Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1971 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

A raíz del vigésimo cuarto congreso del Partido Comunista soviético, reunido recientemente, Brezhnev quedó como clara figura en el liderazgo de la Unión Soviética. Por ese motivo, aparecieron en los periódicos rusos artículos donde se defendía la oportunidad y necesidad de 'personalizar' el poder en determinados sujetos. Es decir, de no dejarlo difuso, anónimamente, en los engranajes partidarios. No sólo por la conveniencia de centralizarlo y hacerlo más eficiente, sino por lo que ello significa en cuanto a la responsabilidad y, por tanto, a la conciencia de deber que eso supone para quien lo detenta.

Cuando uno se siente, en una tarea cualquiera, parte de un engranaje que funciona a pesar de uno mismo -por las estructuras o por leyes mecánicas- pierde interés, no pone todo de sí en la cosa, permanece como ajeno a la marcha del todo. Sólo vuelca en la tarea el entusiasmo de sus energías creadores cuando su papel es protagónico, en parte decisivo, capaz de modificar positiva o negativamente el curso de las cosas. De allí que los jefes, que realmente deban ser jefes, no puedan -sino en desmedro de su eficacia- no ser realmente responsables de los puestos que ocupan, y no meras piezas en un juego que los supera.

Por otra parte, ésto de la personalización del poder es también válido para quienes deben ser guiados, para los subordinados. El hombre ha sido creado para vivir en una sociedad de personas, gobernadas, sí, por leyes, pero en la cual lo más importante son las relaciones personales existentes entre sus miembros.

La sociedad es, en grande, imagen de lo que es una familia. Así, nadie obedece a la idea abstracta de paternidad, o a tres o cuatro normas peladas de educación; se obedece a un padre concreto, con nombre y apellido, en quien son más importantes el cariño que sepa despertar y el ejemplo que dé, que todos sus consejos, órdenes y retos.

En la sociedad lo mismo. Nadie quiere formar parte de un inmenso mecanismo abstracto, regulado automáticamente por reglamentos, prescripciones y semáforos, emanados de un poder anónimo. Poca gente es capaz de seguir una ideología en el aire. La inmensa mayoría necesitamos seguir a un hombre, o a hombres que encarnen, aún de modo confuso, nuestras aspiraciones.

Un ejemple, quizá deformado de esta necesidad natural, lo tenemos entre nosotros, en nuestro país, donde una enorme multitud de ciudadanos sin ideas definidas y, muchas veces contrarias entre sí, no vacila en señalar a un hombre como su caudillo y líder.

Y vean cómo gran parte de las campañas políticas consisten en presentar, a través de diarios y revistas, la imagen personal de los candidatos: su vida de familia, sus anécdotas -si no existen, se inventan-. Los políticos saben bien cuánto cuentan en una elección la simpatía o atracción personal de los candidatos. Su figura tiene más peso que cualquier argumento lógico, social o económico.

El ser humano necesita del caudillo, del jefe en quien creer y confiar. El hombre ama personas, no ideas. Es muy difícil seguir una idea que no se encarne en alguien.

Y esto no está mal: es natural. Lo malo es cuando el caudillaje se pone al servicio del mal, del pandillaje, del terrorismo, o se usa para oprimir arbitrariamente la libertad. Por eso, es tan inconsistente un régimen bueno sin caudillos, como malo un caudillaje sin leyes ni moral. Quizás el gran defecto de nuestros países latinoamericanos sea que nos hemos ocupado demasiado de copiarnos unos a otros constituciones aparentemente perfectas, pero no de crear verdaderas y honestas clases dirigentes.

Vean la juventud -a la cual nuestra decadente clase liberal no ha sabido sino presentar como ideal el igualitarismo de los mediocres- cómo llena las paredes de sus cuartos y de nuestras calles con retratos del Che Guevara, de Castro, Mao, Rosas o Perón... como buscando -equivocadamente o no- a alguien que encarne sus aspiraciones. ¿Y qué les ofrecemos nosotros sino el aguachento liderazgo de tres o cuatro ideas prosaicas, de la propaganda, la moda o la opinión pública?

Es por eso que Dios, en la plenitud de la Revelación, no nos trajo una constitución, ni una tabla de leyes morales, sino que nos dio el ejemplo vivo y el liderazgo de un hombre, Jesucristo, en el cual resumió toda Su voluntad respecto de nosotros. El cristiano no tiene un código lleno de complicadas normas, sino que tiene un caudillo a quien seguir e imitar. Por eso Jesús no vino solo a decirnos " hagan tal cosa o no hagan tal otra ", sino " Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida " (Jn 14, 6).

Si queremos saber en cada circunstancia de nuestra vida qué es lo que debemos hacer, no tenemos necesidad de recurrir a un libro de moral, sino preguntarnos qué hizo o haría nuestro jefe, Jesús. Por esto mismo, mejor que estudiar ética cristiana, es leer vidas de santos.

Pero aún más: Cristo, al abandonar la tierra, no nos dejó solamente un librito que podría ser el "evangelio" -como dicen los protestantes-, o los 'diez mandamientos'. Nos dejó una sociedad, compuesta por hombres en quienes se encarna el espíritu de ese Evangelio, y la autoridad que, por derecho, sólo a Él pertenece. Esta sociedad es la Iglesia, compuesta por todos nosotros, la Iglesia de los apóstoles y sus sucesores, los obispos. La Iglesia de Pedro y de su sucesor, el Papa. Es en ellos y a través de ellos que Dios, en su providencia adaptada a nuestra naturaleza, ha querido conducirnos por el camino de la salvación.

Así pues, los católicos tenemos, en el tiempo, en materia religiosa, un jefe, un líder indiscutible, el Papa, que nos sirve gobernando en nombre de Cristo. A Pedro -a pesar de su triple negación- Jesús le confió el liderazgo de su Iglesia. No dejó ninguna constitución, ni congreso, ni código. Como fundamento de la Iglesia dejó hombres: " Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia " (Mt 16, 18), "... apacienta mis ovejas ..." (Jn 21, 16).

De este modo, la relación del católico con el Papa y, a otro nivel, con su obispo o párroco, no es una relación de gobernante déspota a gobernado sumiso, ni de poder anónimo a engranaje. Es una relación entre personas. Una, con conciencia clara de que su función es 'servir gobernando', sabiendo que no hace más que detentar una autoridad inmensa, pero delegada por Uno que le pedirá cuentas de ella. La otra, con conciencia de que su obediencia -en aquellos determinados campos de la vida en que lícitamente puede obligar el poder espiritual- no es una servidumbre o una claudicación de la libertad personal, sino una respuesta generosa y libre al deseo de Cristo que, justamente a través de la guía moral de los pastores de la iglesia, nos indica los solos caminos por los cuales el hombre pueda hacerse auténticamente feliz.

Así pues, de este hombre, el Papa, y de su Colegio apostólico, dimana toda autoridad en la Iglesia.

Hoy, la crisis de autoridad que sacude a toda la sociedad occidental, afecta también a la Iglesia. Obispos que forcejean contra el Papa, sacerdotes rebeldes a sus obispos, laicos que contestan a sus sacerdotes, opiniones disparatadas... Nos parece oportuno decir claramente esto: ningún sacerdote u obispo tiene autoridad para inventar doctrinas nuevas. Sólo tiene el derecho y el deber de predicar el Evangelio; y esto, no con sus opiniones personales. La opinión del sacerdote, aún cuando hable desde el altar y recurriendo ilegítimamente a su investidura, no vale más que la de cualquiera, y quizás menos; porque, en ciertos campos de la vida, sus conocimientos y experiencias son muy limitados.

Ningún sacerdote, pues, tiene derecho a predicar sino lo que le manda su obispo en comunión con el Sumo Pontífice. Es en esa comunicación viva con la autoridad de la Iglesia, y no en la interpretación privada -a la manera protestante- de los Evangelios o de los acontecimientos, donde la palabra de los predicadores recibe su única autoridad.

Tengan conciencia Uds. de que, en estas horas revueltas del mundo y de la Iglesia, nadie puede guiar su actuación moral sólo por el "oí decir a un cura , ... o a una monja ..", o "el padre tal me dijo tal cosa ...", o "unos sacerdotes publicaron una carta..."; sino que deben hacer el esfuerzo responsable de ponerse en comunicación con los auténticos pastores de la Iglesia y, sobre todo, con la palabra del Papa: el hombre sobre el cual el mismo Cristo ha fundado la Iglesia, y único a quien ha hecho la promesa de la indefectibilidad. "Pedro, ¿me amas más que éstos? Apacienta mis ovejas... sobre ti edificaré mi Iglesia" (Jn 21, 15. 16 , Mt 16, 18)

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