Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005 - Ciclo A

3º domingo de pascua
(GEP 10/04/05)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.

SERMÓN


   Arrasada por la barbarie musulmana durante siglos, el emplazamiento de Emaús era prácticamente desconocido, hasta los asombrosos descubrimientos arqueológicos de la primera mitad del siglo pasado. Tres lugares en Palestina se disputaban el emplazamiento de Emaús, validos de diferencias en la distancia desde Jerusalén que apuntan los viejos manuscritos del evangelio de Lucas. Pero, gracias a las mencionadas evidencias arqueológicas, hoy en día, tanto la crítica bíblica como la arqueología están de acuerdo en ubicar la aldea no a diez kilómetros al este de Jerusalén -sesenta estadios-, como trae la mayoría de los manuscritos occidentales, -y traduce la versión que hemos leído- sino a veintitrés kilómetros, -ciento sesenta estadios-, como apuntan algunos códices muy antiguos. Los veintitrés kilómetros parecían demasiada distancia para recorrerla ida y vuelta en un solo día y, especialmente, el regreso nocturno. Pero, en realidad, el texto griego no dice que los discípulos habrían regresado esa misma noche -lo cual parecería imposible dadas las costumbres de la época- sino más bien temprano, al día siguiente.

            De todos modos lo definitivamente convincente para la localización actual son las evidencias arqueológicas. Se refieren a Amwás que, en árabe, corresponde fonéticamente al antiguo Emaús hebreo. Ciudad poco conocida, pero ya mencionada en la época de los macabeos. Sitio de una famosa batalla, donde Judas Macabeo, en el 166 AC , infligió una severa derrota a las tropas sirias de los seléucidas de Antíoco IV, lideradas por el general Gorgias.

            Comprendiendo, a costa de esta derrota, el valor estratégico del lugar, el gobernador de Siria levantará en Emaús una fortaleza que, junto a la de Jericó, sería, supuestamente, una cerradura perfecta para quienes intentaran invadir Palestina tanto por el Oeste como por el Este. De hecho esta estrategia no servirá de nada frente a la habilidad de los romanos en su conquista de Siria y, luego, de Israel. La dejarán atrás y, en el 63 AC , entrarán sin problemas en Jerusalén.

            Hasta allí Emaús había permanecido indemne, pero, poco después -por haberse demorado en el pago de algunos impuestos- sus habitantes fueron deportados en masa y vendidos como esclavos. La ciudad, lógicamente, decayó. Se transformó, con sus casas vacías, en refugio de traficantes, contrabandistas y bandidos, hasta que, una de sus facciones habiendo asaltado un convoy romano, el legado romano Varo, de triste memoria, decidió tomarla, en el año 4 después de Cristo y arrasarla hasta el suelo. Poco quedó de Emaús. Solo vivía de la guarnición romana que había quedado acampada en los alrededores. Algunas casas fueron reconstruidas modestamente.

            Es en ese lugar en ruinas y desolado donde hoy el Señor celebra su primera Misa después de resucitado. El relato de nuestro evangelio es precisamente importante por ello: no se trata simplemente de una aparición más del Resucitado, sino de la primera Eucaristía que se realiza luego de la Pascua , tal como, básicamente, aún la celebramos nosotros.

            Y que la importancia de este acontecimiento la entendieron bien las primeras generaciones cristianas lo demuestra lo que ha resultado extraordinario para los arqueólogos contemporáneos: el que, hacia la segunda mitad del siglo primero, en medio de esa aldea desolada, se encuentren vestigios de que -en el lugar que la tradición señala como la del encuentro de Jesús comiendo con los dos discípulos- aparezcan edificaciones superpuestas cada vez más grandes y elaboradas. Y eso a pesar de la clandestinidad de los cristianos y las persecuciones de los judíos. No se trata todavía de templo. No podían entonces edificarse en ningún lugar del imperio. Los cristianos solían reunirse, para la eucaristía, en mansiones de gente pudiente, donde había capacidad para juntar una cierta cantidad de adeptos sin llamar la atención de las autoridades. Eran casas privadas. Pero, en Emaús, la última de estas mansiones, al comienzo del siglo III, ya no oculta su condición cristiana. Por otro lado superaba ampliamente las necesidades de los posibles particulares que habitaban la, de por sí, poco próspera aldea. Dicha primitiva iglesia constaba de dos pabellones unidos por un inmenso patio pavimentado con figuras alegóricas.

            Pero lo cierto es que la persecución judía y romana, durante los tres siglos anteriores a Constantino no fue ni constante ni universal. Hubo emperadores más anticristianos que otros. Y aún cuando fueran furiosamente anticatólicos, no siempre los gobernadores lejanos a la capital aplicaban sus edictos con el mismo rigor. La cuestión es que, durante el reinado de Heliogábalo, en un interregno de la dinastía de los Severo, del 218 al 224, el cristianismo tuvo un gran respiro. Especialmente en Palestina donde, curiosamente, y precisamente en Emaús, fija su residencia uno de los primeros historiadores de la Iglesia , el erudito Julio Africano, que era también un gran arquitecto.

            Sexto Julio Africano había nacido en Aelia Capitolina, nombre con el cual, después de su destrucción, había sido rebautizada Jerusalén. Oficial imperial con Septimio Severo -predecesor de Heliogábalo-, se había encargado Julio de organizar los libros y rollos manuscritos del Panteón de Roma. Había estudiado en la famosa biblioteca de Alejandría y sido compañero de Orígenes, uno de los primeros grandes teólogos cristianos. No se sabe por qué recaló en Emaús; pero sí sabemos que, en el 220, encabezó una delegación de Emaús a Roma pidiendo para la ciudad el privilegio de la ciudadanía romana. Habiendo tenido éxito en su misión, regresó a Emaús y allí edificó, sorprendentemente, la primera gran basílica de la cristiandad. ¡Antes de Jerusalén, antes de Roma! Piénsese que aún estamos en tiempos paganos anteriores a la conversión del Imperio al cristianismo y siendo ésta religión prohibida. Empero se edifica allí un templo enorme: tres naves, cuarenta y siete metros de largo, veinticinco de ancho, el ábside excavado en la roca y utilizando para la nave principal el mosaico de la casa romana que hemos mencionado más arriba. En realidad hasta 1932, cuando se hacen las excavaciones, no había ningún precedente en el mundo de un templo cristiano anterior al siglo IV de estas características.

            Pero los escritos de la época son claros. La basílica se edifica en el mismísimo lugar donde Cristo resucitado celebra su primera Eucaristía. Agreguemos, para ilustración de Vds., que esa basílica enorme fue varias veces destruida. Primero, por los samaritanos; luego, por los persas. Arrasada por los musulmanes y modestamente reconstruida por los cruzados al reconquistar esas nuestras tierras, fue definitivamente suprimida y transformada en mezquita en el siglo XIII, cuando la nueva usurpación islámica. Todavía en pie en 1834, fue bombardeada en una pelea entre musulmanes. Las piedras las usaron los vecinos para arreglar sus casas y, lo poco que quedó, fue finalmente comprado por una noble francesa que la cedió a las carmelitas de Belén, cuyos capellanes pudieron, con el tiempo, restablecer la liturgia en el ábside del siglo III construido por Julio Africano: el mismísimo lugar donde se desarrolla la escena del evangelio de hoy.

            Porque, si Vds. han seguido con atención la lectura de este precioso evangelio, se habrán dado cuenta de que las Misas que continuamos celebrando en nuestros días, a pesar de todas sus transformaciones exteriores, están calcadas de aquella primera Misa dominical -'el primer día de la semana'- de Emaús.

            Primero, el acto penitencial, el lamento por el crimen cometido al matar a Jesús. Muerte que renovamos con cada uno de nuestros pecados. Luego, la escucha de la palabra de Dios que, poco a poco, nos va aclarando el sentido de la historia, de las promesas del antiguo testamento y de la muerte de Jesús, en un escuchar que nos va haciendo paulatinamente entender mejor todo, incluso a nosotros mismos, nuestros problemas y el sentido de nuestra existencia. Y, si escuchamos con atención y con fe, nos va inflamando el corazón y la mente para poder profesar cada vez más decididamente -como lo haremos enseguida- nuestro Credo. Porque, en la Liturgia de la Palabra de toda Misa, aunque no siempre lo reconozcamos, es el mismo Jesús quien nos habla y nos explica su doctrina, al menos en las lecturas, y cuando el sacerdote, en nombre del Obispo, sucesor de los apóstoles, predica adhiriéndose al evangelio y a su Señor.

            Finalmente, el 'reconocimiento' pleno, en la Liturgia de la Eucaristía ; en la repetición del gesto de Jesús de darse, en pan, en la Última Cena y, en sangre, en el altar de la Cruz. Reconocimiento que se transforma en comunión cuando, desde el fondo de nuestro pecho y a la presentación del sacerdote -"el Cuerpo de Cristo"- respondemos firmemente "¡Amén!". Y, si hemos comulgado en serio y Cristo ha, aparentemente, desaparecido, haciéndose uno con nosotros en nuestra interioridad, ello se trasuntará en entusiasmo de vida, que nos llevará a volver a Jerusalén a anunciar la Buena Noticia a nuestros hermanos, a pesar de nuestras vacilaciones, dudas, y miedos.

            Tampoco nosotros alcanzamos a ver claramente a Jesús y, sin embargo, en toda Misa, por más oculto que esté detrás de la figura del sacerdote, es Él quien celebra. El sacerdote, personaje secundario, actúa -dice la teología- 'in persona Christi', en la persona de Cristo. O, quizá, fuera mejor decir: es Jesús quien se hace presente en el humilde aspecto del celebrante. Por eso el sacerdote, cuando consagra, no dice: "Esto es el cuerpo de Cristo"; sino "Ésto es mi Cuerpo".

            Significativo también que los asistentes a esta primera sublime Misa de la Iglesia después de la Pascua , hayan sido dos personajes completamente desconocidos. El nombre de Cleofás no nos dice nada y el otro asistente permanece innominado. No son los apóstoles, los doce, los protagonistas de esta escena. Como para decirnos que la Misa vale no porque la celebren obispos o cardenales o lo que fuera, sino que siempre, aún en la más modesta de las capillas del más remoto lugar del mundo, en el más mínimo de los sacerdotes de esta tierra, lo que vale es el actuar del único Sacerdote, Cristo Nuestro Señor. Y la Misa es para todos los Cleofás y sus compañeros de camino que somos cualquiera de nosotros, en la dirección de nuestras sendas, en y hacia Emaús, en cualquier Eucaristía.

            No se trata hoy, pues, de una aparición más, de una confirmación de la Resurrección -eso es propio del testimonio autorizado de los Apóstoles-. Se trata de la Misa. El paradigma de todas las Misas. Tanto es así que nuestro pasaje finaliza no con el testimonio de la Resurrección que intentan dar Cleofás y su acompañante, -testimonio que pierde toda importancia por falta de entidad de los testigos-, sino con la exclamación, ella sí fidedigna, de los Once, de que Jesús se ha aparecido a Pedro, a Simón.

            Ernesto Renan, escritor, filólogo e historiador francés, muerto en 1892, autor de la famosa "Vida de Jesús" -un macaneo tipo Código da Vinci, aunque algo más serio-, que tanto mal hizo a nuestro abuelos y bisabuelos y en donde, a pesar de afirmar admirar su figura, niega la divinidad de Cristo, decía que este evangelio de Emaús era "uno de los relatos más finos y bellos que se hubieran escrito nunca en cualquier lengua". Y Jean Guitton, filósofo de nuestros días, poco antes de morir, en una entrevista a "La Croix" sostenía: "Si tuviera que elegir de los evangelios -y quizás de toda la literatura universal- la página que salvaría de una conflagración mundial, ella sería la de los discípulos de Emaús."

            A nosotros no nos interesa demasiado el aspecto literario del relato, aunque lo disfrutemos; ni, tampoco, lo que acabo de contar del lugar Emaús y de su arqueología. Nos interesa la fuerza apostólica, la piedad y la emoción que nos da no solo recordar tan vívidamente y con detalles tan precisos y humanos y hasta cotidianos lo que fue la primera Misa posterior a la Resurrección , sino el saber que todos los días podamos vivir exactamente lo que vivieron los discípulos de Emaús, cada vez que se celebra una Misa en cualquier lugar del mundo, como ahora lo estamos haciendo aquí. Para poder salir luego, con el corazón caldeado y entusiasta, a enfrentar cualquier dificultad; regresar mañana a los peligros de Jerusalén, y proclamar y vivir, donde sea, la Buena Noticia de Cristo, Nuestro Señor.

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