Si preguntáramos a alguien cuál es el primer día de la semana, probablemente conteste: el lunes. Por consiguiente el domingo sería el último. Si es una persona que ha leído la Biblia, usará para refrendar dicha opinión: "lo dice el Génesis: 'y el séptimo día descansó' ".
Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En realidad el séptimo día al cual se refiere la Biblia no es el domingo, sino -como todos sabemos- el sábado, el día de descanso judío.
Y vean que, precisamente nuestro evangelio de hoy, dice claramente: "al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana". Ese primero de la semana, es lo que más tarde los cristianos llamarán domingo. En el idioma judío los días no tenían nombre, simplemente se numeraban: primero, segundo, tercero...
Pero es el "primer día" el elegido por el Señor para resucitar. Y, curiosamente, luego, todas sus apariciones, se realizan en ese día. Lo hemos visto en nuestro evangelio: Cristo vuelve a hacerse presente entre los suyos y muestra sus llagas al incrédulo Tomás ocho días después.... También la Ascensión se realizará un primer día de la semana y, luego, asimismo, Pentecostés. Y, desde entonces, toda la Iglesia espera que también un primer día el Señor vuelva por segunda vez a los suyos para hacerse cargo definitivamente de su Reino.
Ya la primera generación de los cristianos comprendió inmediatamente la importancia de este primer día, ligado al recuerdo y a la presencia del resucitado. Los hechos de los Apóstoles, esa breve historia que se conserva de la primitiva iglesia, ya nos muestra como los cristianos se reunían para festejarlo. "El primera día de la semana -cuenta en un pasaje Lucas, el autor- estábamos reunidos para partir el pan". Es decir que ya tan tempranamente -los Hechos están escritos hacia el año 50- se reunían los cristianos en ese día para celebrar la Misa.
Pero hasta aquí los cristianos siguen llamándolo simplemente "el primer día de la semana"...
Pero en el Apocalipsis, escrito hacia el fin del siglo primero, aparece de pronto una nueva designación. El autor escribe, al comienzo del libro: "Caí en éxtasis el día del Señor". O, más exactamente, traduciendo al pie de la letra el original griego: "Te kyriaké heméra": "caí en éxtasis el día señorial".
Y tal es el nombre que, en las iglesias de lengua griega, se comienza a usar y sigue utilizándose para designar ese primer día de la semana.
Kyriaké, señorial, en latín se dice "domínicus". De allí nuestro domingo español, doménica italiano, dimanche francés. Simplemente pues: el señorial, se sobreentiende día.
El resto de las jornadas semanales en cambio no variaron su nombre: o les quedó el numeral como en la liturgia latina: feria segunda, tercera, cuarta o les quedaron sus nombre astronómicos: día de la luna, lunes; día de Marte, martes; día de Mercurio, miércoles; día de Júpiter, jueves, etc.
El día domingo, era en realidad, el día del sol, nombre que aunque en todo el imperio romano fué suplantado oficialmente por el de domingo hacia el siglo V; se conservó en algunas lenguas germánicas tardíamente convertidas al cristianismo: como el sun day de los ingleses, o el sonntag de los alemanes.
El asunto es que ese día señorial o día del Señor, del Resucitado, adquiere para los cristianos una importancia fundamental... hasta el punto que la observancia del domingo se va transformando poco a poco en el signo distintivo del cristiano con respecto al judío.
Porque al principio los cristianos salidos del judaísmo celebraban la resurrección a continuación de la observancia del sábado. Pero ya hacia fines del siglo I la disociación es un hecho consumado. San Ignacio de Antioquía, muerto en el 107, protesta contra los que aún observan el sábado: "No es posible -dice- nombrar a Jesucristo y vivir judaicamente"
Y tanto es un signo distintivo del cristiano que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, al solicitársele informes respecto de los cristianos que recién aparecían y despertaban la sospecha de las autoridades, escribe al emperador Trajano en el año 112: "toda su falta o su error parece ser reunirse habitualmente un día fijo, antes del alba, para cantar entre ellos un canto a un tal Cresto a quien adoran como Dios"... Ese día fijo era el domingo.
San Justino, en el 165 escribe: "Nos reunimos todos el día del sol, porque es el primer día, en que Dios, sacando de las tinieblas la materia, creó al mundo y, ese mismo día, Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos"
Y lo celebraban temprano, al alba, porque después, como todo el mundo, tenían que trabajar.... Recién después de la conversión de Constantino, en el siglo IV, éste manda que, en toda la extensión del imperio, los domingos sean días festivos, no laborables... En nuestro siglo los judíos consiguen imponer nuevamente el sábado, a través de Inglaterra, con el famoso sábado inglés.
Así es, pues, como el primer día de la semana se transforma en nuestro domingo: el día en que se conmemora la resurrección de Jesús, en la fe; el día en que esperamos el retorno del Señor, en la esperanza; el día en que, a través de la eucaristía y la reunión con nuestros hermanos, hacemos presente al Señor en la caridad...
Como entre los antiguos el día comenzaba con el caer del sol del atardecer anterior, la iglesia permite que lo podamos celebrar ya en la tarde del sábado como lo estamos haciendo ahora.
Porque este primer día adquiere, a través de la novedad que representa en la historia humana la resurrección de Cristo, una calidad diversa al del resto de la semana...
Ya no es el primer día judío que conmemora el inicio de la Creación: "En el primer día creó Dios los cielos y la tierras".... La resurrección de Cristo es una creación de orden superior, una nueva creación: el domingo viene a ser el primer día de la nueva Creación, de los nuevos cielos y la nueva tierra, el universo definitivo, el que habitaremos todos los cristianos resucitados y promovidos al estado señorial.
De allí que estrictamente el domingo ya no se pueda ubicar en nuestra semana terrena, en nuestra hebdómada de este mundo. San Agustín lo llama no el primer día, sino el octavo día, el que viene después del séptimo e inaugura la eternidad, la dimensión futura de lo celeste. Es como si ese primer día de la semana estuviera cargado ya de una dimensión extraterrena, más allá de este tiempo, el tiempo que no se gasta y que ya habita el Señor resucitado...
El domingo es un tiempo casi fuera del tiempo, en donde esa dimensión de eternidad se introduce como una cuña en nuestra agenda, en nuestro calendario, son horas en las cuales se hace propicia la comunicación del cielo y la tierra, de nuestra vida pasajera y nuestro existir definitivo, del hombre y Dios.
Por ello, el domingo debería ser para el cristiano como un día de vida distinta a la cotidiana, pero no solamente porque descansamos y no vamos a trabajar... Cuando la civilización moderna transforma el domingo en un día de descanso mera prolongación del sábado judío, para poder seguir trabajando con más fuerza y vigor el resto de la semana, degrada la función dominical y rebaja al antiguo día del Señor poniéndolo al servicio del trabajo.
Eso es corromper el sentido del domingo. El domingo, para el cristiano, no es simplemente un día de descanso. Es un día en que hemos de tratar de vivir nuestra condición de redimidos, de bautizados, de futuros resucitados, nuestra dignidad de hijos de Dios: en contacto con las cosas realmente importantes de la vida: nuestra familia, nuestros amigos, nuestros libros y, sobre todo, en contacto con Dios.
De allí que lo central del domingo sea la reunión eucarística, en la cual, como los primeros discípulos que nos muestra el evangelio de hoy, todos juntos, en oración, escuchando su palabra, esperamos que el señor aparezca entre nosotros en vino y en pan, hasta ese día venturoso, después del discurrir de nuestros días terrenos, de nuestras semanas mortales, en que el último día de nuestra vida, se abra al primero, al domingo definitivo, al octavo de nuestra propia gozosa Resurrección.