1997 - Ciclo B
2º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
SERMÓN
El término "fe", en el contexto del pensamiento contemporáneo, viene determinado y deformado, en lo que toca a su significado, por autores como Lutero, Pascal, Descartes, Kant, Barth, Bultmann y otros. Sea lo que fuere de estos influjos, lo cierto es que en nuestro lenguaje la palabra "fe" designa una 'creencia', y se distingue esencialmente de la "razón". Existe -decimos- el orden de la razón, del conocimiento racional, científico, en donde hay argumentación, conocimiento cierto y donde es posible dar argumentos de las propias convicciones; existe, del otro lado, el orden de la fe. Este sería el dominio de lo no racional, de las libres opciones. Imposible dar cuenta racionalmente de las preferencias de fe de cada uno. Si decimos "es una cuestión de fe", al mismo tiempo parecería que estamos diciendo "no es una cuestión de conocimiento racional, objetivo, cierto, comunicable de inteligencia a inteligencia". La fe es más bien una cuestión sentimental, afectiva, sin razones que puedan justificarla.
Es bueno pues saber que este no es el sentido original de la palabra fe en el nuevo Testamento, donde traduce el vocablo griego pistis, ni en el antiguo, donde traduce el término hebreo aman.
Por ejemplo, si alguien dice hoy "yo creo en Dios"; "aquel no cree en Dios", inmediatamente pensamos: el primero sostiene que Dios existe, el segundo es ateo.
Pero en el mundo de la Biblia -y por supuesto de la doctrina de la iglesia- la cosa no es así. La existencia de Dios de ninguna manera es objeto de fe -en el sentido del lenguaje moderno-. La existencia de Dios es una cuestión de conocimiento, de saber. Dios es conocido, o reconocido, a partir de su creación, del mundo y a partir de su acción en la historia, especialmente en Israel. Y la Iglesia católica sostiene que esa existencia es demostrable con precisos argumentos de orden intelectual, y que el hecho de que ha intervenido en la historia de Israel y luego de la Iglesia es constatable, no objeto de fe. Yo puedo demostrar que Dios existe y que Dios ha hablado a su pueblo. La existencia de Dios, el hecho de la revelación, no son para el católico objeto de fe, sino objeto de saber, de conocimiento, cuestión de verdad, de razón.
El asunto del creer es otra cosa: cuando en la Biblia se dice, por ejemplo, que "no creyeron en Dios, en Yahvé", no se pretende afirmar que hayan dudado de su existencia. Lo que se quiere decir es que no se fiaron de él, que no tuvieron por verdadero lo que había dicho por boca de los profetas, que no se apoyaron en él, que buscaron en otra parte el auxilio. Es posible dudar de alguien sin poner en duda su existencia. En realidad algo parecido pasa incluso en castellano cuando digo "no creo en Alfonsín" o "no creo en Menem"; ciertamente no estoy dudando de sus existencias sino de sus palabras, de sus hechos. Puede uno dudar del poder, de la inteligencia, de la fidelidad, de la lealtad, de la honradez de alguien, sin poner por esto en tela de juicio la existencia de esa persona.
Es lo que -mejor aún que el griego pistis-, dice el hebreo aman que es el que pistis traduce. Aman significa, en la voz activa, 'ser fiel', 'ser leal' y, en la pasiva, 'estar seguro', 'poner la confianza en alguien', 'dejarse en manos de alguien'. Y Dios es el supremamente leal, fiel a su alianza y, por lo tanto, en quien absolutamente me puedo fiar, en quien puedo y debo depositar mi confianza; aquel a quien he de decir amén, término que viene precisamente de ese verbo aman. Cuando yo digo 'amén' lo que estoy diciendo es que' estoy cierto', 'seguro', 'confiado'. De allí que todavía hoy con el Amén rubriquemos nuestras oraciones, como colofón de confianza en lo que pedimos: confío, estoy seguro, así es. Así es y no así sea como dicen algunos. Y Amén, así es, decimos, como respuesta de fe, cuando se nos presenta el cuerpo de Cristo antes de comulgar.
Sabemos pues que hubo un Jesús de Nazareth que recorría los caminos de Judea y Galilea, curando y enseñando. Hombres de toda índole asisten a este hecho. Unos opinan que ese maestro Jesús tiene poder para curar a los enfermos, que ese poder lo ha recibido de Dios, que su doctrina es verídica. Otros, que también son testigos de las curaciones por él efectuadas, no las ponen en duda -y no hay ciertamente rastro alguno, en la literatura judía primitiva, bien enemiga del cristianismo, de que se hubiera dudado alguna vez de que Jesús curaba realmente- sin embargo estos otros, en presencia de esas curaciones obradas a plena luz, las interpretan de modo distinto a como lo hace el pueblo: no son curaciones efectuadas -dicen- por el poder de Dios, sino por el poder del Maligno, de Satanás. Esos mismos opinan también que no es cierto lo que dice Jesús; no que no lo haya dicho. No lo consideran veraz. Sostienen que es un impostor. Es decir no tienen "fe" en El, porque interpretan lo que es, sus acciones y lo que dice de un modo negativo. Es una cuestión de interpretación, no de realidad, no de historia.
En cambio los primeros escuchan lo que dice, ven lo que hace, lo que enseña, cómo se conduce, qué clase de hombre es; reflexionan sobre todos esos datos y llegan a la conclusión de que ese hombre es veraz, es fiable, es digno de fe. Esta no es un actitud sentimental, una opinión: es algo racional, razonable, inteligente, no disociable de la verdad. La fe en Jesús en este caso es el asentimiento de la inteligencia a una verdad identificada, discernida, aceptada por la confianza razonable que ponemos en quien nos la trasmite.
A otro nivel, lo mismo con la Resurrección. Nadie por ejemplo ha señalado jamás, ni los peores enemigos de Cristo, que su cuerpo hubiera sido hallado, que fuera mentira lo de la tumba vacía, que no haya habido contemporáneos a ese hecho que sostuvieron, hasta dar la vida por ello, que habían efectivamente visto a Jesús resucitado. Como mucho algunos pocos intentaron acusar a los cristianos calumniosamente de haber robado el cuerpo; o hacer sospechar que los que afirmaron ser testigos de esos hechos eran impostores. Ninguno los acusó de inexistentes y ni siquiera de alucinados. Todo eso es perfectamente comprobable por el sentido común, la razón, las métodos propios de la ciencia histórica. Y a la razón pertenece también determinar si esos testimonios históricamente ciertos son fiables; si había algún interés en afirmar un hecho que lo único que produjo durante tres siglos seguidos fue persecución y sufrimientos, si era necesario para apoyar la doctrina moral del rabí Jesús sostener el increíble acontecimiento de la Resurrección cuando ello no había sido necesario jamás para sostener ni la de Sócrates, ni la de Buda, ni la de Confucio, ni la de ningún pensador, filósofo ni líder religioso de la antigüedad... Era una verdad en realidad innecesaria para sustentar las enseñanzas de Jesús y más bien difícil de aceptar para la mayoría de la gente.
La fe, pues, es algo pensable, algo racional; no es una creencia absurda, sin base experimental ni inteligente. Se trata de una convicción fundada sobre hechos, aunque de por si vaya más allá de lo dado, como cualquier interpretación por más científica que sea.
Porque es claro que estrictamente lo que pruebo son los hechos. Es en la interpretación de los hechos en todo caso donde juega una cierta opción que va más allá de éstos.
Ante el mismo hecho comprobable y demostrable de la aparición yo puedo decir: es un fantasma o incluso, es el mismo Jesús de Nazareth que ha vencido a la muerte o ir más allá todavía y declarar con Tomás: Señor mío y Dios mío.
Tampoco esta es una creencia, es una afirmación hecha sobre la base de una experiencia y, en realidad, es la deducción de la única explicación razonable y total que se pueda dar a esa experiencia.
Siempre es el entendimiento el único que puede realmente deducir del fenómeno lo que se oculta detrás de él. No basta ver a Jesús para declarar "Señor y Dios mío"; como tampoco basta ver caer la manzana del árbol para deducir la ley de la gravedad. Se necesita la inteligencia.
Por eso no bastaba ver a Jesús, era necesario inducir de ese verlo, de esa aparición, que era Dios.
Al pobre apóstol Tomás se le ha endilgado frecuentemente el estigma de la incredulidad. Quien lea atentamente el evangelio verá que difícilmente el evangelista haya querido hacer de Tomás una figura reprochable. Solo lo pone como término de comparación con aquellos que como nosotros habremos de creer basados en el testimonio -por otro lado comprobable y razonable- de los demás. Pero en realidad es en boca de Tomás, no de Pedro, no de ningún otro apóstol, que el evangelista pone la declaración de fe más elaborada y alta del nuevo testamento. El mismo Pedro, en su máxima afirmación de lo que era Jesús, no había pasado de afirmar: "Tu eres el Mesías, el hijo de Dios vivo". Es Tomás el que finalmente deduce todas las consecuencias de los hechos y confiesa finalmente al Resucitado como "Dios y Señor", los dos nombres reservados por la Biblia al mismo Creador. Y duda justamente, porque con mucha inteligencia se da cuenta de la enormidad de esas consecuencias que surgirían de ser verdad que lo han visto sus condiscípulos. El sabe que si Jesús resucitó no deberá deducir de ello una mera ley de gravedad o una aséptica verdad científica, ni siquiera teológica: Jesús es Dios y Señor, sino que tendrá que cambiar su vida, reconocer a Jesús como su Señor, como su Dios -'Señor mío y Dios mío'-, entregar su vida por él. No es tonto: si las cosas son así, eso me compromete, no puedo continuar igual, no podré hacer de mi vida lo que quiero. Ese es el problema de tantos hoy en día: no dudas intelectuales, sino retraimiento frente a las consecuencias del tener que reconocer "Jesucristo es Dios" y "lo que enseña la Iglesia es verdad" y tener que transformar todo eso en mío.
Y porque es una cosa seria, que implica de qué modo viviré y como encararé la totalidad de mi existencia, es que de ninguna manera el cristianismo pretende que adhiramos a su enseñanza y a Jesucristo sin razones, sin dudas previas, sin pensarlo; porque contra cualquier fideísmo o relativismo contemporáneo la Iglesia sigue sosteniendo que la fe es un encuentro con la verdad, no la expresión de un sentimiento; y, por lo tanto, pasible de ser elucidada y fundada en la razón y la investigación.
De allí también que, aún una vez admitidos mediante la razón, los hechos y la palabra de Jesús y de los apóstoles, la Iglesia continúa insistiendo para que sigamos usando nuestra mente: que pensemos, que saquemos conclusiones, que investiguemos, incluso que dudemos y nos hagamos preguntas. Porque de ninguna manera la enseñanza cristiana viene a anular aquello que nos constituye específicamente como hombres, que es la razón, sino a darle más vuelo, iluminarla y colmarla de certeza.
La fe, pues, para el catolicismo, no es un mero sentimiento, una creencia parangonable a cualquier estupidez pseudoreligiosa en venta en el supermercado de la libertad de cultos. La libertad religiosa que defiende la Iglesia no es una igualación de todas las sectas, de todas las religiones, de toda opinión. La libertad religiosa es el marco humano para la búsqueda, la exclusión de cualquier otra imposición que no sea la de la inteligencia humana y el poder de la verdad para llevar a los hombres a la luz, a Cristo, y al mismo tiempo la reivindicación del hombre como un ser racional e inteligente capaz de guiarse por la razón y llegar por ella al convencimiento de la verdad. Pero, al mismo tiempo, la libertad religiosa, lejos de insinuar que le sea lícito al hombre creer en cualquier cosa, lo conmina a buscar la única verdad y, una vez hallada, adherir fuertemente a ella.
Y hoy más que nunca, al modo de Santo Tomás, el católico de nuestros días debe usar su inteligencia, ser cauto con la aceptación de cualquier opinión, no solo por la abundancia de macaneadores y catedráticos de la estupidez que nos venden mentiras o tonterías supersticiosas o sentimentales fuera de la Iglesia, sino de los que lo hacen adentro de ella. Investigar, leer, dudar, estudiar, para poder con santo Tomás finalmente encontrarnos con el auténtico Cristo , para poder decirle, Señor mío y Dios mío. Amén.