Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2003- Ciclo B

3º domingo de pascua
(GEP 04/05/03)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     24, 35-48
Los discípulos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes» Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto»

SERMÓN

         El domingo pasado, con el cual se cerraba la octava de Pascua, en los tres ciclos anuales, A, B y C, que, generalmente, van alternando las lecturas dominicales, se leía un mismo evangelio, el de Tomás el mellizo, en antiquísima tradición que se remontaba a la época en que todos los bautismos se hacían la noche de Pascua y, entonces, era importante, cerrada la octava, hablar sobre la fe a los nuevos bautizados. Este domingo tercero, las lecturas de los tres ciclos son diferentes. Sin embargo, siguiendo con la instrucción a los nuevos bautizados, la Iglesia, después de haber instruido a sus fieles en el bautismo y en la fe, nos quiere hablar de la Eucaristía, del privilegiado encuentro con el Señor Resucitado que cada domingo convoca a los cristianos a reunirse en torno de la mesa de la Palabra y del Pan.

            Al respecto, el más explícito de los evangelios se lee en el ciclo A, el del año pasado. Es el famoso pasaje de San Lucas del encuentro de los discípulos camino a Emaús con el Señor. La explicación que éste les da, mientras andan, de las Escrituras, y cómo, ya en la posada, lo reconocen al partir el pan. Sin duda el relato de Lucas de esa escena sigue adrede los pasos de la Misa: liturgia de la palabra; liturgia de la Eucaristía.

            En realidad es el mismo esquema de la lectura de hoy. El trozo que hemos leído, continúa, en el mismo Lucas, al de Emaús. Allí están, a su comienzo, los protagonistas de aquel encuentro, contando su experiencia a los demás discípulos. Todo sigue sucediendo en el mismo domingo.

            Es bueno recordarlo: todas las apariciones del Señor se dan en domingo, también Pentecostés. De hecho, por eso, desde muy temprano, al que era llamado 'día del sol' entre los latinos -aún 'sunday', 'sontag'-, entre los judíos 'el primer día de la semana' -semana viene de 'septi-mana' o 'siete mañanas'- a ese primero de los siete, se lo llamó 'el día del Señor'. Literalmente, el día señorial; en latín 'dominicus dies', de 'Dominus', 'Señor'. Perdió con el tiempo el substantivo 'día', y quedó, solo el adjetivo, 'señorial', 'dominicus', finalmente 'domingo' en castellano.

            Los 'Hechos de los apóstoles' y las epístolas de San Pablo atestiguan que los cristianos de la generación apostólica se reunían ese día, el primero de la semana, para celebrar la Eucaristía.

            Una recopilación de escritos y costumbres cristianas de principios del siglo II, llamada la Didajé, recogía: "El día del Señor, después de haber confesado vuestros pecados, reconciliado los unos con los otros y escuchado la palabra de Dios, reuníos para la fracción del pan y la Eucaristía".

            En el año 112, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, tiene que investigar las acusaciones a una supuesta organización subversiva elevadas al emperador Trajano. En su informe, entre otras cosas, le escribe que, a su parecer, no eran subversivos, "son simplemente unos infelices -dice- "cuya falta toda o error se limita a reunirse un día fijo, el día del sol, antes del alba, para cantar entre ellos un canto a Cristo como a un dios". Es uno de los primeros testimonios paganos que se conservan de la existencia de los cristianos.

            San Justino, escribe, cincuenta años más tarde: "El día que se llama el día del sol, todos los nuestros que viven en la ciudad o en los campos se reúnen en un mismo lugar. Se leen las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas... etc.  Nos reunimos, todos, el día del sol, porque es el primer día, el día en que Dios sacando de las tinieblas la materia, creó el mundo, y en que -este mismo día- Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de los muertos." ¿Ven?, desde los comienzos una de las principales características de los cristianos es reunirse el domingo, el día del Señor. Como si, sin eso, no hubiera verdadero cristianismo.

            Que ya hacia el siglo III había cristianos perezosos que olvidaban esta obligación lo demuestra la Didascalia de los Apóstoles, escrito de esa época, que declara. "No pongáis vuestros asuntos temporales por encima de la palabra de Dios, sino abandonad todo en el día del Señor y corred con diligencia a vuestras iglesias. En eso está vuestra alabanza para con Él. ¿Qué excusa tendrán los hijos de Dios que no se reúnen el día del Señor para oír la palabra de vida y alimentarse con el alimento divino que permanece para siempre?" Es verdad que esos cristianos algo más de excusa que nosotros podían tener, ya que recién en el siglo IV el emperador Constantino, convertido al cristianismo, declara el día del sol, no laborable ....

            Amén de que, antes de él, todavía eran épocas en que yendo a Misa uno se jugaba la vida.

            En los comienzos de la sangrienta persecución de Diocleciano, el año 304, en Junio, fueron arrestados en Cartago, cerca de Túnez, 31 varones y 18 mujeres, por reunión ilícita. Los habían agarrado durante una Misa. Cuando fueron interrogados por el procónsul, Anulino, el sacerdote celebrante Saturnino le contestó: "Debemos celebrar el día del Señor. Es nuestra ley." Y el padre de familia en cuya casa se habían reunido para la celebración, dijo lo mismo: "Sí, se ha celebrado en mi casa el día del Señor. No podemos vivir sin celebrar el día del Señor". "Y vos, chiquita, ¿qué hacías ahí?" le preguntó el procónsul, a la hija menor, Victoria, de seis años. Y la mocosa, poniéndose en puntas de pie, le respondió "¡No soy chiquita, soy grande! Y estaba allí porque soy cristiana." Los decretos del emperador eran en ese entonces implacables: todos fueron martirizados. También la pequeña Victoria. ¡Pensar que había cristianos que preferían morir antes de faltar un domingo a Misa!

            Pero en fin, no hay que lamentarse, todavía los hay: en China, en algunos países musulmanes. Como los hubo hasta no hace mucho en la Unión Soviética, o en la guerra civil española, o en México, durante la resistencia cristera, o en Francia, durante la revolución francesa ...

            Así, pues, que la vivencia de la Resurrección del Señor era, desde el inicio especialmente fuerte los domingos, los días 'señoriales', lo demuestra el que tantas de las apariciones de Cristo nos han llegado como marcadas por la liturgia eucarística.

            También decíamos, en nuestro pasaje de hoy, aunque se note algo menos que en el relato de Emaús. Pero noten Vds. el ambiente de temor que, por diversos motivos, siempre se describe, al principio, en esas escenas. Ciertamente uno de ellos el común denominador de estar reunidos ilegalmente. Y la repentina alegría que trae la paz de la presencia de Cristo. Ese "la paz esté con vosotros" que, pronto, se derrama por la asamblea en la fuerza del Espíritu. Paz en la alegría y fortaleza interior; paz del perdón de los pecados; paz de la reconciliación con los hermanos. Mucho que ver con "La paz del Señor esté siempre con vosotros" de nuestras Misas. Pero, lamentablemente, la mayoría de las veces, poco que ver, con el litúrgico "Dense fraternalmente la paz" trocado en algunas celebraciones por jolgorio de abrazos y palmoteos y cuasi risas -"el pequeño recreo de antes de la comunión" lo llamaba un colega-. El auténtico darse la paz, la Iglesia siempre lo entendió y lo sigue entendiendo como un sacramental, un momento solemne, de verdadera serenidad y paz, de comunión fraterna y cristiana en la fe, que, cuanto mucho, se expresa ritualmente con un gesto serio y solo con los asistentes que están a la derecha y a la izquierda de cada uno. Yo, salvo días muy especiales, como no es obligatorio, prefiero omitirlo antes que inducir a romper el clima de lo sagrado, o que se transforme en una expresión meramente social e incluso hipócrita, sin mayores consecuencias tan pronto se traspasan los umbrales de la Iglesia.

            En este pasaje, como en el de Emaús, otra vez se hace referencia al tema de la liturgia de la Palabra. Jesús "abrió la inteligencia a sus discípulos -escribe Lucas- para que pudieran comprender las Escrituras." Otra proclamación de la Palabra e iluminación del Espíritu.

            Pero, del mismo modo aparece, en esta parte leída hoy, la liturgia de la Eucaristía, en el símbolo del pescado, del comer. Evidentemente, como en Emaús, los discípulos, cuando llega Jesús, están sentados a la mesa. Y ya sabemos que el pez -porque su nombre en griego eran las iniciales, el anagrama, del título "Jesús el Cristo, el Hijo de Dios"- se usaba, en esas difíciles épocas, de contraseña secreta para identificarse los cristianos.

            Así, pues, en nuestro evangelio de hoy, el esquema de una Misa. El centro y la celebración por antonomasia del día señorial.

            Pero es verdad que Lucas, asimismo, aprovecha el relato más allá de sus reminiscencias litúrgicas, para insistir en el realismo pleno de la Resurrección.

            La nueva gloria del Señor Resucitado, su condición, precisamente, 'señorial', su aparecerse desde la Gloria, podían hacer olvidar que este Resucitado había sido el mismísimo Jesús cercano y cotidiano que había estado con ellos comiendo y bebiendo, y compartiendo fatigas y sufriendo por los caminos palestinos. El príncipe mendigo, ahora finalmente elevado y reconocido como Rey, al cual resulta difícil y embarazoso acercarse. No: Jesús sigue siendo el Verbo encarnado, el Dios verdaderamente hecho hombre, que, ahora, desde su gloria, aunque 'Dios y Señor' -como le dijo el domingo pasado el Mellizo- quiere seguir siendo nuestro maestro, nuestro hermano, y compartir nuestra mesa de la Eucaristía, antes de que podamos compartir su definitivo banquete.

            "Soy yo mismo". El mundo griego, el mundo romano, para el cual escribe Lucas, era renuente a aceptar que la inmortalidad la pudieran poseer los individuos, las personas. Los que pensaban en la inmortalidad, la pensaban solo para algo que en el hombre habría de espiritual -para un fantasma, para un espíritu- pero que pronto se desvanecería en el todo, a la manera de los budistas o los hindúes, perdiendo definitivamente su nombre. No: la Resurrección de Cristo es de toda la persona, como será la nuestra. "Soy yo mismo" nos diremos, cuando despertemos en la gloria, pellizcándonos para sentir que somos de verdad, cada cual, cada uno, con su nombre y apellido, por más transformados y gloriosos que estaremos.

            No se trata de inmortalidad y, menos ,de un espíritu, se trata de gloriosa Resurrección, de todo lo que somos, aún de nuestro mundo, 'los nuevos cielos y nueva tierra', que aún sufren dolores de parto, pero que también ellos comienzan a transformarse. Se transforman en contacto con nuestra fe, cuando nuestras acciones y nuestros bienes, nuestras profesiones, nuestro trabajo y nuestras riquezas, se hacen instrumentos de caridad a Dios y a los hermanos. Se transforman en contacto, sobre todo, con el poder de Cristo, en el prodigio del espacio -de la materia- transformado del pan, ya convertido en espacio y materia del mundo definitivo; y también en este tiempo del domingo, el día Señorial, el primer día de la semana, el octavo día, como le llamaban otros cristianos, ya tiempo preñado de eternidad, -y como dice Lucas- de verdadera paz, de cristiana alegría.  

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