan, para saber a qué es lo que exactamente debemos prestar nuestra adhesión de fe inteligente.
Eso exige un cierto estudio. A este nivel aparecen dudas absolutamente legítimas: ésto que me enseñarnos cuando chico, o esto que alguien alguna vez me dijo que había que creer, o ésto que no se de donde lo saqué pero que siempre lo tuve como una verdad católica ¿lo enseña verdaderamente la iglesia? ¿o es un cuento de viejas -como decía san Pablo-, o una simpleza legendaria o supersticiosa de cristianos poco ilustrados?
En ese sentido la duda, si me impulsa a investigar, a hacer más luminosa y certera mi fé, más digamos científica, inteligente, en este sentido, la duda es buena.
Lo mismo cuando evidencias de la ciencia o del saber puramente humano parecen oponerse a verdades que nosotros teníamos como católicas. La duda también tendría que ser fructuosa: empujarnos a estudiar, a preguntarnos cómo serán compatibles estas enseñanzas entre si y, a lo mejor, modificar afirmaciones que creíamos incambiables y que eran solo fruto de una cierta cultura. Porque, por principio, nada que sea auténticamente científico y verdadero y que el hombre descubra en la realidad, puede oponerse a lo que nos enseña Dios, que es el inventor y fabricante de esa misma realidad.
Si uno está dispuesto a estudiar, a investigar en serio, no ha de tener ningún miedo a hacerse preguntas, incluso a dudar metódica, cartesianamente, para poder llegar a precisar mejor y elucidar su fé. En un mundo que nos asalta constantemente con objeciones y ataques a la fé es bueno ejercitarse en las preguntas y respuestas. Era el método de estudio e indagación de los grandes teólogos medioevales, como Santo Tomás de Aquino, o San Alberto Magno o San Buenaventura: el método escolástico, que aún se usa en las facultades de teología: primero, tratar de pensar todas las objeciones posibles, y juntar todas las posiciones y argumentos contrarios a una afirmación teológica y, después, responderlos, obligándose para ello a redondear mejor la verdad, a aclararla, a desembarazarla de adherencias tontas o increíbles o irracionales. En este sentido nuestros adversarios y contradictores nos prestan el inestimable servicio de obligarnos a pensar.
Ningún católico puede tenerle miedo a este tipo de dudas si está dispuesto, pues, a pensar en serio y a estudiar. Por supuesto que si no va a hacer el esfuerzo de profundizar y reflexionar científica y rigurosamente, sería tonto sumergirse a sabiendas en el mundo de la duda y más le vale confiar en aquel o aquellos que han estudiado y se han tomado el trabajo de pensar por él.
Pero en si misma, afirmo, la duda es el camino a una mejor comprensión de la fé, a una purificación de ésta y, en última instancia, a un mayor y mejor convencimiento, basado no en el sentimiento, no en el fanatismo, no en un fundamentalismo obtuso y cerrado, no en la confianza ciega, sino en la inteligencia y en el querer racional. La fe podrá estar por encima de la razón, pero nunca por debajo de ella.
Y es allí donde puede asentarse cómoda y refulgentemente la virtud teologal, con su cortejo de dones del Espíritu Santo, y que harán finalmente de nuestro convencimiento una certeza casi experimental, inmediata, de las realidades a las cuales Dios quiere llevarnos, y mientras no las veamos cara a cara.
Fíjense que los discípulos que nosotros estamos acostumbrados a alabar y que, por otra parte, ya habían visto a Jesús resucitado, muy sensiblemente, muy sentidamente, con mucha emoción, le decían a Jesús: Maestro, Rabí, Raboni, Hijo de David, Mesías, Cristo, Hijo del hombre...; pero el que finalmente descubre y confiesa la última realidad de Jesús, la dimensión inimaginable de su personalidad divina, de su ser señorial, en última instancia la verdad, es precisamente el que dudó.
Es en boca de Tomás donde recoge el evangelio la afirmación teológica más profunda y definitiva que se encuentre en todo el nuevo testamento sobre la realidad del hijo de María. Porque dudó, y porque por ello se obligó a pensar y finalmente a creer, por eso le dice hoy al Resucitado mucho más de lo que descubrieron los otros discípulos: Maestro, Mesías, Rabí... le dice "Señor mío y Dios mío".