1981 - Ciclo A
3º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN
Cuando Lucas, relatando la historia de la Iglesia primitiva en su libro Hechos de los Apóstoles, en algún lugar (2, 42) resume el modo de vida que llevaban los primeros cristianos, habla de que “todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en las oraciones y la ‘fracción del pan'”. Esta expresión ‘fracción del pan' o ‘partición del pan' parece ser inusitada, tanto entre los judíos como entre los griegos, para designar una comida normal. De tal manera que, ciertamente, se trata de un modo nuevo de designar alguna forma especial de comida característica de los cristianos. Y, según los modernos investigadores, esta así llamada ‘fracción del pan' se enlaza con las comidas que, según la tradición, los apóstoles tomaron en compañía de Cristo Resucitado.
Si Vds. se fijan en los evangelios, en los relatos que se refieren a la historia posterior a la Resurrección, Cristo se aparece siempre los domingos y la ocasión para hacerlo son las comidas con sus discípulos.
Konrad Witz . La pesca milagrosa. Jesús resucitado . 1444
Pedro, cuando quiere caracterizar a los testigos de la Resurrección, afirma textualmente son “los que comieron y bebieron con Él después de resucitado de entre los muertos” (Hech 10, 41). De tal modo que, para Pedro, es un elemento característico de las apariciones el hecho de que se produjeran en el decurso de una comida.
Tan pronto como Cristo sube al Padre, los discípulos, que tantas veces durante su vida terrena y luego de la Resurrección, habían gozado de su presencia en la íntima comunidad de la mesa, más allá de la Ascensión, se reunieron de nuevo para partir el pan, donde creían que Jesús, ahora de manera oculta, nuevamente se hacía presente.
Esas nuevas comidas se relacionan sobre todo con las comidas de la cuarentena pascual, cuya alegre experiencia prolongaban. Según nos cuenta el mismo Lucas, se fijaron para el primer día de la semana, es decir el que venía después del sábado, el día de la Resurrección y día de todas las apariciones de Jesús. Destaca Lucas que uno de los rasgos esenciales de aquellas comidas era la alegría, en la sencillez del corazón.
Claro, ya Vds. están sabiendo que esta ‘fracción del pan' no es sino lo que hoy llamamos Misa. Pero, entonces, surge inmediatamente la pregunta: “¿Cómo? ¿No era que la Misa es el recuerdo más bien de la última Cena con su oblación anticipada del Calvario y la presentación efectiva y renovada de la muerte de la Cruz?
Ciertamente. Pero las dos cosas van juntas. Así como no hay Cruz sin Resurrección, ni Resurrección sin Cruz; así no hay recuerdo, ‘anámnesis', actualización de la Resurrección sin al mismo tiempo ‘anamnesis' de esa Cruz.
Esto tiene que recordar San Pablo a los Corintios cuando esas reuniones que él llama ‘fracción del pan' o ‘cena del Señor', habían degenerado en jaranas al estilo como se arman hoy en algunas misas guitarrescas y en las cuales, afirmaba, no había ninguna diferencia con una cualquier festichola en casa. Les dice: “Está bien lo del recuerdo de la Resurrección de Cristo –por otra parte no realizada aún plenamente en nosotros- pero recuerden que ‘ siempre que comen este pan y beben esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que Él vuelva' ”.
La Resurrección es inseparable de la Muerte del Señor. La Cena, inseparable del Sacrificio.
La ‘fracción del pan' recuerda, sí, la íntima comunión de los discípulos con la nueva Vida del Resucitado, pero también la Última Cena en que se ofrece el sacrificio de Jesús y se anticipa su sangrienta crucifixión.
Por otro lado la Resurrección no es sino la conversión en ofrenda eterna de la humanidad de Cristo a Dios, consumada en la Cruz, prolongando la actitud de filiación eterna del Hijo respecto al Padre en el seno de las relaciones trinitarias.
Jesús, en la última Cena, había declarado: “ No beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre ”. En aquel momento Jesús levanta esa mesa prepascual para instaurar una comida de otro mundo, réplica del cordero pascual apocalíptico, donde se entrega en forma de inmolación permanente. Porque ese ‘Reino de mi Padre' al cual se refiere sugiere sin más el campo fértil en que florecerá el nuevo rito pascual: la Iglesia.
Al decir, pues, que Jesús ‘comerá y beberá de nuevo en el Reino', Lucas no puede menos de haber pensado en las comidas del Resucitado y en la santa Misa.
Por eso los apóstoles sentían la continuidad y a la vez la ruptura entre las comidas anteriores a la Pascua, exceptuada la Última Cena, y las comidas con el resucitado. En realidad aquella Cena tan extraña e íntima, había sido ya, de alguna manera, una comida de otro mundo. No lo eran menos las comidas posteriores celebradas con el Maestro, que ya había salido de la muerte y entrado en una existencia nueva en la Gloria del Reino.
Por eso la Santa Misa, la ‘fracción del pan', prolonga, en la intimidad de la comida de los discípulos, la experiencia de la presencia de Cristo glorificado. El Salvador vuelve a hacerse presente en medio de los discípulos reunidos para la ‘fracción del pan'. Y, como Vds. saben, la presencia de Cristo a los suyos, forma la base de toda la doctrina eucarística. Es la Eucaristía la que posibilitará la unión identificante con Cristo del cristiano, sin la cual no hay participación en Su muerte y Su resurrección.
Pero precisamente esa presencia vivificante es posible porque le ha precedido la entrega de la muerte “Este es mi Cuerpo entregado por vosotros”; Esta es la sangre derramada por vosotros”.
Cristo resucita a la plenitud de la vida divina, porque ha asumido su muerte como hombre. No se trata de la revitalización de su cuerpo muerto. Se trata de la divinización de lo humano. Y es esa misma divinización, permitida por la aceptada muerte, la que ahora, vencida la localización impuesta por la condición mortal de su cuerpo en aquel tiempo y aquel lugar, hace que pueda estar, desde Su reino, presente en todos los tiempos y en todos los lugares donde se realice una 'fracción del pan', se conmemore una ‘cena del Señor', se celebre una Misa.
Sin duda es el mismo Jesús pero, al mismo tiempo, distinto, diferente. Aparece, desaparece; se le reconoce, no se le conoce. Magdalena lo confunde con el jardinero. Los discípulos de Emaús no se dan cuenta de quién es.
Rembrandt. Emaús. 1648.
Y es que Jesús ya no pertenece estrictamente a este tiempo y a este espacio; ya ha llegado a su Reino. No vive en los días de la semana que marcan las fechas de nuestros meses terrenos. Inaugura un día nuevo, el octavo, el de la Resurrección, el Domingo.
Por eso San Pablo se indigna frente al abuso de los corintios. En la ‘fracción del pan' no se trata de una mera alegría mundana; no es un banquete cualquiera de fraternidad en el cual podamos tirarnos miguitas los unos a los otros; no es la euforia de una reunión folklórica, charango y bombo; ni la exaltación rítmica a golpes de bafles de una junta de adolescentes. Es la participación, en el misterio y en la esperanza, de la alegría serena de un Reino que se nos hace presente en y a través de la Muerte de Jesús.
Por eso la mesa –que, antes que nada, es altar- no se tiende en un tiempo y lugar cualquiera de nuestro espacio. La Iglesia ha mandado siempre que la ‘fracción del pan' se celebre en lugar sagrado, sustraído al uso profano, ajeno a nuestras preocupaciones cotidianas. El tiempo que irrumpe en el rito y las ceremonias de la Misa tiene más que ver con la eternidad del octavo día que con el tiempo que marcan nuestros seikos.
Más aún: la ‘fracción del pan' no apunta solamente a la pura alegría de la compañía del Señor Resucitado y de nuestros hermanos, que gozaremos plena y definitivamente recién en el banquete definitivo del Cielo. Esta de ahora es una compañía ofrecida en la dinámica de una muerte, que si en Jesús ya está cumplida, en nosotros está aún por realizar.
Así como la Vida divina se hace totalmente presente en Cristo a través de su Muerte humana, así podemos nosotros beber de esa Vida en la medida de nuestras propias muertes. Ese es el sentido del ofertorio de la Misa: simbólicamente, en el pan y el vino, presentamos nuestra propia vida, se la regalamos a Dios –allí en la patena ponemos todas nuestras penas, todas nuestras alegrías y le decimos ‘Tú, Señor, eres nuestro dueño, haz de nosotros lo que tú quieras'- y, en esas exactísima medida de lo que le damos, lo volvemos a recibir, transformado en Su propia divina vida, en la comunión.
Allí está, en el rito de la Misa, la ‘anámnesis' de la Muerte y la Resurrección de Jesús y, en ella, se nos da la oportunidad de, a través de nuestro ofertorio y comunión, unirnos a Él, resucitar con Él.
La Misa no es algo que pasa allá en el altar. Para que tenga eficacia, para que el Señor realmente me vitalice, tengo que conectarme, enchufarme, con mi entrega, con mi muerte, en la ficha de su poder resucitador.
Fiesta, sí, banquete, pero más allá de lo puramente humano, más allá de la superficial alegría de este mundo, pasando por la Cruz, sumergiéndonos, por la fe y la caridad, en una dimensión que no puede ser vivida del todo antes de nuestra muerte total y aquí solo en la medida de nuestras muertes parciales, de nuestra entrega a Él.
Salvador Dalí. Última Cena, 1955
No confundamos esta alegría serena e insondable que pretende significar el canto litúrgico que manda la Iglesia y el rito sagrado pautado por su solemnidad hierática, con bochinches de cantos e instrumentos profanos y con ceremonias chabacanas más propias de espectáculos profanos que de santas ceremonias.
Los discípulos que van caminando hacia Emaús por fin comprenden esto. Habían esperado un Mesías que les devolviera las alegrías mundanas, la libertad política, el victorioso acceso al poder del ‘profeta poderoso en obras' que había curado enfermos y repartido pan. La desilusionante realidad, contraria a toda esta euforia humana, había sido su despreciable muerte en Cruz.
Al Señor Resucitado no lo conocen. Se acuerdan del otro, del terreno, del que pareció que les iba a solucionar todos sus problemas, hacerlos ricos, saludables. Este otro que ahora camina con ellos es irreconocible.
Pero es el Cristo que nos acompaña siempre. Al que no siempre sabemos ver; porque pusimos nuestra fe en alguien que creíamos que nos iba a hacer las cosas fáciles porque somos cristianos. El Cristo que, cuando nos convertimos, pensamos que nos iba a ayudar a que todo nos fuera bien. El que haría nuestra oración siempre escuchada. Nos prometíamos que rezar siempre iba a ser sencillo, que eliminar nuestros vicios inmediato, que proclamar nuestra fe y vivir cristianamente llevadero; y, tantas veces, solo ha llegado el hastío, las cosas no fueron ni van como hubiéramos querido. Seguimos con nuestras mismas imperfecciones; rezar nos cuesta un triunfo.
Es como si nos hubieran crucificado, matado otra vez, a Jesús. Porque permanece en silencio, ya no nos dice nada. Hemos rezado y rezado, leído el evangelio, y ¡nada! Después de tanto tiempo de ser cristianos, quizá, nos sentimos desilusionados, tristes.
Será bueno, pues, abandonar Jerusalén, volver a lo nuestro, sumergirnos en lo que hace todo el mundo, esa es la tentación. Es lo que hacen los discípulos cabizbajos hacia Emaús.
Y, sin embargo, Él camina a nuestro lado. Quizá no lo reconozcas. Algo impide a tus ojos verlo.
Pero, aquí, y en todos los altares del mundo, si quieres, si tienes fe, puedes reconocerlo, cuanto te habla desde las Escritura, cuando se te da en la ‘fracción del pan'.
El está aquí, sentado a la mesa de su Reino, oblado en el ara del altar, tratando de hacer arder tu corazón.
Míralo a través de la rendija de la cruz.
Y si se abren tus ojos y tu fe vuelve a descubrirlo, aunque sea tarde, aunque sea de noche, desanda tu camino, vuelve a Jerusalén y ve a anunciar a tus hermanos que Jesús, el Señor, ha resucitado.