1999 - Ciclo A
2º domingo de pascua
(GEP, 11-04-99)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
SERMÓN
Hemos recibido en estos días la simpática visita del Dalai Lama que, amén de haber sido declarado 'visitante ilustre' por la legislatura de la ciudad, ha recibido sendos doctorados 'honoris causa' en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Este hombre bondadoso y regordete -a quien periodistas y autoridades se les ha dado por dirigirse con el título de 'su santidad'- representa, como todos sabemos, al lamaísmo, una de las tantas ramas en las cuales se divide el budismo mahayana, adaptado a la antigua religión mágico-chamánica del Tibet y con salpicaduras de Tantra. En 1959 cuando el Dalai Lama huyó a la India para escapar al comunismo chino el lamaísmo tenía 2711 monasterios y más de 120.000 monjes que consumían el 80 % del presupuesto de los casi dos millones de tibetanos del país. Hoy cuenta apenas con 9 conventos y menos de un millar de regulares, manejados por el Lama Panchen (o Bogodo), sometido a Pekín.
Dalai quiere decir 'océano''; Lama, 'supremo'. El título corresponde a la idea que, del que lleva este título, se hace el lamaísmo. Piensan que es, nada más ni nada menos, que la reencarnación de Buda. Como se sabe, Buda, a su vez, es uno de los nombres del Dharma, el espíritu universal, el océano supremo del ser que está debajo de todas las cosas. En realidad el mismo Sakyamuni o Siddartha Gautama, supuesto fundador del budismo, no ha sido, según ellos, sino una de las encarnaciones de Buda más famosas, pero no la exclusiva.
De hecho nuestro encantador amigo el Dalai Lama resulta ser una de éstas. Es sabido que cuando muere un Dalai Lama, Buda busca inmediatamente otro cuerpo donde reencarnarse. Los grandes lamas -los Hutukhtus- de inmediato recorren el Tibet buscando un bebe que haya nacido más o menos en el momento de esa muerte y, de entre ellos, por indicios misteriosos que solo ellos saben interpretar, determinan quien tuvo la suerte de ser ocupado por el Dharma, por Buda. La suerte o la mala suerte, porque, desde entonces, el pequeño es honrado como divino y recibe una cuidadosa educación monástica, en donde, si o si, desde que puede hacerlo, ha de recitar cientos de veces por día la frase o mantra 'om mani padme h'um', "oh joya del loto, amén", sumada a otros conjuros místicos, acompañados de trompetas, tambores y campanitas, agitando al mismo tiempo multitud de ruedas giratorias y banderas de rezos, reliquias santas, amuletos y talismanes.
Lo peor de todo es que habrá, además, de tener tiempo para memorizar sus kilométricos textos sacros. Están divididos en dos grandes grupos: el canon, que contiene más de mil títulos, distribuidos en más de cien volúmenes de aproximadamente mil páginas cada uno; y -segundo grupo- los comentarios exegéticos, igualmente voluminosos.
A los 23 años nuestro pobre Dalai Lama actual ya los había leído todos; recibiendo el título de 'doctor en budismo'. No era para menos: se lo merecía.
De todos modos su prédica actual contiene no pocos elementos sacados en préstamo al cristianismo, exhortaciones al pacifismo, condimentos ecologistas, defensa de los derechos humanos, críticas al consumismo, etc. etc. que lo hacen bien recibido en cualquier ambiente, ya que todos pueden aplaudirlo con gran entusiasmo y sin mucho compromiso. Es que el Dalai Lama, con su aspecto inofensivo, premio Nobel de la Paz, y su perpetua sonrisa de hombre bonachón, nos reconcilia con esa parte buena de nuestro ser que todos, desde Alzogaray hasta el Chacho Alvarez, pasando por Maradona y Moria Casan, todos llevamos adentro.
Eso es el budismo en general, al menos el mahayana: un humanismo con muchas dosis de sensatez, que afirma que en el fondo de todo hombre y aún de todo ser viviente late la llama del dharma, del Buda, del espíritu universal solo oculto por los males del cuerpo, de las pasiones, de las solicitudes de este mundo. Basta recogerse a la interioridad por medio de la ascesis tipo yoga y de la mística tipo catalepsia para rescatar esa maravilla que somos todos y llegar a la compasión universal y perder nuestro sentido del yo y de la individualidad y de lo propio, que es -según ellos- el comienzo de todos los males.
De la Rúa, que aparenta al menos ser un buen católico, al recibir oficialmente al Dalai Lama, lo alabó en su discurso sin poder decir demasiado, destacando -cito literalmente- "su aporte a la difusión de las creencias religiosas". Y estuvo bien, porque, en ese ámbito de lo religioso, mucho más no se puede decir. De hecho muchos dudan de que el budismo sea realmente una religión y no un puro humanismo, ya que Dios, o más bien Buda o el Dharma se confunde con el fondo cambiante de lo humano, de lo natural. Se trata más bien de una especie de moral, de filosofía de vida, de comportamiento, acompañado de ritos piadosos y ejercicios psíquicos, y no de una verdadera religión que pretenda vincular al hombre con una realidad trascendente y salvadora.
El budismo ha sido, por eso, un instrumento político importantísimo para organizar y someter a las ingentes masas de los pueblos orientales a las estructuras tradicionales de poder, ofreciendo a la gente contención y desmotivándola para moverse y progresar excesivamente en esta vida. De allí el tradicional atraso y estatismo de los pueblos que viven de esta vieja sabiduría.
La Resurrección de Cristo nos habla en cambio de la importancia de cada uno y de la ocasión única de esta vida. Cristo bien quiere destacar que su nueva existencia no es una reencarnación en otro cuerpo, sino que se trata de él mismo, antes y después. Por eso, ante la perplejidad de sus discípulos, les muestra las llagas de sus manos y su costado. "Soy yo mismo". La Resurrección no es un regreso continuo, un eterno retorno, es la promoción definitiva de Jesús a la vida divina. Jesús no es una de las tantas reencarnaciones de Buda -como buenamente esta dispuesto a concederle nuestro amigo el Dalai Lama- sino que es la Palabra del Padre, Dios trascendente, que por única vez en el tiempo y el espacio, en el seno de la santísima Virgen María, se hizo hombre, para elevar a lo humano -que de por si no tiene nada de divino- al existir trinitario.
Y eso será, por gracia de Dios y si tenemos méritos suficientes, lo nuestro: un llegar a Dios en el cual conservaremos nuestro yo, y que se juega, no en multitud de reencarnaciones, sino en la única oportunidad que es esta vida que llevamos aquí abajo. Esta convicción es lo que ha creado el espíritu propio del cristianismo y de su heredero principal, Occidente: la conciencia del valor de la persona, la necesidad de vivir esta única vida con intensidad, con empuje, con ganas de crecer, de hacernos santos y, al mismo tiempo, de cambiar el mundo, de dominarlo según el mandato bíblico, de preocuparnos por los demás y por nuestras cosas, contrariamente a esa huida hacia el interior del yo y sus oscuridades, a esa impasibilidad frente a los avatares ilusorios de este mundo, que pregonan las doctrinas orientales.
Pero más aún: el cristianismo de ninguna manera pretende ser una 'creencia' religiosa. La creencia es para aquellos que no confían en las posibilidades de la inteligencia, los que como en oriente piensan que el mundo de los sentidos es una gran ilusión y el espíritu solo una especie de sentimiento interior carente de razón y lucidez.
Dios -sostiene el cristianismo- ha creado al hombre no un ser estúpido al cual hay que abrumarlo a fuerza de miedos y supersticiones y someterlo en la obediencia por mera autoridad y con las sonajas de los premios y los castigos -como por otra parte pretenden todos los sistemas políticos y económicos que en la actualidad se disputan el papel de Dios-, sino que Dios ha creado al ser humano para ser su interlocutor, y por eso lo ha dotado de libertad -instrumento del amor- y, para ello, le ha dado la luz de la razón. La razón y la libertad, vividas en el amor, son el lugar donde Dios quiere hacerse encontradizo con el hombre. Fuera de ese ámbito Dios -en el puro sentimiento, en la superstición, en el error- no puede instaurar con el ser humano auténticas relaciones de amistad.
De allí que, desde la Resurrección de Cristo, cuando el cristianismo comienza a predicarse a todo el mundo, inmediatamente entra en diálogo con la razón humana. No le interesan las religiones o las 'creencias religiosas' -como diría de la Rua- le interesan los científicos, los filósofos, los psicólogos, que en aquella época eran los discípulos de Aristóteles, de Platón, de los estoicos, de Hipócrates, de Herodoto, los universitarios de Atenas, de Alejandría, de Antioquía. Durante toda su historia el cristianismo pasó sus afirmaciones a través del tamiz y de la lupa de los intelectuales de la época, de las mentes más críticas, de los adversarios más inteligentes. Todo opositor talentoso era -y es- ocasión para crecer en el conocimiento de la fe; toda objeción o duda motivo de investigación, de búsqueda. Ya cuando la teología comienza a estructurarse escolásticamente, en las universidades medioevales, lo primero que tenía que hacer el alumno, el estudiante, era encontrar razones en contra de la fe, objeciones, peros, dificultades. Eso concitaba un mayor esfuerzo para entender, para iluminar y, si era necesario, para desechar falsas creencias o enseñanzas equivocadas. Siempre pensar, siempre tratar de entender, de crecer.
Por eso me sorprendo cuando viene gente al confesionario y se acusa de tener dudas de fe. ¿Qué más quiere? ¿qué mejor motivo para estudiar, para profundizar, para tratar de entender cada vez mejor? La revelación de Cristo, la verdadera fe, de ninguna manera viene a someter a la inteligencia, a aplastarla, a humillarla, sino al contrario, a promoverla, a hacerla crecer. A lo mejor tenés dudas porque te estás imponiendo creer cosas que no tenés por qué creer. ¡Sacátelas de encima! A lo mejor porque te enseñaron mal... Lo más probable porque nunca hiciste el esfuerzo de entender y estudiar más allá de lo que estudiaste cuando eras chico en el catecismo de primera comunión... Pero hoy no podes quedarte con eso: en el mundo hay demasiada tontería y demasiado error como para ser católico sin saber...
Es verdad que una gran mayoría de cristianos no tiene demasiado tiempo para leer, estudiar y pensar. (En realidad cada vez menos la gran masa de la humanidad tiene tiempo para pensar en serio.) Y entonces el católico medio no tiene más remedio que confiar en los que cargan con la misión de estudiar y saber; como por otra parte sucede en cualquier otra disciplina: no podemos ser médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, psicólogos al mismo tiempo. Cada cual es apenas competente en lo suyo y, en lo otro, debe confiar en los demás. Pero sabemos que, detrás del médico al cual acudo, hay una ciencia racional y científica, aunque yo no pueda estudiarla, lo mismo que de cualquier otra profesión más o menos seria... Tengo al menos mis razones para confiar en determinado médico y desconfiar del chanta. Eso no es mera creencia. Por lo menos eso lo averiguo: a ver que clase de médico es y para desechar al incompetente o al brujo o al curandero o a la medicina alternativa new age. Tan siquiera esto tendría que saber el cristiano común: ¿porqué confío en la Iglesia? ¿porqué soy católico y en cambio no budista, no protestante, no musulmán, no ateo...? Es lo menos que me puedo pedir si es que tengo algún respeto por mi inteligencia y mi razón.
Muchos católicos quedarían sorprendidos de saber la cantidad de Facultades de Teología que existen en el mundo, y de revistas especializadas, y de editoras, dialogando desde el cristianismo con todos los pensamientos, con todas las ciencias; tratando de adaptar el mensaje cristiano a la crítica de la historia, de la filosofía, de la arqueología, de la astrofísica, de la psicología, de cualquier humana disciplina... Y no solo ahora: ¡dos mil años de los mejores cerebros de la historia escudriñando cada palabra de la revelación, haciéndola coincidir con los postulados de la razón, de la investigación, sin el más mínimo miedo a la crítica, a la confrontación seria...!
Precisamente porque no pretende ser una creencia, sino la manifestación luminosa de lo que el universo es, de lo que es el único Dios verdadero y del destino propio del hombre, por eso no solo la fe católica no le teme a la razón, sino que la exige, la solicita. Las creencias no necesitan ser demostradas: descansan en el sentimiento, en lo subjetivo, en la búsqueda confusa de seguridad... La fe católica, en cambio, que se proclama luminosa palabra de verdad, reflejo fiel de la única realidad divina y humana, reclama al cerebro, pide a gritos ser criticada, investigada, estudiada. No todos pueden hacerlo, es verdad, pero al menos han de saber que podrían hacerlo y que, de hecho, muchos lo hacen. "Dichosos los que creen sin ver", -¡ojalá yo pudiera!-. Pero sepan que son dichosos porque, en ese aspecto de la fe, descansan en las fatigas y tribulaciones de los Tomases, de los que dudan, de los que quieren saber, de los que estudian, de los que exigen pruebas, de los que desechan las supersticiones, las ilusiones, las falsas revelaciones y que finalmente, gozosos, pueden, como Tomás, más allá de toda duda, en la plenitud de la luz, de la fe y de la gracia, proclamar a Jesús: "¡Señor mío y Dios mío!".