2002 - Ciclo A
3º domingo de pascua
(GEP 14-04-02)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN
Hoy vale la pena especialmente llevarse las hojitas de las lecturas de este domingo tercero de Pascua. Son tres fragmentos conmovedores que expresan elocuentemente el clima que vivían las primeras generaciones cristianas en torno al acontecimiento contundente y omnipresente de la Resurrección, indiscutible presupuesto de todos los evangelios, del nuevo testamento y de la predicación de la Iglesia.
Echen una ojeada a la segunda lectura, la llamada primera carta de San Pedro (1 Pe 1,17-21). Estuvo de moda, recientemente, entre los escrituristas -por influjo protestante-, poner en duda la autoría de Pedro en su redacción. Se afirmaba, entre otras cosas, que su lenguaje, su griego, era demasiado elevado como para que hubiera podido usarlo el aparentemente rudo apóstol pescador, o que si hubiera sido de Pedro apuntaría mayores detalles que los que trae sobre la vida terrena de Cristo, o que no aparecían consideraciones personales respecto a sus destinatarios como lo hacen otras epístolas, u otros argumentos que pueden Vds. encontrar en cualquier introducción bíblica. Lo cierto es que, en los últimos años, los exégetas están de vuelta. Ya la traducción ecuménica francesa de la Biblia, la famosa TOB, en su última edición del año 97, apenas duda de la autenticidad petrina de la epístola. La figura de rudo pescador de Pedro ha sido bastante matizada por los descubrimientos respecto a la cultura que tenían en aquel tiempo los pequeños empresarios pesqueros de Galilea; y la discutible no referencia excesiva de Pedro al Jesús de antes de la Pascua se debe simplemente a que el que ahora esta vivo y hay que hacer conocer es al Señor Resucitado, el glorificado, "el predestinado antes de la creación del mundo" (v 20), no al Jesús de antes.
Por otra parte se trata de una carta oficial, una "circular" que, con toda probabilidad, manda Pedro desde Roma hacia los años 68, antes de Nerón, a comunidades de Asia Menor que él no había fundado -verosímilmente iniciadas por Pablo o sus enviados-. De allí la falta de esa intimidad que hubiera reflejado si hubiera escrito -como lo hacía a veces Pablo- a gente conocida. De ahí, también, su tono puramente exhortativo y doctrinal: es una 'circular', una carta de enseñanzas que envía a iglesias que sabe están bajo su responsabilidad aunque no las conozca demasiado. En resumen que en esta epístola nos encontramos frente a la primera encíclica papal de la historia de la Iglesia -'encíclica' en griego quiere decir literalmente eso 'circular', 'redondo'- y nada menos que del único Papa -y, más que eso, apóstol, miembro de los doce- nombrado directamente por Cristo.
La Iglesia nos hace leer esta epístola en tiempo pascual, cuando recordamos nuestro bautismo, porque está primordialmente escrita por Pedro en vistas a estimular, a los cristianos a los cuales se dirige, a revivir su dignidad bautismal y tener presentes sus fines últimos, con el objeto de prepararlos para la persecución y dificultades que, cuando Pedro escribe, ya se veían venir sobre la Iglesia en el ambiente de la política romana.
Las otras dos lecturas -la de los Hechos de los apóstoles (2, 14.22-33) y la del evangelio-, como Vds. saben, pertenecen a un mismo autor, Lucas. Su primera obra, el evangelio, en su mayor parte, trata de la prehistoria de Cristo, es decir de su vida y enseñanza antes de su exaltación a la derecha del Padre. La segunda, la continuación, los Hechos de los apóstoles, en cambio, se refiere a la acción del Resucitado y su Espíritu en la Iglesia, en los últimos tiempos, ahora, en la etapa definitiva de la historia, el tiempo de nosotros los cristianos.
En el fragmento de los Hechos que hemos escuchado volvemos a encontrarnos hoy con Pedro. En esa historia actual del Cristo viviente, resucitado, presente en su Iglesia, oímos a Simón dirigiendo por primera vez la palabra al pueblo, a la gente. Como correspondía, antes que a nadie, a los judíos. Es el año 33.
En la cuidadosa recopilación que Lucas hace del material que ha podido obtener de los primerísimos tiempos de la Iglesia exhuma, pues, la primera homilía cristiana de la historia y nada menos que de Pedro. La tienen ahí, casi completa en la hojita de este domingo. Es emocionante saber que nos hallamos aquí con la primera de las millones de predicaciones -incluida ésta que estoy pronunciando- que, proclamando a Cristo, han resonado y siguen resonando por el mundo de labios de tantos anunciadores del evangelio.
Pronunciada casi cuarenta años antes de escribir su primera encíclica refleja sin embargo su mismo y principal mensaje: el de la Resurrección del Señor, la comunicación del Espíritu de Dios, y la amonestación a que nos convirtamos y encontremos con ese Jesús y ese su Espíritu para vivir de Él.
Recogido el discurso de Pedro por Lucas tanto tiempo después, es probable que no se trate de una versión taquigráfica ni exacta, pero es apasionante encontrar allí el núcleo del anuncio alrededor del cual luego se escribieron todos los libros del nuevo testamento -incluso los evangelios- y sobre el cual se edificó absolutamente todo lo que la iglesia ha enseñado y vivido en sus dos mil años de existencia. No hay ninguna predicación, ningún escrito, ningún libro, ninguna obra de arte, de música ni santidad ni heroísmos cristianos que de alguna manera no tengan su origen y raíz en este primer discurso de Pedro: el anuncio de la exaltación del Cristo crucificado y de su poder dar el Espíritu divino, la gracia, a los hombres, transformándolos y destinándolos a la vida eterna. Todo lo demás es y serán añadiduras.
Hay que pensar que aún las palabras de Jesús, recopiladas y ordenadas mucho más tarde, cuando la Iglesia comenzó a interesarse por su vida terrena, adquieren toda su densidad e importancia a partir y desde este discurso y testimonio postpascual de Pedro y no al revés. (Como ya lo hemos dicho alguna vez, sin la Pascua los dichos terrenos, prepascuales, de Jesús -si se pudieran reconstruir exactamente- no habrían pasado de ser, aunque geniales e inspirados, tan, tan distintos a los de algunos rabinos de su época o -al menos como género- a los de Confucio, Sócrates o Buda.)
En realidad el mismo relato del evangelio de hoy ya vive en el clima, no solo posterior a la Pascua, sino a Pentecostés, el de la vida de la Iglesia. La preciosísima narración elaborada magistralmente por Lucas en base a lejanos recuerdos del desencadenante acontecimiento de la Resurrección ya apunta a la etapa definitiva de la historia de la humanidad que estamos viviendo: la del existir de la Iglesia presidida por la presencia viviente del Cristo resucitado. Ese Cristo que, como ya pertenece a la dimensión densa y definitiva hacia la cual nos encaminamos más allá de este mundo, solo puede experimentarse -aunque realmente presente- en la fe: se lo reconoce y no se lo reconoce, se lo ve y desaparece, nos ilumina, nos abandona a la oscuridad... No lo poseemos aún del todo: solamente en fe, esperanza y caridad.
Adrede, un episodio tan importante como éste, entre los relatos de resurrección, queda prácticamente en el anonimato: no es protagonizado por ninguno de los apóstoles conocidos, de los doce... Se menciona, es verdad, a un tal Cleofás, pero no tenemos idea de quien sea, y si era o no un personaje más o menos notorio para Lucas. Ni siquiera se trata de un nombre judío (Cleofás es, en griego, el masculino de Cleopatra). Sería pues, en la intención de Lucas, casi como la personificación del discípulo, del cristiano de todos los tiempos. El cristiano que ha de experimentar a Jesús en la Escritura, en el encuentro con El en la oración, en nuestras largas oscuridades y desalientos y en nuestras cortas exaltaciones, cuando nos parece que entendemos, que lo vemos, que lo tocamos pero, siempre, de pronto, desaparece...
Cleofás y su amigo son el cristiano que reconoce a Jesús más que nada en el actuar, en el camino. (Vds. habrán notado la cantidad de veces que apareció esta palabra 'camino' en nuestra lectura). A propósito Lucas dice que Jesús los alcanza 'en el camino'-así llamaban a la Iglesia los primeros cristianos: el camino-. (El 'camino de la vida' como dice el salmo interleccionar -Sal 15- que cita el mismo Pedro.) No solo en los libros, no en el estudio, no solamente en el catecismo o la teología: sobre todo en el actuar y vivir cristiano. Es imposible entender a Cristo sin ponerse a caminar junto a él o, mejor, sin que él camine junto a nosotros, sin vivir en serio nuestro cristianismo. Tarde o temprano, si no vivimos como cristianos, terminamos por apagar la fe. "El que no es capaz de vivir como piensa; termina pensando como vive". Tampoco se puede llevar a nadie a Cristo con puros discursos, blablás y argumentos, si no se vive como Él, si no caminamos con El.
Y, finalmente, el momento cumbre del encuentro con el Señor en esta tierra: la fracción del pan, la Eucaristía.
El relato de hoy puede entenderse como una Misa: 'liturgia de la palabra' -Jesús explicando la escritura-, 'liturgia de la eucaristía' -Jesús partiendo el Pan-, pero sobre todo, 'liturgia de la vida cristiana', alimentada por esa palabra de Dios y por su pan, en la presencia realísima del Resucitado caminando siempre junto a nosotros.
Y todo, finalmente, en la Santa Iglesia Católica. Porque no es tampoco ajeno a la intención de Lucas que al final, los que cuentan su experiencia son ciertamente los protagonistas del encuentro de Emaús, pero el verdadero anuncio y confirmación de la Resurrección es, no su experiencia subjetiva, sino el anuncio autorizado y objetivo de Pedro. En efecto, cuando ellos llegan ansiosos con su revelación personal, la Iglesia -"los Once y los que estaban reunidos con ellos (v 13)"- es Ella la que confirma su fe diciéndoles: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón (v 34)." No tus opiniones, tus vivencias personales, tus sentires, sino lo que, desde siempre, proclama la Iglesia de Jesús, la Iglesia de Pedro.