Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001 - Ciclo C

3º domingo de pascua
(GEP 29-04-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

            La semana pasada la Santa Sede tuvo que declarar que las enseñanzas del teólogo norteamericano Roger Haight, jesuita, en su libro, Jesús, símbolo de Dios, contradecían las enseñanzas de la Iglesia Católica, por lo cual fue separado de su cátedra en la Escuela Jesuita de Teología de Weston. Entre otras cosas sostenía que Jesucristo no era necesario para la salvación de todos los hombres, ni la Iglesia, ni los obispos, solo de los cristianos y que cualquier religión era capaz de hacerse vehículo de salvación a sus adherentes. En esto coincidía con las enseñanzas del jesuita profesor de la Gregoriana J. Dupuis S.J. y otros adláteres que finalmente obligaron el año pasado a Roma, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por Ratzinger, a expedir el documento Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la iglesia, que tanta reacción causó en todo el mundo. Documento que, quien aún no lo haya leído, debería leer [para descartar ciertas enseñanzas que, incluso desde ambones o púlpitos eclesiásticos estólidamente siguen impartiéndose. Y para evitar también las confusiones que, desde el ámbito civil, pudieran suscitarse -por falta de suficiente distinción entre lo civil y lo religioso-, alrededor del proyecto de ley 'sobre libertad religiosa y de conciencia' presentado por el Palacio San Martín frente al relator de las Naciones Unidas sobre Libertad de Religión o de Creencias, el inefable Abdelfattah Amor.]

            Pero no vaya a creerse que en esto de la prescindibilidad de la Iglesia y de Cristo nos encontramos ante afirmaciones novedosas, modernas, avanzadas, aún entre cristianos. En ellas no se hace más que reeditar, a veces guiados por la mejor intención, viejas doctrinas.

            Ya desde los comienzos el discípulo amado, o el otro discípulo, -que así, anónimamente es llamado, por razones de seguridad, durante su vida, el que más tarde se identificó como Juan el Kohen, de la casta sacerdotal de Jerusalén-, nunca había pertenecido a -digamos- la Iglesia 'oficial', o sea a la del grupo de los doce discípulos, ni de los familiares directos de Jesús. Por supuesto que se conocían y estimaban, como lo demuestra el que todos se reunieron en su casa -la del cenáculo-, en vida de Jesús, una vez muerto y aún luego de resucitado, hasta cuando allí mismo se desarrollaron los hechos de Pentecostés. Más aún, sabemos que en algún momento realizaron algunas actividades juntos, si es estrictamente biográfico el relato de nuestro evangelio de hoy, donde Juan el Cohen, el discípulo amado es nombrado -junto con Pedro y los dos hijos del Zebedeo, Juan y Santiago-, como uno de los 'otros dos discípulos'.

            Lo que es cierto es que el discípulo amado escribió en Jerusalén -en base a apuntes que conservaba en hebreo de las enseñanzas de su amigo y maestro-, gran parte del que luego se llamará evangelio de Juan.   Pero, poco a poco, el ambiente se va tornando pesado. Juan pertenecía a una clase social relativamente importante y sus convicciones cristianas no podían quedar demasiado tiempo ocultas a los dirigentes judíos de Jerusalén, muchos de ellos colegas y del mismo partido que él, el saduceo. Tanto más que debía resultar harto difícil celar que la misma madre del Señor había sido encomendada a su cuidado y vivía con él.

            Las autoridades judías, a medida que pasan los meses y ven como la 'nueva', que ellos llaman, 'secta' se multiplica inconteniblemente, poniendo en peligro su autoridad -y su economía-, ya que, entre otras cosas, los seguidores de Jesús cuestionaban la necesidad del templo y de los sacrificios con sus pingües ganancias, comienzan a tomar medidas severísimas con los cristianos a quienes, cuando la autoridad romana se vuelve débil, hacen apedrear y matar directamente, como en el caso de Esteban, Santiago, el hijo de Zebedeo y Santiago, el hermano del Señor y, si no, denuncian y entregan para que sean los romanos quienes tomen las medidas.

            Es entonces cuando Juan el Cohen, el discípulo amado, pensando sobre todo en la seguridad de la madre de Jesús, que sería codiciada presa para los enemigos del cristianismo, decide trasladarse a Éfeso -en algún momento, incluso, tendrá que refugiarse en la isla de Patmos-.

            Allí, prontamente, ante su predicación y testimonio, comienzan a formarse núcleos de cristianos para los cuales refunde, rehace y reedita su evangelio. El relato de Juan es independiente del de los otros evangelistas y obedece antes que nada a los recuerdos del discípulo amado y a su alta preparación sacerdotal y teológica, a la vez que a las conversaciones privadas, algo más elevadas que la enseñanza pública de Jesús al pueblo sencillo que aquellos evangelios nos han transmitido.

            Las comunidades johánicas o juánicas se extienden sobre todo en el ámbito del Asia Menor. Las siete ciudades mencionadas al comienzo del Apocalipsis -Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, Laodicea- bien pueden darnos una idea de su radio de acción.

            Mientras tanto los llamados 'hermanos del Señor' crean sus propias comunidades, sobre todo en Galilea, ya que de Jerusalén son expulsados prontamente y de allí desaparecen, al menos a partir de la caída de la ciudad en los años 70. Pedro, por su parte, extiende su acción hacia Antioquía y Chipre. Finalmente, llegará a Roma. De los otros discípulos llamados los doce pocas noticias tenemos. Habrá Iglesias de Egipto, Persia y hasta la India que más adelante reivindiquen haber sido fundadas por ellos.

            Tampoco las mujeres en aquellos comienzos eran ajenas a esta acción. Es indudable que, amén del papel protagónico que algunas cumplieron en las comunidades de varones, como María, la madre de Jesús, otras se cortaron solas como Marta o María Magdalena, fundando sus propias iglesias.

            Pero también aparece otro personaje, ajeno a todos estos que de alguna manera habían conocido a Jesús: Saulo, romanizado Pablo, que de origen fariseo e ideología rabínica apocalíptica, impactado por su encuentro personal con el Resucitado camino a Damasco, aún cuando se vincula de inmediato con cristiandades ya fundadas por Pedro, toma vuelo propio y él mismo, al comienzo con gran desconfianza de los petrinos y los hermanos de Jesús, empieza a formar comunidades cristianas independientes.

            Todas estas comunidades, algo anárquicas, se unían en una misma fe en el Señor Resucitado y vivencia del Espíritu. Pero a medida que los primeros apóstoles las van dejando instaladas o, después de la muerte de estos, se van estructurando naturalmente, a la manera judía, por medio de autoridades. Las iglesias petrinas serán dirigidas por el grupo de los más ancianos, -los presbíteros, en griego-. Probablemente ellos mismos habrán sido los que presidirían los encuentros eucarísticos. Pablo, él también judío, utiliza una estructura similar, con la diferencia de que, para garantizar la unidad y el orden de sus comunidades, nombra a inspectores encargados en diversas zonas de vigilar su funcionamiento. Inspector en griego se dice episcopos, de allí provendrá nuestro término obispo. En todas estas comunidades los o las que se dedicaban especialmente a los problemas económicos y al servicio de los más pobres y necesitados así eran llamados, 'servidores', o 'ministros', 'diáconos' en griego. Así, poco a poco, se va estructurando la jerarquía que aún en nuestros días conservamos: obispos, presbíteros, diáconos.

De la evolución de las comunidades de mujeres poco sabemos. Es probable que pronto tuvieran que integrarse con las de varones. Si bien es cierto que en el imperio romano existían cofradías de diverso tipo exclusivamente femeninas no era fácil que pudieran subsistir, en esta época del dominio del varón sobre la mujer, sin el apoyo de aquellos. La libertad que había traído Cristo y su actitud y prédica respecto a la igual dignidad de los sexos no alcanzaba para enfrentar la presión del ambiente, de tal manera que salvo grupos que finalmente se transformaron en sectarios, como era natural, las mujeres se integraron con los varones en iglesias mixtas. Y eso es lo que ya refleja la redacción de nuestros evangelios cuando esfuminan el papel de Marta o María Magdalena o las demás mujeres.

Los grupos galileos, como dijimos, se aunaron, en cambio, alrededor de los descendientes de los parientes de Jesús en una especie de califato hereditario. Estas comunidades, demasiado apegadas a las costumbres judías, nunca terminaron de integrarse al resto de las Iglesias y, por eso, finalmente, hacia el siglo IV desaparecieron del mapa.

Quedaban pues, como grandes comunidades, las iglesias petrinas, las paulinas y finalmente las joánicas, con relaciones a veces conflictivas entre ellas.

En realidad las petrinas y paulinas pronto se pusieron de acuerdo. Probablemente ya en vida de Pedro y Pablo. Hay un relato en los Hechos de los Apóstoles, al menos, que muestra cómo finalmente Pablo viaja a Jerusalén para buscar legitimidad o al menos conciliarse con la iglesia de Pedro y aún de Santiago, hermano del Señor, lo cual, entre otras cosas, consigue organizando en sus iglesias una gran colecta para la comunidad jerosolimitana. Sin duda que esta contribución habrá contribuido a ablandar la intransigencia de esos apóstoles. Pero quien lea las cartas de San Pablo verá que muchas veces debe reivindicar enérgicamente su autoridad de apóstol frente al monopolio que querían mantener los llamados doce.

Juan, el discípulo amado, que jamás ha formado parte de éstos, se cuida muy bien en todo su evangelio de utilizar la palabra 'apóstol', y ni siquiera el término 'iglesia', que ni una sola vez surge en sus escritos. A todos llama 'discípulos' y a los doce hace referencia solo una vez (6, 67.70.71) en un pasaje propetrino de la última redacción del evangelio, sin hacerlos quedar, por otra parte, especialmente bien, ya que entre los doce acentúa la presencia del que llama 'un demonio', Judas, el que lo entregó.

No: Juan no es amigo de jerarquías ni de autoridad, "Vds. deben lavarse los pies unos a otros", recuerda que Jesús ha dicho en la última cena. Ni siquiera es amigo de ritos y sacramentos formales y vacíos, como lo demuestra su silencio respecto a la institución de la eucaristía. Juan cree en una comunidad de iguales, de discípulos, unidos por el amor "este es mi mandamiento, ámense los unos a los otros como yo los he amado" y en donde la unidad la producía antes que nada el espíritu de Cristo que iluminaba a todos y cada uno de los fieles: "El Paráclito, el Espíritu Santo les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho". No habla ni de autoridades, ni de magisterio, ni de obispos, ni de iglesia institucional, ni de muchas más reglamentaciones que las del 'gran mandamiento'. Más aún: casi centenario, cercano a la muerte, cuenta la tradición que, dejando de lado todo discurso teológico, repetía una y otra vez a todos los que querían escucharle: "hijitos, amaos los unos a los otros". Es lo único que sabía decir.

Pero el discípulo amado finalmente muere. Y, en realidad, aunque él afirmara que todos eran discípulos y la adhesión personal a Cristo y el Espíritu eran capaces de dictar a cada uno las decisiones éticas y doctrinales por las cuales es necesario tantas veces optar en el vivir cristiano, de hecho la gran autoridad era él. Juan el Cohen, el anciano, el discípulo amado, el testigo por excelencia, era quien, cuando había algo importante que elucidar o decisión que tomar, indefectiblemente era consultado para solventar el problema. Sin él quererlo quizá, fuera de formas institucionales, ni de códigos, las iglesias joánicas funcionaron unidas y sin disensiones mientras él vivió, gracias a la cohesión que él les prestaba. Su muerte, aunque tardía, produjo un vacío terrible. Sin autoridades, sin puntos de referencia, sin rituales, ni siquiera el 'Padre nuestro' que Juan no trae, solo con su elevado evangelio pasible de tantas y diversas interpretaciones, las comunidades de Juan estaban destinadas a disgregarse y desaparecer.

La anarquía, la utopía de una sociedad sin orden y sin dirigencia, es inviable aún entre cristianos guiados por la impar figura de Jesús e informados por la gracia del Espíritu. Tanto menos viable en las sociedades civiles pretendidamente organizadas en torno a la pura libertad o a la democracia o a los declamados derechos humanos. Sin verdadera autoridad, orden, justicia y represión del delito -ya lo decía Platón-, no se llega sino al caos, y a su desemboque natural, la tiranía.

Y el mismo Platón afirmaba, "mejor que haya algún tipo de autoridad, aunque no sea del todo buena, que el que no haya ninguna" y, por eso, su maestro Sócrates bebe obedientemente la cicuta que le imponen autoridades que no valen nada. Que es lo que en última instancia nos hace soportable a Cavallo y sus desplantes. Antes de ayer, en mi día de salida, andando a caballo -con 'b' larga- cerca de Arrecifes me encontré con un paisano mal montado y algo ignorante que cuando yo le dije que en Octubre habría nuevas elecciones me comentó "Pues yo, con la falta de autoridá y los ladrones que hay por todas partes, voy a votar pa que güelvan los milicos".

Pero tornando a nuestro evangelio, las tres cartas llamadas de San Juan y aún el Apocalipsis, originados en el mismo medio, nos muestran el deterioro y las divisiones que comenzaron a resquebrajar las comunidades joáneas a la vejez y muerte del discípulo amado. La situación amenazaba con volverse ingobernable y muchos cristianos clarividentes de esas comunidades fundadas por él y hasta entonces tan celosas de su independencia vieron como solución, plegarse finalmente a las autoridades de las iglesias petrinas y paulinas. Eso dio sin duda lugar a muchas tratativas. El discípulo amado había metido muy hondo en sus cristianos que todos eran igualmente discípulos de Jesús y en todos estaba el espíritu santo y que el amor divino, la caridad, el ágape de Dios -no el rito ni la doctrina ni los jerarcas-, eran últimamente lo verdaderamente cristiano.

Así pues, si ellos tenían que plegarse, la Iglesia petrina debía aceptar también esto con toda claridad y dejarlo por escrito. Este capítulo 21 que acabamos de leer hoy es una especie de apéndice, colofón, al evangelio de Juan que, si Vds. lo leen en sus casas, ha terminado ya en el capítulo veinte. Se trata probablemente de este acta de conciliación. El acta fundadora de nuestra iglesia actual. Si bien es cierto que es Pedro quien toma iniciativas, la Iglesia, solo siguiendo a Cristo su labor se hace eficaz. Sin Él la pesca es finalmente estéril, vana. "Muchachos, tenéis algo de comer", no, sin él nada hay de comer. Sin Cristo no hay salvación ni dentro ni fuera del cristianismo. Solo bajo sus órdenes concretas es posible la pesca. Y es Jesús vivo quien enciende la fogata, el fuego del espíritu, del amor que hace alimento sobrenatural, eucaristía, a lo que los discípulos le ofrecen. Queda claro: no hay Espíritu, no hay Paráclito, sin Jesús, sin la palabra clara de Dios, sin la procesión del Padre y del Hijo. Pedro, el magisterio, la autoridad, son necesarios, pero siempre subordinados a la presencia viviente del Señor Resucitado.

Hasta ahí las iglesias joánica y petrina se van haciendo concesiones mutuas. Pero ahora viene el apriete de los seguidores del discípulo amado. 'Simón -ni siquiera le dice Pedro-, Obispo, Papa, presbítero', "me amas más que éstos..., me amas más que estos..., me quieres más que estos..." (Tres veces ¡por Dios! tienen que agachar la cabeza los petrinos.) ¡Recién allí serás capaz de guiar legítimamente a mis ovejas, tener sede en Roma, cátedra en mi catedral, púlpito en mi parroquia...! Y todavía, al final, deben soportar una última humillación, la postrera frase de Jesús dirigida a Simón: "Sígueme".

Todo lo de la autoridad y lo de Pedro lo admitimos, dicen, pues, los seguidores de Juan, pero sin caridad, sin amor, sin contacto vivo con Cristo, sin Espíritu, aunque la llamen iglesia -término que aún en este capítulo (en el fondo capitulación) tampoco aquí admiten usar: solo el de 'seguidores', 'ovejas de Jesús'....-, sin verdadero amor, la Iglesia, Pedro, el Papa, los obispos, los curas, la verdad, nosotros los cristianos, no servimos para nada ...

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