1987 - Ciclo A
3º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN
Otra vez esta presencia misteriosa del Resucitado. Se lo ve, no se lo reconoce, se lo reconoce, desaparece. Es obvio que, para los evangelistas, el acontecimiento formidable, indubitable y contundente de la Resurrección resulta de difícil descripción, sucede en un ámbito que no se puede fotografiar, inenarrable, inefable. No bastan las palabras para relatarlo. Hay plena certeza del hecho, pero no se termina de entender el cómo, y es imposible su descripción.
Porque no se trata de la resurrección de Lázaro, ni de la vuelta a la vida de cualquiera luego de un masaje cardíaco o un trasplante. Ni del pasearse pálido de Drácula a la luz de la luna. Aquí -como dice el mismo Jesús a los aturdidos discípulos- se trata no de 'volver' a la vida, sino de entrar en la Gloria.
Cristo Jesús ya ha superado las fronteras del espacio-tiempo de nuestra geometría euclidiana. Ha sido exaltado a un 'hiperespacio' o 'hipertiempo' desde donde, como en la geometrías pluridimensionales, a lo Wheeler , Jesús se hace tangente a todos los espacios y todos los tiempos sin estar por eso ubicado o constreñido por ninguno. San Pablo , en las categorías de su época, trataba de explicarlo diciendo que el ser corpóreo de Jesús de " sarkikos " - carnal - se había hecho " pneumátikos " -espiritual- y Tomás de Aquino , recogiendo una antigua explicación de la cosmología griega, afirmaba que, de este espacio terreno, Cristo había pasado al " empíreo ", una dimensión más allá del firmamento donde pendían las estrellas, y desde donde los ángeles, sin moverse ni desplazarse, podían hacerse presentes en cualquier lugar del Universo.
En nuestro relato Lucas sencillamente habla de " doxa ", de 'Gloria', 'entrar en la Gloria'. Y a nosotros nos basta saber que la Gloria es un término técnico de la Escritura -que no quiere decir fama, honor o reputación, como se usa hoy habitualmente-, sino que designa la dimensión propia de Dios, su refulgencia trinitaria, su vitalidad trascendente. 'Entrar en la Gloria' quiere decir alcanzar esa esfera del existir Divino y participar de él. Eso ha hecho Cristo, ya como cabeza de todos los resucitados. Pero también nosotros, un día, podremos participar de esa Gloria, la Gloria de la bienaventuranza.
Mientras tanto caminamos como simples seres humanos en este mundo. Todo aquello que está más allá del violeta y más abajo del rojo, no lo perciben nuestras retinas. Ni nuestros tímpanos ondas sonoras a menos de 16 hertzios ni a más de 20.000, ni puede nuestro cerebro procesar con claridad datos hipercósmicos.
Es por ello que, a lo hiper-cósmico -que es la palabra griega que los latinos traducen por "sobre-natural"- no podemos llegar sino por caminos indirectos, por comparaciones, analogía, aproximaciones. Sólo si nuestro cerebro se preadaptara a longitudes de onda y frecuencias ultracósmicas podría tener contacto directo con ese metauniverso, (Usar palabras raras siempre surte efecto y suena más científico).
Y eso es lo que, en efecto, ocurrirá con todos aquellos que, muriendo con Cristo, participen de su resurrección, de su Gloria. La Iglesia enseña que los que lo logren recibirán una potenciación o adaptación de su mente, una especia de 'multinorma' llamada precisamente " lumen gloriae ", "Luz de Gloria", que nos permitirá la percepción inmediata del Ser Divino, sin los celajes, fusibles y amortiguaciones de la naturaleza, a través de la cual hoy le conocemos y que impiden que, en nuestro estado actual terreno, carnal, su contacto encandilante nos haga entrar en cortocircuito.
Allí también lo veremos a Cristo Glorioso con nuestros ojos trasformados, convertidos, adaptados.
Mientras tanto, a pesar de que desde la Gloria o el hiperespacio o el empíreo o como quieran llamarlo, Cristo, como Dios mismo, está realísimamente presente en todo lugar, nuestros ojos son ciegos para verlo y nuestra mente para entenderlo.
Es por eso que las apariciones del Resucitado resultan siempre misteriosas, aún en esa época del inicio de la Iglesia, en la cual los apóstoles necesitaban una confirmación especial de este acontecimiento suprahistórico. Es así que se multiplican las apariciones: estas extrañas irrupciones sensibles de su presencia tan difíciles luego de definir y que, más tarde, Pablo , camino a Damasco, vive como una voz que le habla y una luz que lo deja ciego.
Esas irrupciones extrañas y milagrosas no son, empero, el camino normal del acceso del cristiano al Resucitado. Y eso es justamente lo que quiere enseñarnos Lucas con su relato de hoy.
El modo de percibir -en este nuestro estado embrionario actual- al Cristo resucitado es la fe. Pero vean que la fe no es simplemente el acto psicológico de credulidad por el cual aceptamos una verdad que no se nos puede demostrar. Para la teología cristiana es más que el acto humano del asentimiento: es una participación real, anticipada, aunque aún umbrátil, sombría, penumbrosa, de la luz de la Gloria. Por la fe ya tenemos en nuestra mente un inicio, un germen de esa luz que nos permitirá un día ver a Dios y al Resucitado. La Fe, la Virtud Teologal , sobrenatural, hipercósmica de la fe, ya es un injerto de luz, es una preadaptación, por otra parte paulatina, que debe crecer en nosotros y que, desde ya, nos permite entrar en comunión con Cristo, el Señor.
Y esa preadapatación es como una especie de reprogramación progresiva de nuestro cerebro que le va permitiendo cada vez con mayor idoneidad procesar los datos de Cristo.
Pero, vean, -para ser más sencillos-, cómo estando Jesús con ellos, los discípulos no le reconocen. Y cómo se inicia el camino del reconocimiento a través de la palabra de Dios, de la Escritura que Jesús les explica. Porque, miren, la cosa es clarísima: si nosotros nos dejamos programar constantemente por el Clarín, por La Nación , por Gente o por Somos, por Neustad o por Hanglin o, peor, por Playboy, por Jaroslasky o por Olmedo, ciertamente nos encontraremos fácilmente con Jesús Rodríguez, pero no con Cristo nuestro Señor.
No. ¿Quién no recuerda sus buenas épocas en que intentó portarse bien y estudió y leyó y meditó y todos los días dedicaba su media hora a la oración o la meditación, leyendo, pensando, oyendo, escuchando la palabra reprogramadora de Dios? ¡Qué fácil era hacer sintonía con Él! Reconocerlo caminando al lado nuestro, sentir arder nuestro corazón. No necesitábamos pruebas, ni siquiera cuando las purificaciones y preadaptaciones y reparaciones necesarias nos sumían en la oscuridad, en la angustia, en la perplejidad. Lo mismo teníamos claro que "era necesario que tuviéramos que soportar sufrimientos para entrar en la Gloria".
¿Por qué no volver a ello? O ¿por qué no empezar, si nunca lo he intentado? Sin reprogramación cristiana constante, cotidiana, sin meditación ni oración, es inútil pretender percibir a Dios, a Cristo. Él está siempre a tu lado, pero sos vos el que te hacés ciego a su luz.
Es claro que esto no basta: no solo el estudio, la búsqueda intelectual del Señor, la filosofía, la teología, leer. El conocimiento sólo es incapaz de atrapar la esencia sutil de las cosas. Solo 'domesticadas', como decía Saint Exupery , nos presentan su esencia y su fragancia. Solo amadas se nos dan.
Y esa es la enseñanza que también hoy nos trae Lucas: porque reprogramados, preadaptados por la Palabra , los discípulos de Emaús recién reconocen a Cristo en la comunión del pan.
Y esta comunión, tan exactamente descripta por Lucas con las mismas palabras de la misa de la última cena, va más allá, ciertamente, del sólo rito Eucarístico. Es, seguramente, la Eucaristía, pero con todo lo que ella significa de comunión de amor y fraternidad con nuestros hermanos y de identificación con Cristo Jesús.
Sí. ¿Quién no ha vivido alguna vez la experiencia palmaria, clara, evidente del Señor abrazado a través de una Comunión bien hecha, en coherencia de vida, en ganas de ser santos y de rompernos todo por El? ¿Cómo percibirlo, en cambio, en nuestras comuniones adocenadas? El " Señor no soy digno " que me despierta de mi somnolencia y me lleva mecánicamente a la fila y a la deglución. ¿Cómo voy a reconocer así al Señor?
No. Hagamos arder nuestro corazón con su Palabra todos los días. Vivamos en comunión con El todos los instantes de nuestra jornada, en fidelidad al Maestro, en honor cristiano, en servicio responsable, en amor sin reservas y en constancia frente al dolor. Entonces sí, cuando El parta el pan y nos lo entregue, se abrirán nuestros ojos y lo reconoceremos con los ojos cerrados, con nuestra cara entre las manos, y, aunque allí mismo, desaparezca otra vez, nos pondremos de vuelta en camino, regresaremos a la ciudad, y, desde la alegría del encuentro, mantendremos allí nuestro diario combate de cristianos, hacia la conquista de la Gloria.