Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1989 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

Desde hace dos semanas -qué digo, desde hace dos mil años- la Iglesia viene anunciando a los cuatro vientos: "¡el Señor ha resucitado! ¡Jesús vive! ¡Cristo reina!" Y, sin embargo, la experiencia de cada uno de nosotros es que a Cristo poco lo vemos. ¿Dónde está el Señor? ¿Por qué no se hace ver con más frecuencia? ¿Por qué no lo tenemos a nuestro lado cuando sufrimos, cuando nos sentimos solos, cuando estamos enfermos, angustiados, con miedo.?

Es verdad que muchísimas veces hemos sentido su presencia invadente en nuestra vida: no podemos decir que siempre nos ha dejado solos, porque tantísimas veces lo hemos percibido en la oración. Hemos vivido hasta la médula la convicción de su presencia, ha instalado la paz en nuestras almas, la serenidad en nuestras tribulaciones, el consuelo en nuestras penas. Pero nuestra vida cristiana se ha desarrollado, más bien, si no en la oscuridad, en la zona gris de un no estar seguros de su presencia o, mejor, dentro del estar seguro de una total opacidad a la percepción de esa presencia.

Pero esa misma es, en el fondo, la experiencia que ya vivieron sus primeros discípulos. Este Cristo, el Señor, que aparece y desaparece; que, aunque está, al principio no se lo reconoce: los discípulos de Emaús que hablan con él sin saber quién es; María Magdalena que lo confunde con el jardinero; los discípulos, hoy, que no se atreven a preguntarle '¿quién eres?)'.

Y ciertamente todo esto sería absolutamente absurdo si Cristo hubiera simplemente regresado a la vida humana. Si, a la manera de Lázaro con su hermanas, o del hijo de la viuda de Naim con su madre, hubiera podido convivir con ellos y compartir sus horas y minutos del día ¿Por qué tendría que jugar al escondite con nosotros?

Pero es que Jesús ya no está más dentro de los minutos y horas que miden nuestros Casios, nuestros Seikos y nuestros Rolex. La Resurrección no es un 'regreso' a esta vida, es una superación de ésta (tanta veces lo hemos dicho), es una 'promoción' de lo humano de Cristo a la categoría señorial de lo divino. Y, por eso, "el Señor" es el título que le dan los primeros cristianos después de Resucitado. Lo humano, lo mental y corpóreo de Cristo, es transformado, rotos los límites del tiempo-espacio. Es desde esta dimensión abarcante y omnipresente donde, análogamente a su ser divino, su humanidad se hace contemporánea a todos los espacios y presente a todos los tiempos.

Y por eso nuestro evangelio no dice simplemente que Jesús 'estaba allí' o que los discípulos se encontraron con él. Sino dice que Jesús "se les apareció".

Verbo técnico este "aparecer", en la Sagrada Escritura, que se utiliza cuando quiere hacerse referencia a una apertura de lo celeste a lo terreno, a lo humano; o cuando Dios, desde su luz enceguecedora para los ojos humanos, quiere rebajarla a nuestra medida para hacerla manifiesta a nuestros sentidos incapaces de verlo tal cual es. Eso es lo que hace Cristo a sus discípulos desde su ser señorial, resucitado. Se hace, por momentos, groseramente visible y tangible a sus discípulos. Para luego desaparecer nuevamente. No porque se oculte, no porque se vaya, sino porque está omnipresente en su condición gloriosa aún inasible para nuestros sentidos terrenos, carnales, puramente humanos.

Lo cual no quiere decir que se haya ido o que esté lejos: está constantemente presente con los discípulos, como está constantemente presente entre nosotros. No lo percibimos no porque no esté, sino porque nos falta la capacidad para percibirlo. Como a un mono a quien pusiéramos delante un poema de Bernárdez; o un cuadro de Fra Angélico frente a un búho; o una sinfonía de Mahler a un pescado; o una máquina de calcular a una gallina.

No: Cristo está presentísimo. Tan presente como hay, cruzando por el aire de esta capilla, cientos de músicas de lejanos países y de idiomas de apartadas naciones, de mensajes y de llamados. Por más que agucemos el oído no los escucharemos. Pero si entre nuestro oído y el aire ponemos una radio de onda larga o corta, en seguida esos mensajes y sonidos -que ya estaban de alguna manera presentes- se nos hacen audibles, llegan a nosotros.

O esos sonidos que solo captan los perros; o esos olores que solo las antenas de ciertas mariposas; o esas vibraciones que solo los murciélagos. Aquí están pero nosotros no los captamos, no tememos como esos animalitos el instrumento adecuado para ello.

Tampoco tenemos, por ahora, el instrumental, los aparatos, las adaptaciones necesarias para ver a Jesús realmente presente entre nosotros. Esa adaptación solo la lograremos a través de nuestro propio proceso pascual transformativo, metamórfico, de nuestra propia muerte y resurrección.

Allí sí captaremos todas las frecuencias, todas las ondas, todas las dimensiones y gozaremos del resplandor de Cristo y de los paisajes feéricos y multicolores de los cielos nuevos y la nueva tierra del octavo día.

Mientras tanto, en esta tierra, se va anticipando el futuro, en un lento proceso de preadaptación. Al Cristo presente y amante y reinante, lo percibimos a través de fuerzas no humanas, ya pertenecientes a la nueva dimensión: la fe, la esperanza y la caridad. Virtudes teologales se les llama o, mejor, poderes o potencias sobrenaturales, que ya pueden empezar a captar débilmente las señales emitidas por la presencia del Señor: A veces con mucha estática, perdiendo la onda, descargándosenos las pilas, falta de oración, falta de atención, descuido, pecado. Es como una vieja y rudimentaria radio a galena que se nos da para no perder el norte de nuestra vida y poder ir preparándonos para la transformación. Apenas con dos o tres bandas de señales siempre claras: los sacramentos, la escritura, los gomas. Poco más.

Aunque de sobra y suficiente para seguir tirando la red aunque no pesquemos nada, sabiendo que, cuando el que está con nosotros lo quiera, la sacaremos llena. Y que siempre podemos compartir con Él el pan y el pescado en la Sagrada Mesa de la Eucaristía.

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