2000- Ciclo B
3º domingo de pascua
(GEP; 07-05-00)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 35-48
Los discípulos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes»
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo»
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos»
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto»
SERMÓN
"¡Oh Señor!, en este cuerpo insustancial y maloliente, magma de huesos, piel, músculos, médula, carne, semen, sangre, mucus, lágrimas, legañas, deyecciones, orina, bilis, flema, ¿para qué buscar la satisfacción del deseo? En este cuerpo sometido al ansia, a la cólera, a la pasión, al extravío, al temor, al abatimiento, a los celos, obligado a la separación de quien se ama, a la unión con quien no se ama, al hambre, a la sed, a la vejez, a la muerte, a la enfermedad, al sufrimiento y a las demás miserias, ¿para qué buscar la satisfacción del deseo? En verdad, el espíritu, cuando al nacer entra en un cuerpo, se carga de males; cuando al morir escapa de él, se libera de los males". Así reza un antiguo texto védico del siglo V antes de Cristo, libro IV del Byhad-Arantaka Upanishad.
"Líbranos de la oscuridad de este mundo y de este cuerpo", suplica una plegaria mandea del siglo VI.
Frases y concepciones maniqueas que son comunes al pensamiento oriental, tanto hindú, como budista, como persa y que tanto influjo tuvieron en la filosofía griega.
Las llamamos en general concepciones maniqueas porque la doctrina maniquea lleva a sus últimas consecuencias las ideas dualistas al sostener la existencia de una oposición radical entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo. Manes o Mani es el fundador del maniqueísmo. Fue un personaje iluminado, místico, visionario, nacido al norte de Babilonia bajo el dominio persa en el año 216 de nuestra era y muerto en prisión en el 277, detenido por las autoridades sasánidas.
Tratando de amalgamar el mazdeísmo, el budismo, el culto de Mitra, y elementos cristianos, Mani se declaraba continuador y reencarnación de Sem, hijo de Noé, de Buda, de Zarathustra y de Jesús. Más aún afirmaba ser el prometido Paráclito. Llevado por revelaciones que atribuía al espíritu pergeñó una doctrina que declaraba que todos los seres se originaban en la existencia inengendrada y simultanea de dos principios adversarios: el de la Luz y el de las tinieblas. El reino de la luz estaba gobernado por Dios, el Padre de la Grandeza, y era el que había enviado el soplo del Espíritu a Mani. En este reino todo era espíritu, luminosidad, vida, bondad, substancia celeste. Pero, paralelo al reino de la luz se encontraba -decía Mani- el reino de las Tinieblas, reino regido por el Príncipe de las Tinieblas, Satanás, marcado por la perfidia, la pestilencia, la fealdad, la amargura, los celos, la mentira. Satanás era el creador de la materia, del cuerpo.
En el tiempo intermedio -que es el que estamos viviendo, afirmaba Mani- se había entablado un gigantesco combate cósmico: el Príncipe de las Tinieblas atacaba despiadadamente al reino de la luz. En la lucha partículas de luz habían caído en poder de las tinieblas, de lo material. Así surge el hombre: chispas de espíritu, de luz, atrapadas, encerradas en la cárcel macabra de la materia, del cuerpo. Mani, el iluminado, sería el profeta último, el Paráclito, encargado de liberar con su enseñanza, con su gnosis, a esas chispas de luz -surgidas de Dios, del Padre de la Grandeza- de sus catafalcos de carne -los cuerpos- formados por Satanás, el Diablo, el príncipe de las tinieblas.
El maniqueísmo es pues el dualismo llevado al extremo: el cuerpo, la materia son malos, porque creados por Satanás; solo el espíritu es bueno, porque proveniente del Dios de la luz. Toda moral, toda ascesis, toda redención, consistirá en liberar el alma del cuerpo, el espíritu de la materia... Y todo lo que provenga del cuerpo o tenga relación con él, aunque parezca bueno, es oscuro, sospechoso, en el fondo malo: los deseos, los placeres, el matrimonio, la propiedad, las riquezas y, en el ámbito religioso, cuando lo toque, los sacramentos -compuestos de materia, ¡pan, aceite, agua...!-, las imágenes, la autoridad visible...
Digamos que el maniqueísmo poniendo el eje de la historia en una perpetua lucha entre Dios y el demonio, e identificando el mal con la materia, condujo a las ideas dualistas demasiado lejos -aunque aún hoy haya cristianos influidos por ellas y sospechan de todo lo que tiene que ver con la carne y creen que el diablo es una especie de dios malo y no (en la tradicional hipótesis de su existencia personal) una mera criatura desviada; ¡nada!, delante del Creador-. Pero, en realidad, la base del pensamiento maniqueo es antiquísima, ya presente en las religiones, ideologías y mitos que combate la sagrada Escritura y actuante en Occidente al menos desde Platón que, ya sabemos, afirmaba que el cuerpo era la tumba del alma -to soma, to sema-.
Pero tanto los filósofos dualistas neoplatónicos como el budismo mahayana vieron más lejos que el maniqueísmo: no era solo la materia por ser materia la que hacía desgraciado al hombre. El ser humano caía en la desdicha, porque la materia, su cuerpo, se hacían instrumento de su individualidad; arrastraba a una partícula del espíritu único y original al mundo de lo múltiple, de la variedad, de la diversidad... Y ese era el origen, según ellos, de todo mal, sentirse distinto al todo, diferente a los demás, volcado en la pluralidad de los deseos, disperso en el tiempo, arrastrado por las cosas...
De allí que la solución o salvación consista, en estas ideologías o religiones, desde el budismo hasta el marxismo, en liquidar la multiplicidad, la diversidad, las diferencias, llegar a la igualdad absoluta, (a la globalización total...) En la vertiente pseudoreligiosa, por medio de ejercicios autohipnóticos de concentración, de yoga, que lleven al desprendimiento del cuerpo y por tanto al olvido de los deseos, y luego de los pensamientos y finalmente del yo, para sumergirse en el todo, en la unidad primitiva, en la compasión universal, en el vacío del nirvana... La basura del cuerpo es, pues, la que nos arroja a la multiplicidad, a la ignorancia, al distinguirnos y ubicarnos en el aquí y en el ahora, en este mi nombre, en este mi apellido, en esta mi patria, en este mi sexo, en esta mi propiedad... todos factores -según éstos- de disturbios, de pugnas de yo contra tu, de dialécticas, de xenofobias... La diferencia (eterótes) es el principio del mal, según Plotino.
En estas concepciones dualistas, gnósticas, maniqueas, lo único que vale es el espíritu, la razón, pero en la medida en que es capaz de disolverse en el Todo: en el todo social o en el todo político o en el todo cósmico, -el yo de Brahama, el yo tracendental (Kant), el yo del voto de las mayorías (Rousseau)- aborreciendo la diferencia, la desigualdad, lo nacional y, sobre todo, el yo individual, perversos frutos inducidos por el cuerpo y lo material ... Lo cual -para traer un ejemplo entre tantos- es patente en la desigualdad sexual, por ellos detestadas. Por eso -más allá del Tantra- uno de los símbolos de estas ideologías, suele ser, desde remotos tiempos, el andrógino, el hermafrodita, y una de sus traducciones concretas, una de sus banderas, ¡el homosexual!...
Así pues este tiempo y este mundo, para estas ideologías o religiones, son malos, decadencia del Uno primitivo, del Brahama, del Buda, "éxodo del Uno promovido por la discordia", decía Empédocles en el siglo V antes de Cristo, "éxodo al cual había que oponer el regreso a la unidad mediante el conocimiento y la compasión o amor (mal entendido)". "Próodos y epistrofé", "Exitus et reditus", "salida y regreso"... Cuando nos damos cuenta, con la ayuda de algún maestro, de algún gurú, de que el fondo de nuestro yo se identifica con el todo alcanzamos el verdadero conocimiento, la gnosis y si nos olvidamos del cuerpo que nos convence de que somos yo y nos destierra, regresando a él, nos salvamos, volvemos a nuestro origen.
Y estas cosas las repitieron y repiten de una u otra manera los pitagóricos, y luego Plotino y Proclo, y las doctrinas herméticas y, cuando hizo filosofía, el Islam, y los cátaros y albigenses, y la Cábala judía, y la masonería, y el protestantismo puritano, y Kant y Hegel y, a su modo, Marx, y, a nivel popular, hoy, los movimientos New Age, las ideologías orientales y, en los niveles esotéricos, las sociedades secretas, y los poderes mundialistas a nivel geopolítico, y el irenismo pseudoecuménico a nivel religioso...
Pero, ya enfrentada a estas concepciones, la sagrada Escritura, desde su primera página, muestra la plenitud todopoderosa, sin adversario alguno, del Único y Buen Creador y, al mismo tiempo, canta el elogio de la diversidad de seres que surgen de su palabra y se plasman en materia. La creación no es una caía, un alejarse de Dios, un dispersarse del uno. En la ubérrima fertilidad de la tierra y el cielo, de los distintos astros y estrellas, de las montañas y mares, del pulular de los seres vivientes, de los cuerpos, Dios despliega su bondad, manifiesta su poder creador, la belleza de su pluma, la riqueza de su ser, que solo la variedad incontable de los existentes puede de alguna manera manifestar... "Y vio Dios que era bueno" es el colofón insistente que rubrica cada obra creadora, dando adrede un mentís a todas estas concepciones de la igualdad primigenia y de lo uno y del destierro en el cuerpo y en el mundo y en la materia mala... "Y Dios creó al hombre, macho y hembra lo creó", termina el poema, "y vio Dios que eso era muy bueno"...
Por eso, el acontecimiento de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, así como el de la Asunción de la Santísima Virgen y el dogma de la resurrección de los cuerpos o de los muertos -o, mejor, simplemente, de la resurrección- es la aprobación final de toda la obra creadora de Dios, 'el cumplimiento de todas las Escrituras'. La vida no se ofrece a una partícula de nuestro ser, a una flotante alma inmortal y, mucho menos, a una chispa de lo divino que retorna a su fuente, se ofrece al hombre individuo, a cada uno de nosotros, con nuestros nombres, con nuestras particularidades, con todo lo que hace que yo sea yo: yo y mis circunstancias, yo y mi mundo, yo y mis amores. Ese amor que no es el forzado retorno a la confusa unidad del budismo o de Empédocles, sino el que se hace rico en el respeto a las diferencias, en la admiración del paisaje colorido, pluriforme, múltiple de la realidad, en el agradecimiento a los superioridades que suplen nuestras deficiencias, en el cariño a aquellos que, porque no los tienen, deben ser ayudados por nuestros talentos... El amor nunca es un rasero que iguale y uniforme, sino un abrazo que, en la complementariedad de lo diferente, enriquece a cada distinto.
"Mirad mis manos y mis pies", "soy yo mismo", "egó eimí autós", dice Jesús a su discípulos, que no son capaces de reconocerlo tan fácil en ese señorío glorioso en el cual su maestro ahora se les aparece, Rey del universo. "Soy yo mismo", el que os enseñó, el que comió y bebió, río y lloró, con vosotros, el hijo de María, el que se fatigó por los caminos de Galilea, el que fue crucificado en Jerusalén... "Yo mismo soy"... No un espíritu, no una partícula de lo divino vuelta a su origen, no una insubstancial memoria, no un fantasma, no una espectral aparición sin verdadera vida ni yo. Jesús es para siempre el hijo de María, orgulloso de su prosapia davídica, de su condición judía, de sus amigos terrenos, de los nuevos amigos que somos nosotros y que podemos serlo justamente porque Jesús ha resucitado como hombre -no etérea alma-: cálido corazón, viriles brazos...
La salvación no es de ninguna manera la liberación del cuerpo, la vuelta al todo original desde el exilio de esta tierra, la aniquilación del tiempo y del espacio, la disolución del universo, sino la sublimación y metamorfosis de la creatura material a su estado perfecto, la afirmación final de la creación, la victoria contra todo intento de destruirla y de destruir a las personas. Jesús viene a salvar al mundo, no a rescatarnos de él; en todo caso a rescatar el mundo del mal uso que de él hacen los hombres.
Pase lo que pase con el polvo, las moléculas y átomos que dejamos en nuestras tumbas -y que de por si no pertenecen a nuestra identidad y pueden ser reutilizados por plantas, comidos por leones, formar parte de otros cuerpos, disolverse en el mar- la resurrección de Cristo, primogénito de entre los muertos, nos habla de la permanencia de nuestra identidad, sea cual fuere la forma que adquiramos y que está ciertamente más allá de nuestra imaginación y aún de nuestra comprensión. También nosotros, si entregados, en la fe, a Cristo, por su gracia resucitamos, y no somos abismados por nuestros pecados en la muerte eterna, en el supremo olvido, en la perfecta unidad de la nada, podremos decir a los nuestros, "Soy yo mismo", Gustavo, Nélida, Pablo, Delia, "miradme, tocadme y ved". "Yo mismo", con mis amistades y lícitos apegos, con mi sexo y mis inquietudes, con mis ilusiones y ¡con mis renuncias!, con todo lo que nací y lo que aprendí e hice, todo sublimado y perfeccionado y hecho dúctil para disfrutar de la infinita riqueza de Dios según mi idiosincrasia, mi intransferible personalidad...